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Esto no puede ser sino hechura de Enzo Maestro, pensó Camargo. Era el mismo lenguaje santurrón de las crónicas que escribía para El Diario. En vez de replicar a la denuncia sobre el depósito bancario en San Pablo, prefería atacar por la retaguardia. ¿Quién iba a poner ahora en ridículo una visión celestial avalada por el capellán de Olivos? Si Cristo en persona se le había aparecido al presidente era porque se aproximaba el fin del mundo o porque reconocía su inocencia. La estrategia de Maestro inmovilizó a Camargo.

A eso de las ocho de la mañana, las radios anunciaron que el presidente se retiraba a meditar a un convento en medio de la pampa. Llevaba consigo el crucifijo milagroso y dejaba las terrenales contrariedades del gobierno en manos de su hermano menor, que era el mandamás del Senado. Los noticieros de televisión querían transmitir imágenes del limonero sagrado, pero la custodia de Olivos no permitió entrar a nadie. Hasta los periodistas más recelosos decían que, después de una experiencia sobrenatural, lo único sensato era lo que el presidente estaba hacienda: rezar y retirarse en soledad.

A eso de las nueve de la mañana, la noticia ya había sido repetida tantas veces que todas las otras luces de la realidad se fueron apagando. Cayeron en el olvido los altares donde se lloraba a Lady Di y a la Madre Teresa de Calcuta, las cartas del Unabomber contra la sociedad de consumo, el juicio de los lamer rojos al agonizante Pot Pot, la caldera racial de Kosovo, y también el depósito de Juan Manuel Facundo en el banco de Singapur. El presidente penitente ocupó las pantallas. La televisión lo siguió hasta la entrada de la capilla benedictina donde el abad y diez monjes estaban aguardándolo. Las imágenes de la llanura aparecían teñidas por una luz pálida, tenue, anterior a todas las luces del mundo. El abad se adelantó a recibirlo con los brazos abiertos, pero el presidente esquivó el saludo fraternal y cayó de rodillas, besándole las manos. Luego, las puertas de la capilla se cerraron, y las cámaras se alzaron hacia la cruz del campanario y hacia el cielo sin nubes. La escena era repetida una y otra vez por los canales adictos al gobierno.

Antes de las diez de la mañana, Camargo ya había diseñado un plan de contraataque en el que reconocía con inquietud un sinfín de eslabones débiles. Sabía lo que no debía hacer pero no lograba ver claro lo que sí debía hacer. Era inoportuno ahora, por ejemplo, publicar las fotos de la bacanal de Juan Manuel Facundo en San Pablo porque dejarían una impresión de frívola venganza en el ánimo de los lectores, contagiado por la fiebre mística. Y aunque El Diario había localizado a tres obispos que desconfiaban de la aparición de Cristo y amonestaban al capellán de Olivos por su apresuramiento en admitir un milagro, no podía dar importancia a esa noticia: la gente estaba ahora inflamada de certezas sobrenaturales y no de dudas. Insistir con el depósito de los siete millones en el banco de Singapur era también inútil: antes de comenzar, el escándalo se había convertido en humo.

Apenas llegó al diario convocó a los editores a un conciliábulo de emergencia. El de Política había ordenado ya los desplazamientos de rutina, enviando un fotógrafo y dos redactores al monasterio benedictino, que se llamaba Santa Maria de Los Toldos. A los religiosos no se les podría sacar una palabra, porque a los votos de castidad, pobreza y obediencia habían sumado el de silencio. Sólo quedaba acechar la visita de algún amigo del presidente. El editor de Información General había investigado ya la historia del convento y las rutinas de los monjes. Exhibió fotos del refectorio, del patio interior, de las celdas y de una virgen negra coronada, que era el objeto central de veneración. Si damos a conocer todo eso le estamos haciendo el juego a la farsa del presidente, dijo Camargo. Lo adornamos con todas las cualidades que no tiene: devoto, asceta, humilde, inocente. Pero tampoco se puede escamotear la información. Ayer llevábamos la iniciativa y ahora estamos tratando de defendernos.

