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Pero se acabó la digresión, y conviene regresar al punto de partida: que fue nuestra extrañeza de encontrar abrazados y regalándose el pico al bello Nicolás y a Agnesse Contarini, ¡acaso sólo unas horas después de la última fineza recibida de Ascanio! Encuentro casual, azar melodramático que me obligó a volver atrás urgentemente, a calar en los textos con más profundidad que de sólito. Tú no sabes, Ariadna, no lo puedes imaginar, la molestia que causa a un perito en relatos ajenos esto de que un azar se interponga en un plan bien llevado y dé al traste con él. Mira, ya ves, si yo no hubiera habido parte en lo de Agnesse, si me llegase ordenado por otro, allá él, pensaría; pero a éste yo le tengo cariño, es cosa mía, y, si es posible, suprimiré cualquier borrón. ¡Imagínate éste, que, de pronto y sin los debidos precedentes, dos que no se conocían aparezcan como enamorados habituales! Porque lo eran ya sin duda cuando los descubrí: los movimientos de cada uno revelaban conocimiento del cuerpo del compañero y de sus particularidades. De esta evidencia colegí que existía ya un pasado, que me hallaba ante un mero episodio, y que con ir cobrando el hilo… No me detuve en la noche en que el bello Nicolás, invocando sus derechos de sanguinidad y afecto, se presentó en casa de su tía la viuda y se convidó a cenar, y en que le dijo a Marietta: «¡Ya sé que tienes una huéspeda preciosa! ¿Por qué no me la presentas?». Ahí hubiera podido detenerme, pero, no sé por qué, se me ocurrió proseguir la investigación inversa (me son muy favorables, a causa acaso de mis muchas lecturas policíacas) y me encontré de pronto a las puertas de la Señoría, con el bello Nicolás susurrando al oído de un guardia: «Vengo llamado por la señora». Apenas tuvo que esperar. Le pasaron a una antesala que no lo parecía, sino más bien gabinete para iniciar los escarceos de amor. La otra puerta estaba tapizada de seda verde manzana muy clarito, con agremanes de oro y monerías pintadas, y por ella apareció en seguida Flaviarosa, un poco sofocada y un poco alicaída. Entró quejándose del trabajo, de lo mucho que le daban que hacer las noticias del continente, Francia revienta de las fronteras, Francia pone el pie de sus soldados aquí y allá, Francia ha llegado ya a la punta de la bota «y yo no sé lo que va a suceder, hasta que llegue el almirante no se podrá averiguar lo que piensa Inglaterra, fíjate tú, sin nadie que nos defienda si a los franceses se les ocurre enviarnos un par de barcos…». Se había sentado al lado del bello Nicolás, le había dado un beso largo. Luego se distanció. «¿Sabes que estás muy guapo?» «¡Tú sí que estás hermosa!» «¡Como en los mejores tiempos, Nicolás; sigues siendo atractivo! ¡Y yo que me temía que hubieras perdido el brillo en esas juergas con el cónsul de Inglaterra…! ¡Lo que vienen a contarme…! Dicen que hasta lleváis muchachos.» Nicolás brincó, puso el rostro compungido, respondió rápido: «¡No! ¡Eso, no! ¡Puedo jurarte…!». Pero ella le interrumpió con otro beso. «¡Me alegro, me alegro, no sabes lo que me alegro! Sería una vergüenza para mí, ¿no crees? Al fin y al cabo, yo soy tu pasado, y de lo que llegues a hacer siempre me alcanzarán salpicaduras.» Nicolás se arrodilló inesperadamente y hundió la testa rizada en el