Siete
Hace una hora pusieron a la pobre Ángela en terapia intensiva, te ha dicho Brenda por teléfono en un castellano ya erosionado por el desuso. No le pueden controlar una infección respiratoria. Según el doctor Clarke, los glóbulos blancos que tiene se han vuelto inocuos. Le han hecho tantas transfusiones que no le queda una vena sana. Ayer tuvieron que inyectarla en el dorso de la mano. El dolor no la deja en paz. Si la oyeras te partiría el alma. ¿Y el pecho? Pobre chiquita, el pecho es de una flacura que te espanta. Tendrían que empezar de nuevo con la quimioterapia, pero antes van a evitar que la infección siga invadiéndola. ¿Te das cuenta? ¿Cómo se puede sufrir tanto cuando se tienen sólo quince años? Ya no doy más, Camargo. No puedo verla así. Me le acerco a la cama y me pregunta ¿cuándo va a venir mi papá? Apenas le queda voz. Hace más de tres meses que no te ve. Has ido a Toronto, a Las Vegas, y no has tenido tiempo de pasar aunque sólo sea un día por Chicago. Es tu hija, ¿no? Tengo miedo, Camargo, miedo de estar sola, miedo de lo que pueda pasar.
El doctor Clarke, ¿quién es?, has dicho. El hematólogo que la está viendo desde que empezó todo, se asombra Brenda. Cómo no te vas a acordar de él. Pero es así, no te acordás. Hace ya mucho que pensás en Ángela como si no tuviera que ver con vos. Decís su nombre y se te abre un blanco en los sentimientos. Las fotos de los conciertos, los paseos en bicicleta, nada de ese pasado te conmueve. Has ido a visitarla un par de veces este año y ni siquiera tuviste ánimo para abrazarla. Se ha vuelto demasiado frágil. Ha dejado de pertenecerte, porque ahora pertenece a la enfermedad, a la mala suerte, a una pena de la que preferís estar lejos. Tratás de decir algo más en el teléfono y no te sale. ¿Cómo está Diana?, has preguntado. Rara vez tu ex esposa y vos hablan de la otra melliza. Ella también te es ajena. No se ha separado ni un instante de la cama de Ángela, responde Brenda. Ahora sí, porque no la dejan quedarse en la sala de terapia intensiva. Está acá mismo, conmigo. ¿Querés hablar con ella? No, contestás, aterrado. Ahora no puedo. Tengo a dos de los editores en la antesala. La situación del país es grave, como sabés. Estamos esperando de un momento a otro la renuncia del ministro de Economía. Dale un beso de mi parte a Diana. Decile que la extraño. Si puedo viajar mañana te lo hago saber, Brenda. Tengo que cortar. ¿Mañana?, pregunta ella. No lo puedo creer. ¿Vas a esperar a mañana? Ángela tiene cuarenta y un grados de fiebre y no se la pueden bajar. No sé si te das cuenta que mañana podría perder la conciencia y agravarse tanto que no te dejen verla. Tiene que ser hoy mismo, Camargo. Sos el padre. Te subleva que Brenda invoque una responsabilidad a la que nunca has faltado. Estás gastando una fortuna en hospitales y médicos inútiles, que ni siquiera saben bajar una temperatura de cuarenta y un grados, y ella te habla de tus deberes de padre. Es más de lo que se puede tolerar. No me apurés, Brenda, le decís. Siempre estás queriendo manejar la vida de los otros. Ya voy a ver cómo me las arreglo para viajar.
La tranquilizás con promesas para sacártela de encima. Ha tratado de manipularte, y una vez más has evadido el cerco. No tenés la menor intención de salir de Buenos Aires. ¿Justo ahora, cuando la mujer de la ventana de enfrente te ha traicionado y ha dejado en ridículo los meses de atención que le dedicaste? Después de haber construido su cuerpo con tu mirada, ¿vas a permitir que tu obra se deshaga en las manos de otro? Estás furioso, desesperado por castigarla, y con semejante espina no podes ir a ninguna parte. Ya vas a tener tiempo para ocuparte de Ángela. Ahora, la mujer de enfrente es más importante que todo.
