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«La poesía -dijiste entonces- es un amontonamiento de nubes que se pintan de gris y de púrpura y que te impiden ver al sol caer en el horizonte. Lo que yo necesito es una explicación racional de por qué esos fantasmas han venido a espiarnos, me han mirado con esos ojos muertos, me han insultado.» Tuve que responderte: «Es muy posible que la explicación que requieres se pueda recabar de Claire: él entiende de todo». Tú, entonces, te volviste hacia la pared: «Vete ya, por favor; cuida de que las puertas y las ventanas queden cerradas».

Así se estropeó una noche que pudo ser hermosa, decisiva quizá para esta historia nuestra; o al menos así llegué a creerlo, a juzgar por los síntomas. No es imposible, sin embargo, que haya sufrido una alucinación, o tal vez ni aun eso, sino los simples, los habituales efectos de la luna. Estaba alunado y me hice ilusiones: eso fue todo. A pesar de lo cual, y ante la evidencia de esa visita de las Tres Parcas Volantes, no me queda otro remedio que admitir la realidad de algo, aunque sea en este caso, y paradójicamente, de lo irreal. Me abona tu testimonio, que también viste y sufriste la presencia inquisitiva y horripilante de esas Guardianas de la Castidad Universal. Pero me avergüenzo de mi incapacidad mental como única causa de que te hayas ido a dormir sin una explicación suficiente. ¿De dónde podría sacarla? ¿En qué teologías, en qué matemáticas, en qué parapsicologías hallarla? Sin embargo, de ti para mí y viceversa, únicos testigos y víctimas de la aparición, únicos afectados por esa interferencia de dos mundos, ¿por qué no resignarnos con su mera certidumbre, por qué empeñarnos en explicar lo inexplicable? No se corporeizan de ese modo las imágenes soñadas, menos aún las inventadas, y la palabra no basta para prestarles peso y figura. Si vinieron a la Isla, a la nuestra, es porque han existido y porque existen aún al modo como existe lo pasado: en eso no me engañó Cagliostro. No es imposible, sin embargo, que, personajes de una historia, irrumpan en otra que no es la suya. Acontecimientos de esa clase se dan a veces, más acaso de lo que fuera menester. Ciertas oscuridades, ciertos absurdos de la realidad no deben de tener otro origen. Sin ir más lejos, lo nuestro… Iba cada cual por su camino, con su destino a cuestas, bueno o malo, protagonistas de nuestras propias historias, sin otra cosa en común que la amistad de Claire. Y un día, sin pensarlo, entraste por mi puerta, que fue lo mismo que entrar en mi vida y asentarte en ella quién sabe si para siempre. Cierta parte al menos de nuestros destinos la vivimos en común, la estamos viviendo todavía. ¿Por qué? Yo no pertenecía a tu historia, no tenía en ella papel, menos aún éste sin esperanza de quien espera amor con la mirada.

Bueno. Dejémoslo correr. Ahora duermes, o quizá no duermas, quizá busquen tus ojos un punto en la oscuridad -quiero decir, una solución para tu vida. He deseado, he tenido la tentación de acercarme y llamar quedo, pero no me atreví. Sentado en tu sillón, pitillo tras pitillo en la mano, miré las llamas, dulcemente tiernas, apenas por encima de la brasa, y mirándolas, me dejé empujar por la curiosidad de contemplar a Agnesse, no dormida, según la habíamos dejado cuando Eufrosina osó curiosear en su alcoba, sino unas horas antes, cuando se quedó sola y pudo pensar en sí. Vi a la viuda Fulcanelli cómo la despedía, un besito en la frente y tuteándola ya; cómo ella cerraba la puerta y echaba el cerrojo… Entonces se volvió. Sin esperarlo, se halló delante de un espejo en el que pudo verse casi entera: un espejo grande, profundo , de ancho