regazo de Flaviarosa. «¡Estás demasiado alta, pero yo aún no he caído tan bajo! Puedes seguir tranquila, y mirar hacia el pasado sin temor.» Flaviarosa le acarició el cabello con ambas manos, y le alzó después la cabeza. «Qué hermoso fue, ¿verdad? ¡Qué hermoso, sobre todo en el recuerdo! ¿Verdad que es una lástima que haya concluido?» Nicolás se irguió lentamente, sin dejar de mirarla. «¿Acaso me has llamado…?» Pero ella se apresuró. «¡No, no, no, no lo temas! Pienso que podemos contemplar el recuerdo sin temor a la reincidencia. Nos conocemos muy bien, Nico querido, y ninguno de nuestros cuerpos guarda sorpresas para el otro, aunque hay que reconocer que, sin sorpresa y todo…» Miró a Nicolás largamente; luego apartó de un manotazo imaginaciones impertinentes. «Siéntate. Te llamé para un negocio de Estado.» «¡Temí que hallases malos los últimos hexámetros! Aunque haya de confesarte que tampoco a mí me satisfacen.» «Cuando a uno le persisten en la piel, palpitantes siempre, caricias de turcas, de circasianas, de españolas e incluso de francesas, que todo eso pasa por el harén de tu compinche Algernon, poco espacio le queda para la poesía. Quedas, pues, prevenido, de que ese negocio de que acabo de hablarte exige que prescindas de las visitas a la Quinta del Inglés, como no sea en ciertas condiciones.» Nicolás asintió con una sonrisa. «Ya me dirás cuáles.» Flaviarosa dejó pasar en silencio algunos instantes más de los indispensables. De pronto: «¿Has oído hablar de esa muchacha veneciana que le traje a mi marido para enseñarle inglés?». «Sí, claro. No le di importancia. Es cosa del Estado y de Ascanio.» «Muy mal hecho. Por lo pronto, Agnesse Contarini, que pertenece a la aristocracia de Venecia, es algo más joven que yo y algo más bella, lo cual me obliga a tenerla en consideración. Debo advertirte de que ya lo sabía cuando me decidí a traerla, porque nunca me estorban las mujeres bonitas, ni aun ésta, que ocupa cerca de mi marido un lugar peligroso. Le da clase de inglés y le sirve de traductora. Antes lo hacía yo, pero, recuérdalo, Ascanio me tenía harta.» «¿Temes que se entienda con tu marido?» «¡Oh, no! Eso me traería sin cuidado, de limitarse, como sería lo natural, a un amor más o menos dramático. El drama, con mi marido, está garantizado: hay dos cosas, no lo olvides, a las que teme: una, a los franceses, porque traen la libertad; otra, al adulterio, porque conduce al Infierno. De modo que no se trata ahora de eso.» Hizo una pausa, contempló interesadamente algún rincón remoto de los pintados techos. «Y tampoco de asegurarla, de ponerle un espía. Hemos tenido una entrevista, Agnesse y yo, que yo misma busqué, y no me parece mujer de las capaces de traición, salvo en amor, al menos de momento. Tiene miedo y se siente desamparada. Lo ha pasado mal y le gustaría vivir tranquila. Creyó que todo eso lo encontraría aquí, pero se dio de bruces con el bruto de Ascanio, que le informó de buenas a primeras de que en La Gorgona el adulterio se castiga con la muerte. "Señora -tuve que decirle-, llevo años poniéndole los cuernos a mi marido, y aquí me tiene, entera…" "Sí, pero usted es quien es." "Señora, si usted es discreta, podrá acostarse con quien le dé la gana…" Suspiró desesperadamente. Ella es casada, ¿sabes? Su marido la abandonó por irse con los franceses.»