Echó la silla hacia atrás y puso los pies en el escritorio. La voz se le volvió más pausada. En los momentos de meditación se le aflojaba la mandíbula y se demoraba en cada palabra. Quiero una cabeza fresca, dijo, alentado por un inesperado pálpito. Llamen a Reina Remis. Esa chica escribe derecho toda la teología que está torcida.

El aspecto matinal de Reina era tan insignificante que daba pena. Llevaba unas gafas redondas enmarcadas en negro que acentuaban la pequeñez de su boca, un pantalón flojo, de pana, y una blusa comprada en alguna mesa de saldos. A veces era seductora y otras veces tendía a desaparecer, a pasar sobre su cuerpo una goma de borrar. Era preciso fijar la vista para saber que estaba allí. Tomó asiento a un costado del escritorio de Camargo, con la cabeza baja y las manos en las rodillas. La sensación de eclipse se esfumó, sin embargo, apenas empezó a hablar.

– ¿Qué te ha parecido la visión mística? -dijo Camargo-. Estamos discutiendo qué vueltas darle al tema.

– No pudo haber tal visión -contestó ella con soltura-. Se cae de maduro. Si el presidente hubiera dicho que vio a la virgen María o a cualquier santo o a un arcángel, la aparición sería dudosa pero verosímil. Con Jesucristo se pasó de ambicioso, o de ignorante. Cristo sólo puede reaparecer en estado de gloria, y eso si se avecina el fin del mundo. Si no es así, se trata de un impostor, del demonio, o del hermano gemelo del mesías. ¿Alguien tiene una Biblia por acá, un Nuevo Testamento?

Escéptico, Camargo bajó los pies del escritorio y tomó de la biblioteca, a sus espaldas, un ejemplar de la Biblia de Jerusalén. Reina levantó la cabeza y d tiempo dejó de moverse. Mojó con la punta de la lengua el carbón de un lápiz y marcó tres versículos de la Epístola a los Tesalonicenses más un capítulo entero del Evangelio de Mateo.

– Fíjense en Mateo -dijo-. La segunda venida de Cristo, que en griego se llama Pamsía, debe estar precedida por guerras, hambres y terremotos. Hasta ahí el vidente podría tener razón, porque nos ha caído poco o mucho de todo eso. Pero también Mateo advierte, citando a Jesús, que habrá falsos profetas y falsos cristos creando la ilusión de la segunda venida. Sobre ese punto Mateo es muy escrupuloso. Lean con atención el capítulo 24. No hay que creer, dice, a los que anuncian que Cristo ha vuelto a predicar en los desiertos o está yendo y viniendo por las casas. Porque cuando de veras llegue, se abrirá el cielo, se llenará de luz y lo veremos todos. La epístola de san Pablo es todavía más elocuente. Sabremos que Cristo ha vuelto, dice, porque un arcángel hará sonar la trompeta de Dios, y el Señor descenderá en compañía de todos los justos resucitados. No es eso lo que ha pasado en Olivos, ¿no? Lo que el presidente vio en el limonero, si es que vio algo, fue un espejismo. O está mintiendo. O se le apareció el demonio. Cualquier aprendiz de teología puede explicar eso mejor que yo. Me extraña que no hayan protestado más obispos. O que Juan Pablo II no se haya quejado desde Roma.

– No creo que lo hagan hoy ni mañana -dijo el editor de Internacionales-. Es el jefe de un Estado católico el que se ha metido en este baile. No es joda. Van a tratarlo como una cuestión diplomática. Querrán entender primero por qué está pasando lo que pasa.

– No tenemos tanto tiempo -dijo Camargo-. Cuando el Papa hable, si habla, ya el presidente se habrá embolsado dos o tres millones de votos candorosos. Va a ganar la elección que viene. Vamos a seguir nadando en la corrupción.

