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«Un artillero que haya empezado en la Academia. Un artillero corso.» «Eso complica las cosas. Por lo pronto, la cuestión del acento. Tiene que hablar el francés con alguna deficiencia, por lo cual la gente se le ríe.» «Pero no en las narices, ¿eh? -retrucó la condesa-; los defectos menores de un hombre grande son para que los cuchicheen los currinches.» Agnesse había permanecido en silencio, interesada, divertida. De pronto, habló: «¿Y no sería cosa de que habiendo aquí varias mujeres, acordáramos entre nosotras cuál ha de ser el comportamiento amoroso de Napoleón, de quien casi ya me siento enamorada?». Lo mismo Metternich que Chateaubriand la contemplaron, y ella, como al desgaire, se alisó los cabellos. «Sí, es un aspecto imprescindible», dijo el austríaco, sin gran convicción; y el francés añadió: «Que nos corresponde inventar por entero a los varones». Pero Flaviarosa protestó: «¡No, no, no, de ninguna manera! Al general Della Porta lo inventaron los hombres, olvidaron ese detalle, y ahora el pueblo se venga atribuyéndole la violación y la muerte de todas las muchachas que desaparecen o que se suicidan. Me adhiero a la propuesta de que las damas presentes nos reunamos aparte, lleguemos a un acuerdo, y que ustedes lo acepten de antemano». «¡Con tal de que no se contradiga con el aspecto…! Porque si va a parecerse al general de aquí, así de bajo y tripudo, no será cosa de que al lado de la historia de sus conquistas militares, corra otra, paralela, de conquistas femeninas.» «Podría ser de derrotas. ¡ Un caso realmente patético! Victorioso y vencido. No está mal», sugirió Metternich. «Eso será cosa nuestra», insistió Flaviarosa mientras se levantaba. La siguieron la condesa de Lieven, Marie y Agnesse, pues lady Hamilton, que no se había enterado de nada, prefirió permanecer al lado de Nicolás, a quien ya comenzara a pellizcar los muslos.

3. – La ausencia relativa de las damas permitió al cónsul anfitrión introducir, en la velada, música. Se había oscurecido la noche, y a lo ancho del jardín resplandecían antorchas; en las mesas, las bujías, y en las puertas y corredores, las lámparas de aceite. Tampoco faltaba al cielo su acostumbrada luminaria cíclica, si bien mostrándose en su mínimo tamaño. Los que entraron en el jardín, silenciosos y un poco clericales, se acomodaron en la parte remota, sombras ya más que formas, y empezaron a cantar los oficios de Viernes Santo, según la liturgia anglicana, que en la capilla de Cristo de la Universidad de Cambridge cantan los profesores y demás escolares ese día de la Semana Santa: fue una sorpresa solemne que obligó a enmudecer a Chateaubriand, siempre locuaz, pero sensible a las sorpresas, y a reír al conde Metternich ante el contraste de aquellas melodías tan sublimes y el predominio en la decoración ambiente de los motivos clásicos y lúbricos; pero el cónsul de Inglaterra aprovechaba de esa manera las licencias a que autoriza la distancia. Lady Hamilton no se sintió conmovida, ni siquiera aludida: seguramente no había escuchado jamás aquellas músicas, y lord Nelson se limitó a sonreír y a comentar que había refrescado.

Las damas del rincón remoto tampoco parecieron afectadas, al menos de momento, por aquel añadido musical a los varios milagros de la noche, y hasta sería cosa de pensar que no se habían dado cuenta, y de entender que lo habían recibido como costumbre algo chocante de los países septentrionales, acaso equivalente a las bandurrias y mandolinas sentimentales que habían estado sonando una hora antes en el barrio de los griegos, durante el atardecer después del cañonazo: de modo que Jeremías no influyó para nada en sus ánimos. No había mesa, aunque sí luz, en el rincón: se pusieron en cuclillas y en redondo, como si fueran a mear juntas, y por algo de la irregularidad geométrica de la figura compuesta (mal compuesta), recayó en la condesa la voz cantante. Dijo con énfasis de gesto y de palabra que les correspondía inesperadamente intervenir en el futuro del mundo de un modo que todavía no se le había ocurrido a nadie, y que ella se sentía feliz de la ocasión, más o menos al modo de la madre que está en trance de parto, sentimiento que le gustaría comunicarles por ser, a su juicio, el más adecuado; de suerte que si asumía la dirección de aquel cotarro era con la seguridad de que de allí saldrían importantes decisiones que acabarían por enorgullecerlas, como los hijos guapos a sus madres, y para no perder el tiempo y empezar de una vez, concedía la palabra a la más