marco labrado en madera oscura. Miró, pero no se miraba, sino que intentaba ver más allá de su propia figura, en un fondo todavía turbio, pero sonoro: lo que le había llegado, lo que había llamado su atención contra su voluntad (porque estaba cansada, porque tenía sueño y hubiera de mejor gana dejado para otro día la curiosidad de los espejos), era precisamente un murmullo como de voces que no podía eludir, que crecían ya y la envolvían: sin poder, sin embargo, saber lo que decían porque hablaban dos lenguas en dos lenguas mezcladas y sin ningún orden: hasta que enmudeció la más extraña (una especie de susurro con música de violines, de una mujer contralto), y la otra, la inglesa, de un varón, comenzó a recitar unos versos de los que en un principio sólo le llegó la melodía, pero cuyas palabras fue comprendiendo a trozos: se quedó arrimada a la puerta, cerró los ojos: como una caricia del viento y hablaban de amor, y sus palabras, en oleadas, eran tan precisas, sus imágenes tan fuertes, que removían la sangre… Corrió al espejo, se agarró a los lados del marco, hundió en el fondo remoto la mirada: vio figuras confusas y mezcladas; a cualquiera de nosotros nos hubiera parecido un negativo cinematográfico varias veces impreso. Era algo así como cuerpos y acciones transparentes que permiten la vista de cuerpos y acciones semejantes: lo cual no era nuevo para Agnesse, le había sucedido muchas veces, sabía que tras unos días de acostumbrarse, los podría discernir, ordenar y entender (o acaso entender primero y ordenar después. En cualquier caso, siempre existía una relación, de ida o vuelta, entre el orden y el entendimiento). Pero la curiosidad de saber quiénes eran y por qué estaban allí no le pudo dar tregua, de modo que abrió la puerta y llamó a la viuda Fulcanelli: una, dos veces, hasta tres. La casa era grande; las voces la recorrieron y despertaron los ecos dormidos en todos los rincones, hasta que el nombre de Marietta quedó multiplicado; hasta que se escuchó, lejana, la respuesta. Acudía la viuda en ropa de dormir y con una palmatoria en la mano; le precedió un resplandor que ahuyentaba las sombras del largo pasillo: «¿Qué te sucede, criatura? ¿Tienes miedo? ¿O es que has visto volar unos pájaros grandes?».

Me temo, querida Ariadna, que en esta ocasión, sólo en ésta, no me queda otro remedio que corregirte -no a ti, por supuesto, sino a la imagen que me has dado de Agnesse: quien, según tú, tembló y pareció acoquinada en un momento de la situación, ya no recuerdo cuál. Estuve viéndola mientras llegaba la viuda; unos minutos antes, la había dominado el deseo que aquellos versos oídos engendraban; ahora, en este momento, parece otra, y el cambio es tan patente que considero justo concederle unas palabras. Esta Agnesse de ahora, la que espera esa luz vacilante que avanza, se ha recobrado; de su cara, de su pecho, ha desaparecido cualquier temblor erótico, y se la ve enormemente digna y segura: tanto, que me asombra, que ando buscando en mis recuerdos algo a quien compararla, y sólo encuentro el de algunas princesas de Sajonia-Coburgo-Gotha, feas y anticuadas, pero majestuosas, y el de una cómica española a la que vi una noche en un papel de emperatriz. La propia Marietta, al levantar la palmatoria e iluminarle el rostro, se sorprende de no hallarla medrosa, y admira la elegancia, la quietud de la silueta blanca que se apoya en un quicio. «No tengo miedo, no, y no he visto ninguno de esos pájaros. Pero quiero que me explique algo, o que me lo cuente.» La empuja hacia el sofá, la sienta. «Dígame, Marietta, ¿quién vivió en estas habitaciones antes que yo? ¿Una mujer, un hombre, los dos acaso?»