– Puedo ir yo y forzar un diálogo con el abad de Los Toldos, si les parece -propuso Reina-. Como soy mujer, va a contestar a mis preguntas sin pensar en lo que dice.

– El abad no recibe a nadie -intervino el editor de Política-. Tiene ya setenta pedidos de entrevistas.

– Lo puedo sorprender mañana en la misa del amanecer -dijo Reina.

– Aunque te atienda, será demasiado tarde -porfió Camargo-. Necesito algo para hoy.

– La única oportunidad entonces son los rezos de Vísperas: los salmos, la lectura de una epístola, el canto del Magnificat y del Salve Regina. ¿A qué hora es eso, según el horario?

– Siete de la tarde -informó el editor de Política.

– Tiempo de sobra -dijo Reina-. Si salgo en una hora, puedo estar ahí a las cuatro.

– Primero tenés que convencerme de que nadie es mejor que vos para la misión -dijo Camargo-. Después, habría que ver cómo haces para entrar. Han cerrado los accesos con tropas del ejército.

– Hay algún plano del monasterio, una foto ampliada de la capilla? -preguntó Reina.

– Un plano -dijo el editor de Política. Lo extendió sobre el escritorio. A los dos lados del altar mayor se alzaban los escaños de los monjes. Enfrente se desplegaban cuatro reclinatorios y, detrás, los bancos de los feligreses. Había otros tres altares menores o camarines cerca del atrio, todos identificados con un número.

– Hay alguna referencia sobre los reclinatorios? -dijo Reina.

– «Reservados para la dama protectora y sus familiares»: es todo lo que explica.

– ¿Ven? -siguió Reina-. Hay que averiguar quién es la dama protectora y entrar con ella al oficio de Vísperas. Por mucha custodia que haya, el abad no le va a cerrar la puerta.

– No parece mala idea, si acaso la dama protectora está viva y cerca del convento -dijo Camargo-. Te vamos a facilitar la logística. Lo demás queda librado a tu imaginación.

– A la improvisación, más bien. Soy ordenada. Torpe para improvisar.

Camargo encendió los televisores y ordenó a los editores que se fueran.

– Vos quedate -le dijo a Reina-. A improvisar se aprende. Te voy a dar lecciones. Vamos a entrar juntos en esta historia.

Ordenó a los redactores de la mesa de noticias que identificaran a la dama protectora y consiguieran su número de teléfono. Era improbable

que siguiera viva. Las tierras del convento habían sido donadas a la Orden de San Benito en 1948, casi medio siglo atrás. Reina se puso de espaldas, concentrada en las pantallas. Tenía un cuello largo y elegante, el pelo oscuro y recién lavado le caía sobre uno de los hombros y la suave línea de vello que le quedaba al descubierto parecía la sombra de otras mujeres que hubieran sido ella en el pasado.

Las cámaras del canal oficial observaban desde un helicóptero el desierto de Los Toldos, los caseríos de los indígenas y, a veces, las idas y vueltas de los fotógrafos bajo el sol despiadado. El locutor hablaba en voz baja y el tenue fondo musical era la suite número 3 de Bach.»El presidente se ha recluido en el pueblo más simbólico de la pampa argentina,, decía el locutor. «En la celda que le han asignado hay sólo un catre austero, una mesa de noche, un crucifijo y una jofaina para lavarse. A las diez de la mañana, después de rezar el rosario, le suplicó al abad que le permitiera amasar el pan junto con los monjes. Se admitió a unos pocos fotógrafos para que registraran la escena. Vean ustedes el documento que ya es histórico. El jefe del Estado argentino, con la camisa arremangada, hunde sus manos en la humilde parva de harina y agua salada. Luego ayudará a cocinar las hogazas y a repartirlas entre los habitantes más pobres de esta dulce tierra.»