Al día siguiente de tomar el fenobarbital durmió hasta las doce. Postergaste las citas que tenías en el diario hasta que la viste despertar y arrastrarse sin energía por la casa, despeinada y desencajada. Llamó dos o tres veces por teléfono, tal vez al médico o a su madre, y también a su trabajo para decir que tenía mareos, náuseas y que iría cuando se sintiera mejor. Mientras la espiabas, apartado de tu propia ventana para no delatar tu acecho, ordenaste a uno de los redactores de Cultura que averiguara con extrema discreción -extrema, subrayaste, dándole a entender que un paso en falso podría costarle el puesto- si alguna editorial de Buenos Aires estaba por publicar un ensayo sobre Jesús, sobre los primeros años del cristianismo o cualquier tema conexo. Tal vez sea una colección de varios autores, le dijiste, y en ese caso anote quiénes son. Vaya también a las editoriales marginales, a las clandestinas, a las que están en formación. Sea exhaustivo. Y entrégueme el informe a mí, sin intermediarios, cuanto antes. Destrozarías a todo el que osara publicar las mierdas que esa rata estaba escribiendo a escondidas.
La mujer era joven y tenía un físico indestructible. A las dos de la tarde, el efecto del fenobarbital le había pasado por completo. No cesaba de tomar agua e iba al baño a cada rato. Se apartó un momento de tu mirada para darse una ducha y regresó de nuevo lozana y enérgica. Se hizo café, pero no comió. La viste vacilar un par de veces ante el cartón de jugo de naranja y volverlo a guardar en la heladera. No sintió desconfianza, de eso estabas seguro, pero tendrías que vigilar sus hábitos por si rechazaba el jugo. En ese caso, buscarlas otro recurso para la próxima ración de fenobarbital. Lo que se haya borrado de su memoria sobrevivirá en el cuerpo. Cada vez que se acerque al jugo de naranja, el pasado volverá a ella como si fuera presente. Lo que la mujer olvide tenés que recordarlo vos.
La viste sentarse ante la computadora y revisar el correo. Estaba agitada, sin tiempo para responder a los mensajes. De día era más difícil observarla, porque la luz de la calle dejaba demasiados espacios en la penumbra. Pero sus movimientos se volvían nítidos cuando estaba cerca de la ventana, se miraba al espejo o abría la heladera.
Has dejado que pase una semana para que ella relaje sus costumbres. Sabés que, en ese lapso, ha llamado dos veces al editor colombiano desde el teléfono de su oficina, gastando dinero ajeno en su amorfo. Presenta el viaje a Río de Janeiro como un trabajo de investigación urgente, para que la empresa a la que sirve le pague los gastos. Además de puta es ladrona. No merece la menor piedad.
Ahora llegás siempre temprano a tu cuarto de la calle Reconquista, antes de las diez de la noche. Dejás el cierre en manos del editor nocturno o de Enzo Maestro, al que has contratado poco antes del cambio de gobierno. Lo elegiste por sus contactos políticos, lo fuiste ascendiendo por su lealtad sin fallas y al fin lo has convertido en tu mano derecha.