Aconteció de pronto un cambio de esos en que a todo lo visible se le muda el color, como cuando una nube oculta el sol en una mañana clara: Flaviarosa se agarró al brazo más cercano de Nico, y le preguntó con el tono usual de las más graves confidencias: «Dime tú, que eres amigo del cónsul de Inglaterra, ¿sabes si es masón?». Nicolás se estremeció. La geografía de su frente acusó temor. «Seguramente sí. No lo sé. Todos los ingleses son masones.» Flaviarosa aflojó la mano que oprimía. «Necesito distraer a Ascanio de la política exterior con algo apasionante, porque empieza a meterse donde nadie le llama. La fundación de una logia en el más negro secreto del que pueda tener indicios, pero no informes, algo que pueda volverle loco. Hay más de veinte caballeros que se harían masones con entusiasmo, aunque sólo sea porque el ministro lo considera el mayor delito del mundo, peor aún que el adulterio. El cónsul de Inglaterra podría facilitarlo…» «¿Y pretendes que yo…?» No parecía tranquilo, Nicolás: Flaviarosa le pasó una mano por la mejilla. «No lo sé, de momento. Es una idea repentina. No te llamé para esto.» «¡Ah! Como dijiste que era cosa de Estado…» «Sí, cosa de Estado, igualmente secreta. Pero no sé qué me da decírtelo: en el fondo es como proponerte una traición.» «¿Al Estado?» «¡Oh, no, de ninguna manera! Eso no me causaría emoción alguna. Se trata de traición… a mí.» Nicolás se arrodilló de nuevo, aunque con más prosopopeya. «Flaviarosa, tú sabes que mi cuerpo busca de vez en cuando en otros el placer, pero que te sigue fiel mi corazón.» Ella le indicó que se levantara. «No es tu corazón el que me preocupa, sino precisamente tu cuerpo. Has vuelto a gustarme, Nico. Me gustaría dormir contigo esta noche… aunque fuese la última.» Nicolás la abrazó y empezó a besuquearla. «¿Por qué la última? No hablemos más de eso. Me tienes, como siempre, a tus pies.» «Sí, amor mío, como siempre. Pero esta noche, o acaso esta madrugada (no sé si ya las cosas serán como hace años) cuando nos hayamos cansado, te pediré que seduzcas a Agnesse Contarini, que te hagas su amante. No te será difícil: vive en casa de tu tía, y encuentra que su lecho es demasiado ancho.»

8. – No te anunciaste con el bocinazo de costumbre, sino con varios: verdadera algarabía de rugidos, y yo comprendí el mensaje, corroborado con el beso y el abrazo que me diste al llegar, más afectuoso que de sólito, algo más amistoso: de modo que fue inútil la confidencia inmediata, en voz baja innecesaria, al menos desde mi punto de vista de único presente, aunque no desde el tuyo, corazón rebosante de alegría con marcada tendencia al susurro: «¡Me ha invitado a pasar juntos el Thanksgiving !», dijeron aquellas palabras vertidas en mi oído, sin soltar el abrazo todavía. Te respondí que bueno, y que enhorabuena, y que a ver si por fin se arreglaban las cosas. «Pues mañana tendré que llevarte a la Universidad, aunque no tengas clase, para que recojas tu coche. Como estaré fuera todo el fin de semana, no puedo dejarte aquí aislado, tanto tiempo.» Fue verdaderamente admirable comprobar el modo como, en aquel prolegómeno de dicha, te acordabas de mí y de algo tan trivial como dejarme aislado en el bosque, con el tiempo de lluvia y amenaza de nieve: siempre tuve tu corazón por generoso.

Pero aquella alegría de mis palabras, te lo confieso, no fue sincera; y no tanto porque anunciases el fin de mi esperanza, sino porque no podía olvidar lo que sé de tu futuro inmediato, ahora mismo no sé cómo denominarlo, premonición, adivinación, corazonada, eso de que te espera la decepción y con ella, no sé, el dolor, la temible conciencia del fracaso. O lo que me causó tanto miedo cuando veía tu coche deslizarse entre las sombras, cerca del río -rotos ya todos los puentes entre Alain Sidney y tú. Es lo que se me impone ahora, es lo que me obsesiona con fuerza desde que dejé de oírte, desde que cesó el airecillo silbado con que te acompañaste mientras caía el agua de la ducha sobre tu cuerpo moreno, mientras te acostabas. Sólo cuando quedó la casa en silencio, me atreví a escribir: y tuve el cuaderno abierto ante mí, indeciso; incapaz, sobre todo, de decirte lo que de verdad sentía. Repasé algo de lo anterior, completé la última historia (quizá abreviándola), y ahora, antes de apagar la luz, quiero dejar aquí constancia de lo que temo y de lo que espero. Me esfuerzo en recobrar la imagen de tu coche y de seguirla; me esfuerzo en comprobar que dejas de vacilar, que conduces derecha, que te alejas del río, que entras finalmente en la ruta del bosque y que, al ver la luz de mi cuarto encendida, me llamas. Esta vez, sólo un rugido de claxon, no muy enérgico.