joven: tras de lo cual las otras tres se pusieron a hablar al mismo tiempo -bla, bla, bla, bla, bla, bla-, con regular algarabía, y conmoción, seguida de vuelo, de algunas aves próximas. La condesa se vio en la necesidad de interrumpirlas y, tras afirmar que no se le había ocurrido imaginarlas a todas nacidas aproximadamente el mismo día, y que no habiendo tiempo de averiguar la hora exacta, lo cual hubiera podido dilucidar la cuestión, y ya que no convenía dejar demasiado tiempo a los caballeros solos, preguntó si alguna era soltera, y resultó que no. La condesa se llevó entonces las manos a la cabeza en ademán de asombro acreditado por los más ilustres moralistas de salón: «¡Ay, Dios mío! Pero, ¿qué pasa con los maridos en nuestro tiempo? Porque supongo que ninguna de ustedes estará casada con su cortejo de esta noche». Le respondieron que no. «Pues no sé qué orden imponer al debate, ni por quién empezar. Diría que la más inocente, pero me temo que lo sean todas en la misma medida, casi como si acabaran de nacer.» Y, después de suspirar, concluyó: «Habrá que echar a suertes». Así lo hicieron, y le correspondió a Agnesse poner los fundamentos de una biografía sentimental presumiblemente destinada a romper la cabeza a los investigadores futuros (no la de Claire, se da por sabido): la cual Agnesse comenzó diciendo que, según su modo de ver, convendría dilucidar primero si atribuirían al imaginable emperador de los franceses las mejores cualidades que cada una de ellas hubiera hallado en los hombres, o las que hubiera deseado hallar, algo así como el arquetipo viril de cada una, o si aspiraban más bien a lo contrario. Tomó entonces Flaviarosa la palabra: «Me parece enormemente atinada la observación de nuestra querida Agnesse, y, por lo que a mí se refiere, ésta será mi respuesta: toda vez que nuestros caballeros harán de ese Napoleón un héroe de los que abruman a la historia a causa sobre todo de la enorme cantidad de gente que muere por su gloria, acaso convenga compensar tanta grandeza visible con algunas pequeñeces recoletas, pues, de lo contrario, si encima de vencedor en las batallas hacemos de Napoleón un victorioso en el lecho, no va a haber quien lo resista y, sobre todo, no va a haber quien lo crea. Lo realmente humano es el desequilibrio, ¿no os parece?». Marie respondió que aquel punto de vista de Flaviarosa coincidente con lo que antes había dicho alguien, ponía de manifiesto la calidad de su experiencia de la vida, sin excluir la de los hombres, y quizá también de la cama, ésta entendida naturalmente en un sentido impersonal tirando a abstracto, y desde luego filosófico, como saltaba a la vista, y que ella, aunque no hubiera alcanzado aún tal perfección en el saber, había por su cuenta averiguado lo suyo y estaba en principio conforme, y que por lo que a ella tocaba, pedía que se atribuyese a Napoleón cierta dosis de vanidad de pavo real, mezclada con una auténtica aptitud para la farsa o, de otra manera entendido, para la representación en general, la tragedia, la comedia, la política y el amor incluidos, pero también de su propia persona en particular, y dado que su amante, el admirable vizconde, además de buen actor, solía constituirse en el centro del mundo y, lo que es más admirable todavía, en lo más importante de las alcobas en que solía dormir y amar, pedía que Napoleón, centro verdadero del mundo, según todos los presagios, ocupase en el proceso del amor, fuese nocturno o diurno, inesperado o previsto, un papel visiblemente secundario y, en cierto modo, complementario. «Estoy de acuerdo -le respondió la condesa-; pero, para que semejante sumisión a la partenaire quede justificada, convendría añadir otros detalles. No me avergüenza confesarles que la dotación viril de mi marido, el conde Cristóbal Andreiwitch de Lieven, es más bien escasa y digamos breve, y aunque a él le sirva como si fuera de formidable aspecto, de contextura pétrea, de inagotable respuesta líquida, a mí me causó siempre la impresión de que el rabo de un lagarto me andaba cosquilleando. Propongo que la dotación de nuestro héroe no pase, en su tamaño máximo, de juguetito.» Hubo risas como rotura de cristales. «Estamos sacando un retrato -observó Flaviarosa- tan verdaderamente seductor que a ninguna de nosotras se le ocurrirá jamás alardear de una aventura con ese caballero, salvo el caso de que alguna circunstancia inesperada lo aconseje o lo exija.» «Por lo que a mí respecta, lo encontraría un poco incestuoso -le respondió Marie-; al fin y al cabo me siento en cierto modo su madre, o