Ya lo primero que hacés no es aferrarte al telescopio sino cruzar la calle e intentar un diálogo con la pareja sin techo que duerme junto al edificio de la mujer. Cuando vivías en Chicago aprendiste que la gente, al dirigirse a una persona que no entiende la lengua del lugar, habla con lentitud, marcando las sílabas, como si la completa ignorancia del idioma ajeno se disolviera sólo porque la voz va más despacio o el tono es más alto. Pero nada es tan eficaz como el lenguaje de los gestos. Así has ido comunicándote con el hombre sin techo, porque la mujer no te quiere: aprieta los labios sumidos cuando te ve llegar y se tapa la cara con su frazada de ruinas. Son refugiados de la guerra de Kosovo y usan una intrincada variante dialectal del serbio. Ni siquiera son parientes: los une el infortunio de haber huido del mismo pueblo montañés, cerca de una ciudad llamada Pranjani, o eso creés entender. Han pagado una fortuna para llegar a Buenos Aires, sobornando controles migratorios en Ciudad del Este y Posadas, sólo para descubrir que en la capital están condenados a un destino de mendigos. El hombre recoge a veces latas y botellas en rincones por los que aún no han pasado otros como él. Al invadir zonas ya tomadas se arriesga a que lo maten a palos y lo tiren en una zanja. ¿Pero qué otra cosa podría hacer? No hay trabajo para nadie, la gente ha perdido la cabeza, la única idea fija es comer. Somos vientres, sólo vientres, dicen los ademanes del hombre.
A veces les llevás latas de carne y de sopa. La sin techo sabe decir gracias, porque la has oído pronunciar torpemente esa palabra cuando alguien le arroja una moneda, pero a vos re mira con encono y, cuando re detenés a conversar, se dirige a su compañero repitiéndole Bassmo zedni. Por lo que has ido adivinando, la frase significa ido que tenemos es sed„ o algo por el estilo. Que te rechace podría estorbar la relación que has ido tejiendo con el hombre: tratás de ser cortés con ella, de vencer su desconfianza, de pasar por alto sus groserías. No es fácil, porque verla re resulta cada vez más repugnante. Cuando se incorpora del jergón tiene una melena erizada, con nudos de medusa. La hediondez que despide es insoportable. Al menos no se molesta cuando te alejás caminando una o dos cuadras con su compañero, aunque los sigue todo el tiempo con la mirada y fingiría un ataque si los perdiera. No te podés explicar en qué consiste la dependencia que se ha creado entre esos dos. No puede ser física, porque el hombre es todavía fuerte y, si no fuera por los dientes, hasta sería atractivo, en tanto que ella ya se ha deformado por completo, con sus costras y sus enfermedades de pesadilla.
Más de una vez les has ofrecido pagarles un cuarto de pensión, pero se han negado. Conservan cierta altivez, corno si la miseria fuera una elección y no una derrota. Ahora no te queda otro remedio que hablarles claro y decirles lo que necesites. La mujer de enfrente se va dentro de tres días a Río de Janeiro y tenés que evitarlo de cualquier manera.
Después de la conversación con Brenda salís en busca de los sin techo: el tiempo te muerde los talones. Son las diez de la noche y hace ya semanas que las rutinas han cambiado en el departamento de enfrente, quizá porque la mujer está enamorada y prefiere no distraerse de sí misma. Llega temprano de la oficina, rara vez acepta invitaciones a cenar, y desde el alba pasa muchas horas escribiendo. Los domingos, sin embargo, sus hábitos son los de siempre: monta a caballo y regresa cuando oscurece. Oye música, se desnuda ante el espejo. Está más interesada que antes en el cuidado de su cuerpo: la ves estirarse en una barra cuando se levanta, hacer flexiones, untarse cremas en las piernas y en el pecho antes de ir a la cama.
Momir -has aprendido que así se llama el hombre- ya está roncando en el nido de escombros cuando vas en su busca. La compañera, en cambio, sigue sentada, fumando. Le pedís permiso para hablar con él. De nada te serviría despertarlo, porque ella no lo dejaría moverse. Juntas las palmas de las manos e intentas un ademán de súplica. Importante, importante, le repetís en castellano, sin saber cuál de esas sílabas la conmueve. Cekaéu ga, insistís. Creés que eso significa algo parecido a “voy a estar esperándolo”. Luego dejas caer una palabra que la sin techo, por fin, entiende: Pranjani.