Las habitaciones de Marietta consisten en un salón y una alcoba. En el salón la vela alumbra una sillería blanca y dorada, una consola y su espejo, que es ese de cuyo fondo emergen voces y ritmos; cuadros de barcos, dos grabados ingleses y unas alfombras persas que recubren el mármol; más al fondo, en la penumbra, se ve algo así como una cómoda, como un par de sillones, como una vitrina, aunque no en sus detalles. En la alcoba hay un lecho con dosel, verdaderos juguetes, dosel y lecho, encajes y caoba, sedas blancas y rojas, y una enorme corona allá arriba que sostiene el lucido armatoste. Algunas sillas, un par de armarios, y en todas las superficies que puedan soportarlos, cachivaches menudos de remoto origen: de jade, de marfil, laqueados en rojo y oro…

«¿Por qué me lo preguntas?» Marietta no recuerda haberse referido al huésped anterior, y le sorprende que le hagan la pregunta ahora, a tales horas, ya acostada. «¿Es que te ha hablado alguien de sir Ronald?» «¡Oh, no, no me habló nadie porque con nadie hablé, salvo con el señor ministro, quien, por supuesto…» «Pues él, mejor que nadie…» Crecía el pábilo de la vela y la llama bailaba: Marietta la espabiló con los dedos, «…por causa de él se marchó.» «¿Es un poeta, ese sir Ronald?» «¿Le conoces?» «Sólo he oído hablar de él, y no mucho. Sir Ronald… ¿cómo?» «Sidney. Sir Ronald Sidney, un caballero como sólo saben serlo los ingleses cuando dan en caballeros.» «¿Casado?» «Pues no lo sé… quizá en su tierra. Aquí vivía solo. Un año largo.» Agnesse respiró y alzó los brazos. «Hubo una mujer, además, y no una vez, sino muchas. Fueron dos que se amaban.» Marietta había bajado la cabeza, y respondió con un suspiro: «Sí, Inés». «¿Inés?» «Él la llamaba Agnes, porque así se dice en Inglaterra, creo, pero ella no era inglesa ni italiana. La habían traído de muy lejos, creo que del Brasil. Aún no sabemos, nadie lo sabrá ya, si robada o casada. Es una historia que ya se empieza a olvidar. ¡Con todo lo que pasa!»

Marietta se levantó; se asomó a una ventana, escuchó el aire de la noche: llegó, perdida, una voz que quizá fuese un grito, y hacia la parte del muelle una campana reiterada anunció que un barco abría. Marietta lo cerró todo y explicó: «A lo mejor vienen ellas y escuchan». «¿Ellas? ¿Quiénes?» «Las tías de Ascanio. Ahora no me preguntes más; si no, se me olvida la historia con el miedo.» Volvió a escuchar: por el pasillo vinieron rumores, no de gente, menos de pajarracos: esos perdidos de cada noche, los pasos de los muertos que no quieren marchar, las maderas que crujen y liberan espíritus sutiles, los recuerdos de palabras que se dijeron, de gritos gritados, de gemidos y ayes de gozo y de dolor, todo eso que se queda en el aire, que se mezcla y compone esa música confusa en que también participan, cuando cuadra, los ratones. Por esa música podemos deducir, de noche, si los pasillos son largos, si son altos los techos, y, con cierta frecuencia, el tiempo que hace que el rumor se formó: con los pasos, los ayes, los gemidos, las voces y los crujidos de las maderas. Lo del ratón que corre es lo actual. «A Inés la trajo en un viaje uno que mandaba una corbeta de comercio, muy gallardo él, demasiado conquistador. Iba a Brasil y volvía cargado de maderas preciosas. A Inés la metió en el barco, y tuvo que dar muerte a un marinero que se la quiso disputar. Dijo que se había casado, pero un día llegó a la Isla un hombre que le buscó; él tuvo que huir, perseguido, y no se supo más de él: quizá lo hayan matado, pero de eso hubiera habido nuevas. Los marineros, en los puertos, lo saben todo, y de este capitán de corbeta se murmura que aún anda huyendo de su perseguidor, que sería un hermano de Inés, o su padre o quizá, su marido, ¿quién sabe?» Aquí se interrumpió Marietta, y con el pretexto de traer algo de beber, salió con la palmatoria. Agnesse corrió al espejo, levantó la luz para alumbrarlo, pero no vio más que sombras confusas, ni oyó más que los roces de las sombras. Marietta volvía con una botella y copas; las llenó de un vino como topacio, ofreció a Agnesse: «Pues Inés quedó sola, más bien abandonada, en una casa vacía, y sin que nadie se atreviera a socorrerla, porque hay almas a quienes no conmueven las desgracias, más que las suyas propias, o las de alguien que les atañe de cerca, todo lo más. Se supo que Inés empezó a pasar hambre; se supo porque intentó vender una pieza de esas que tenemos todas, de las traídas de Oriente y que son la codicia de las burguesas. La mujer del comodoro