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– Lo que a vos te hace falta es ir a un gimnasio -dijo Maestro-. Mirame a mí. Con bicicleta, sauna y masajes bajé diez kilos en dos meses. Te dejan como nuevo y ni te das cuenta.

Dos de los senadores que habían asistido al funeral divisaron a Camargo desde la puerta de La Biela e hicieron el ademán de acercarse a la mesa. Camargo alzó una mano y, sin mirarlos, les dio a entender que no lo molestaran.

– Sos de terror, Camargo -dijo Maestro-. Ahora entiendo por qué sólo tenés lameculos a tu lado y ni un solo amigo que te diga lo que piensa.

Los modales de Enzo habían sido siempre untuosos, de sacristía, y cuando hablaba parecía pedir perdón.

– Será que estoy pareciéndome a tu jefe, como el país entero. No voy a darles la mano a esos dos ladrones, Enzo. No puedo. Me da asco. -Entonces, tampoco me la des a mí. Yo estoy en el mismo baile.

– Vos no. Vos sos un forro. A vos te están usando. Vas a terminar en cana como los demás, pero pobre como una rata. Lo de Valenti es apenas el principio.

– ¿Te parece? Acá no hay principio ni fin. En este país siempre parece que está por pasar algo terrible, y no pasa. Todo va a seguir igual, ya vas a ver.

– Si depende de mí, no. Mi diario no cree una sola palabra de lo que dice tu jefe. A mi diario no lo puede asustar ni comprar.

Maestro adelantó la cara y habló en voz baja, marcando las sílabas:

– ¿Querés que esto se convierta en un caos? ¿Querés que todos se maten como Valenti? No sos Dios.

– No hay Dios, Enzo. Eso es lo malo. No hay ningún Dios.

Llegó al diario de pésimo humor. Llamó a los jefes de sección para que se reunieran de inmediato en su despacho, pero ninguno había vuelto de almorzar. Ordenó a las secretarias que los cazaran donde estuvieran, a través de los celulares. Un día de mierda. El calambre reverberaba aún en la cadera. Lo mejor sería ver al médico, pero no ahora. Ahora quería prepararse para su propia guerra. El senador Valenti había negociado la venta de un cargamento de armas a Costa Rica y Panamá, donde no las necesitaban porque no había ejército. Era evidente que antes de llegar a sus destinos, las armas iban a ser desviadas hacia otra parte. Una comisión del Senado aprobó el negocio y el decreto final fue firmado por el presidente pero no publicado en boletín alguno, con el pretexto de que afectaba la seguridad del Estado. A Valenti lo habían filmado mientras negociaba la transferencia de dieciséis millones de dólares a una de sus cuentas en Luxemburgo con el emisario de un país impreciso que podía ser Croacia, Albania o Serbia. El video había llegado a manos de un diputado opositor. Durante meses, la prensa estuvo especulando con la idea de que Valenti era el testaferro de algún poder superior y que parte de la coima se había repartido con otros senadores. La tajada mayor debía estar en los bolsillos del presidente, pero eso ni siquiera se podía insinuar. Un juez por fin, arriesgando la vida, sentenció que Valenti era el organizador de una asociación ilícita y ordenó su arresto. Camargo quería investigar ahora si el suicidio era genuino o si el presidente lo había mandado matar para que no soltara la lengua.

Ahora es fácil contar esta historia porque ya todo el mundo sabe lo que pasó, pero en 1997 era un enredo tan inverosímil que la gente le prestaba poca atención o pensaba que eran exageraciones de una prensa encarnizada. A dos de los cronistas les habían llegado papelitos anónimos con el nombre de los seis senadores cómplices junto a cifras que iban entre los doscientos mil dólares y el medio millón, y que tal vez aludían al pago de sobornos. El propio Camargo había recibido un sobre con el membrete del Senado y un sello que decía confidencial dentro del cual había una hoja con catorce números. Desde el principio sospechó que eran los códigos de varias cuentas bancarias y las envió al corresponsal de Nueva York para que algún experto de allí las descifrara, pero aún no podían hacerlo. Toda la sección Política estaba investigando el caso con frenesí y seduciendo a conserjes y amanuenses de los senadores para que repitieran lo que oían en los pasillos. Días atrás, cediendo a un relámpago de sus instintos, Camargo había llamado a otros directores de diarios en Panamá, Lima, Montevideo y San Pablo pidiéndoles que lo ayudaran en la pesquisa. No confiaba mucho en lo que podía salir de ahí, pero tampoco quería dejar cuerdas sin templar.

Los editores volvieron de sus almuerzos sin la más leve luz sobre el suicidio de Valenti. Todas las fuentes estaban selladas, los hermanos del difunto no contestaban el teléfono, y nadie tenía el menor rastro de una carta final que quizá ni existía. Estaban desanimados y los estragos de la batalla se dibujaban en sus caras.

Camargo hizo rodar hacia atrás su sillón unos centímetros y puso los pies sobre el escritorio: su pose preferida para pensar. Necesitaba estrategias nuevas de investigación. O un golpe de dados que fecundara el azar. ¿Por qué no buscar al tipo que filmó el video? El video había llegado a manos del diputado opositor en un sobre anónimo, y los agentes de inteligencia del gobierno no habían conseguido rastrear al responsable. Quizás en la embajada de Estados Unidos supieran algo, pero si el video se había filtrado desde allí -como suponía Camargo-, nadie soltada la lengua. Los editores tomaban notas afanosas en sus libretas, y los televisores, a sus espaldas, repetían las mismas historias: soldados de la República Popular China entrando en Hong Kong, el culo de Salma Hayek, neumáticos cruzados en la ruta 9, cerrando el acceso a la ciudad de Salta.