al menos en cierta medida mínima; pero no niego que ese pecado tenga algunos atractivos, al menos desde el punto de vista de las antiguas castas reales. Yo, por ejemplo -y bajó modestamente los ojos-, jamás encontré un amante de mi rango, ni siquiera un marido, porque no tengo hermanos, y la sangre de mis primos más próximos está ya como el vino aguado.» Sobrevino un silencio embarazoso, como si todas hubieran sido acusadas de incesto. De seguir muchos minutos más, habrían tenido que suicidarse, pero la condesa sacudió la testa como alejando los molestos mosquitos, y la cuestión quedó zanjada. «¿Quién habla ahora?», preguntó. «Yo le atribuiría prácticas poco usuales -dijo Flaviarosa-. Por lo pronto, la paciencia indispensable para soportar los cuernos, aunque también el deseo de ponerlos. ¡Oh, esto por supuesto! Tal y como marcha el mundo, poner los cuernos a un marido es, como si dijéramos, la verdadera iniciación jurídica en la virilidad, la ordalía del agua y el fuego. Quizá sea por eso por lo que las casadas damos tantas facilidades, al menos ése es mi caso. Es casi seguro, pues, que, a estas alturas, el general Bonaparte (aún no pasa de general, que sepamos), cuente en su haber con dos o tres aventuras, aunque quizá también decepcionadas. Conviene que lo casemos pronto para que se le pueda hacer justicia. Después de esto, y habida cuenta de esa escasez instrumental con que le ha agraciado la condesa, no será inverosímil que el hombre se las componga con bastante habilidad en el uso de instrumentos supletorios. Y hasta ahí mi regalo.» «Pues yo -dijo la condesa con algún entusiasmo-, si alguien lo considera necesario, me siento capaz de inventar una correspondencia dirigida a cualquiera de sus esposas, en el caso de que llegue a tener más de una, con los detalles indispensables. Les aseguro que escribo el francés bastante bien, y con algunos italianismos añadidos, daré a las cartas la apetecida verosimilitud.» «Pues yo -intervino Marie, soñadora-, reconozco que hace un momento me pareció que los labios del general Bonaparte me paseaban los alrededores del ombligo, pero fue seguramente una alucinación. Lo digo por si le puede servir para alguna de las cartas, al menos como punto de partida.» Se oyó en el silencio siguiente, un suspiro de Agnesse, y la condesa le cogió la mano, como si fuera a ayudarla. «¿Le pasa algo, querida?» «No. No me sucede nada. Me limito a suspirar a causa de ese pobre Napoleón. ¡Qué especie de desgraciado estamos inventando! Hablan de amantes, hablan de esposas, hablan de cuernos, hablan de expediciones por el ombligo; pero ¿es que va a pasar por el mundo sin una pizca de amor?» «El amor es un sentimiento ínfimo para los hombres de su talla. ¡Nada menos que un emperador advenedizo! Más meritorio aún que si lo fuera hereditario.» «Pase, entonces, que no ame, ¡ pero déjenle, al menos, ser amado alguna vez! Sea el hombre que sea, sea como sea, siempre habrá una mujer que lo tenga en su corazón, al menos una. Reclamo para él ese amor, lo pongo como condición. Una mujer que le ame de veras.» Dorotea de Lieven se dejó arrebatar por una secuencia de recuerdos con los que no contaba. «¡ Existen casos! -dijo-. ¡Conocí a una condesa polaca…! Una mujer muy bella, y se había enamorado de un tipo así como este que nos va saliendo. De verdad, ¿saben?, aunque parezca increíble.» «Pues pongámosle a Napoleón, de amante y enamorada, a esa condesa polaca, pero en su decadencia ya, que será cuando más la necesite.» «Es usted muy piadosa», le dijo Flaviarosa a Agnesse, y se rieron las dos. «¿Por qué en la decadencia? -preguntó, entonces, Marie-; ¿no va a ser un héroe eternamente glorioso?» «Si lo inventásemos nosotras, quizá le conserváramos la gloria más allá de la muerte; pero los hombres siempre prefieren una historia más clásica, quiero decir, que descienda rápidamente. Un caso así, un meteoro, los deja más tranquilos.» «No sé por qué -meditó Flaviarosa- los hombres siempre están necesitados de vengarse.» «¿Y no será por nuestra culpa?», preguntó Agnesse. «No lo creo. Esas venganzas suelen obedecer a causas estrictamente profesionales. Los varones no están contentos jamás de los lugares que ocupan, salvo los reyes: me refiero a los puestos en sociedad o en el Estado, en tanto que nosotras donde nos hallamos bien o nos hallamos mal, pero nunca más arriba o más abajo, es en la cama, nuestro trono.» «Verdaderamente es usted una sentimental.» Agnesse sintió un poco de vergüenza al decirlo, pero la otra la tranquilizó: «No lo crea. Sólo una profesional de la política».