Ricoveri me lo dijo, y también a la viuda De Imola, y entre las tres buscamos la manera de ayudar a la muchacha, que estaba en mucho peligro, porque era bonita de verdad, de una belleza que no se ve por aquí, un moreno distinto, como con oro, con los ojos verdes, y un cuerpo delgado y elástico que no sé a qué compararlo, si no es precisamente al tuyo, que debe ser así, salvo el color. Tú también eres morena, y tienes los ojos claros, pero tu pelo es rojizo, y el de ella rubio como el de uno de esos marineros del Norte que a veces desembarcan y parece que el sol no les deja ver las cosas; pero a Inés no le sucedía así, porque su tierra es de las de mucho sol, aunque también de mucha lluvia, según nos explicó. Pues acordamos que viniera a comer cada día a una de nuestras casas, como invitada de honor, al menos mientras no regresaba Antonio, que ése es el nombre de su raptor, o de su marido, y así fue, y cuando le tocó el turno de venir a esta casa, yo se lo dije a sir Ronald, que no le hiciera el desaire de comer solo ese día, sino que nos acompañase, para lo cual abrí el comedor de gala, el que te mostré esta mañana y tiene los muebles y los espejos velados. Pues fue verla sir Ronald, a Inés, y enamorarse de ella, y yo no sé a qué acuerdos llegaron, que él iba a su casa y pasaba allí muchas noches, y otras era ella la que venía aquí con precaución y disimulo, no sé si por capricho o antojo o como una travesura. Sir Ronald me pidió permiso para traerla, que no se metieron en casa sin más ni más; ya te lo dije, era todo un caballero, y yo, ¿qué iba a hacer ante un amor como aquél, un verdadero amor de locos? ¿Echarle? No sabes lo simpática que era, esta Inés, y lo buena. Hubiera sido pecado cualquier severidad, y, después de todo, que dos se amasen, ¿iba a trastornar el mundo? Pero una noche los descubrieron, ahí mismo, en la terraza, las tías de Ascanio, y le fueron con el cuento al ministro, que lo era ya, porque esto sucedió a poco de la revolución ganada. A sir Ronald lo expulsó de la Isla. ¡Un hombre tan cortés y tan inteligente, al que quería todo el mundo…! Y oí que eran tan bonitos sus versos…». Se detuvo. Había mantenido las manos recogidas en el regazo, y ahora las abría, un ademán de explicación o de resumen, no se sabe. Agnesse, anhelante, esperaba. Después preguntó: «¿Y ella? ¿Qué fue de ella?». Marietta cerró los brazos hasta juntar las manos como si fuese a orar. «¿Quién lo sabe? No se la volvió a ver. Hay quien dice… Pero, no, no, no puede ser. ¡Una persona tan bella y tan sensible, daba miedo tocarla, como si fuese un cristal de caramelo…!» «¿Qué es lo que no puede ser?» Marietta escuchó otra vez el aire, con insistencia; tomó nota de todos los rumores… Y, en voz muy baja: «Hay quien dice que Ascanio la encerró en el castillo a solas con Galvano. El general no tiene mujer, y está leproso, ¿comprendes? Dicen que a veces se le oye gemir, detrás de sus muros de piedra, y pedir a voces un cuerpo de mujer, aunque sea muerta». Agnesse se tapó el rostro con las manos. «Pues eso mismo se dice de algunas otras mozas que desaparecieron. Y que es tanto el horror que sienten después de dormir con él, que todas se suicidan. En el castillo hay pozos que no se sabe adonde van, si a la mar o al infierno.» Agnesse miraba el fondo del salón, a la parte sin luz. «Y, esas tías de Ascanio, ¿quiénes son?», Marietta de un soplo apagó la vela, y apagó también la otra, la de Agnesse. Así oscuro el salón, abrió un ventanal que daba a la terraza. Cogió a Agnesse de la mano y se la llevó en silencio. «Aquí, en este rincón. Y no hables.» Esperaron. Agnesse, a ratos, temblaba. La noche estaba plateada, y contra el cielo claro se veían las siluetas de torres y campanarios. Marietta acercó los labios al oído de Agnesse. «Mira, allí, por encima de aquellas terrazas.» «No veo nada.» «Fíjate bien. La torre del Podestá. A la derecha. Aquellos bultos que vuelan.» «¿Es que son brujas?» «¡Ay, contra las brujas hay conjuros y otra clase de remedios! Pero éstas son verdaderos demonios.» Se la volvió a llevar al salón, cerró otra vez las puertas, y mientras buscaba el avío de encender, le fue contando a Agnesse la historia de las Tres Gracias, llamadas también las Parcas, las Hermanas Funestas, los Endriagos, y otras muchas lindezas, que resumía Marietta en las Tres Viejas Putas. A Agnesse, lo que más asco le dio fue la Muerta, y lo de que en vez de baba le salía de la boca, por la comisura izquierda, el hilo de una telaraña (como es sabido). Arcaica.