Los sobresaltó el timbre del teléfono. Camargo había prohibido que le pasaran llamadas. Si era su mujer se lo haría pagar caro a las secretarias. «De San Pablo», le dijeron. Reconoció la voz lenta y grave de Antonio Pimenta Neves, director de Gazeta Mercantil a quien todos llamaban por el apellido, como a él. En Camargo sobrevivían aún las erres arrastradas de Tucumán, su provincia. También Pimenta pronunciaba las erres con acento caipira, con un dejo inglés.

– ¿Cuáles son los nombres del hijo mayor de tu presidente? -preguntó Pimenta, en perfecto castellano.

– Juan Manuel algo -dijo Camargo. Tapó la bocina del teléfono y pidió la información a los editores-. Juan Manuel Facundo.

– Si nació en 1975, entonces es el mismo.

– ¿El mismo qué?

– Ese chico tiene acá una empresa de importación y exportación que se llama Rosa de los Libres. Es un sello de goma para lavar dinero. Hace tres días depositó siete millones cien mil dólares a nombre de la empresa en la sucursal de un banco de Singapur. Ayer quiso transferir cinco millones a otro banco, en Uruguay, y la operación se está demorando. Anoche salió a festejar y gastó una pequeña fortuna. ¿Qué te parece?

– Joya -celebró Camargo-. Supongo que el número de la cuenta es reservado.

– No -dijo Pimenta-. Tengo una copia del depósito y fotos de la orgía. También hay una lista del directorio de la empresa: el chico es presidente, dos primos son los vicepresidentes, uno de los tíos maternos es el síndico. Te voy a mandar todo por Internet.

– ¿Gazeta va a dar la información?

– Claro, mañana. Pero no con títulos tan grandes como van a darla ustedes.

– Te debo una cena en San Pablo o en Buenos Aires.

– Vas a deberme más que eso.

Camargo ordenó a los editores que olvidaran las fotos. No quería golpes bajos que deslucieran la inesperada historia del depósito bancario. Tres cronistas salieron volando a confirmar lo que Pimenta Neves les había dicho. Y aunque era improbable que el presidente replicara en persona, sus voceros no podrían quedarse callados. Cuando las imágenes empezaron a llegar desde Brasil, Camargo advirtió que la información sería irrefutable: estaban no sólo el cheque del depósito con la firma infantil de Juan Manuel Facundo, el estado de la cuenta, la boleta con la orden de transferencia al Uruguay y las elocuentes imágenes de la orgía, sino también varias poses del chico, captadas por las cámaras del banco, mientras hacía las transacciones en la oficina del gerente. Enzo Maestro llamaría de un momento a otro para detener ese aluvión. Va a izar la bandera blanca antes de las seis, pronosticó Camargo.

Fue un poco más tarde. A las seis y cuarto oyó en el teléfono la voz áspera, hostil:

– ¿Ustedes ya no tienen escrúpulos? Conspiran contra la democracia, se meten con la familia del presidente. El gobierno espera críticas sanas, no periodismo amarillo.

Con todos los ases en la mano, Camargo no tenía por qué perder la calma.

– Cuestión de adjetivos -dijo-. No hay crítica sana. Hay sólo críticas sucias o limpias. La nuestra es tan clara que a lo mejor te parece insultante, Maestro. Detrás de cada palabra que vamos a publicar hay pruebas y testigos.

– Es mejor que tengas razón. Vas a darle al presidente el disgusto de su vida. Cuando se lo conté, se le aguaron los ojos. Conociéndolo como lo conozco, sé que te va a llevar a juicio por calumnias, Camargo. Está frenético.

– Si yo fuera su amigo, le aconsejaría que no lo haga.

– No sos su amigo porque no querés. ¿Cómo podés tener estómago para publicar todas las canalladas que me han repetido tus periodistas?

– No voy a publicar todo lo que tengo, Maestro. Sólo una parte. Decile a tu jefe que no me obligue a publicar lo peor.

– ¿Lo estás amenazando? Entonces, querés la guerra.

– No quiero la guerra ni la paz. Ni aspiro siquiera a que se haga justicia. Mi ambición no va tan lejos. Sólo quiero que la gente sepa, como yo, que algo huele a podrido en Buenos Aires.

Se sintió aliviado. De pronto, recordó que no se había despedido de las mellizas y pidió a las secretarias que las llamaran, para no tropezar de nuevo con la voz quejumbrosa de Brenda. ¿Qué clase de vida era su vida, atada a los teléfonos? ¿Sabría su vida alguna vez abrir los brazos a la felicidad y a la desdicha? El escritorio era una fronda enloquecida de papeles y maquetas, pero siempre se las arreglaba para que el portarretratos de las hijas creara un oasis limpio frente a él. Apenas las había visto aprender a caminar, a hablar, a leer. Apenas las había visto y, sin embargo, eran el único amor que tenía. Le preocupaba la más débil de las dos, Ángela, que un par de semanas antes había caído en cama con una fiebre rebelde y un dolor de huesos que no la dejaba en paz. Se había vuelto de pronto melancólica y huidiza. Así sonó en el teléfono, como una niña desamparada. Tenía trece años y parecía de diez.