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Julio Llamazares

Luna de lobos

Primera Parte. 1937

Capítulo I

Al atardecer, cantó el urogallo en los hayedos cercanos. El cierzo se detuvo repentinamente, se enredó entre las ramas doloridas de los árboles y desgajó de cuajo las últimas hojas del otoño.

Entonces fue cuando, por fin, cesó la lluvia negra que, desde hacía varios días, azotaba con violencia las montañas.

Ramiro se ha sentado junto a la puerta del chozo de pastores donde nos refugiamos anteanoche huyendo de la lluvia y de la muerte. Mientras aprieta morosa y ritualmente con los dedos el cigarro que yo acabo de liarle, contempla absorto la riada de piedras y de barro que el aguacero arrastra por la ladera de la montaña. Al contraluz lechoso y gris del cielo que atardece, su silueta se recorta en la abertura de la puerta como el perfil de un animal inmóvil, quizá muerto.

– Bueno. Parece que esto se acaba -dice.

Y mira brevemente hacia el rincón donde su hermano, Gildo y yo, acurrucados junto a la hoguera de leña verde y amarga, intentamos en vano protegernos de la lluvia que se cuela por la techumbre hacia el interior.

– En cuanto baje la noche, cruzamos el puerto -dice Ramiro encendiendo su cigarro-. Al amanecer, estaremos ya al otro lado.

Gildo sonríe desde el fondo de sus ojos grises, bajo el pasamontañas. Arroja otro manojo de ramas a la hoguera. Las llamas brotan, alegres y amorosas, en la espiral del humo que sube al encuentro con la lluvia a través de los cuelmos empapados.

No ha salido hoy tampoco la luna. La noche es sólo una mancha negra y fría sobre el perfil de los hayedos que trepan monte arriba, entre la niebla, como fantasmagóricos ejércitos de hielo. Huele a romero y a helechos machacados.

Las botas chapotean sobre el barro buscando a cada paso la superficie indescifrable de la tierra. Las metralletas brillan, como lunas de hierro, en la oscuridad.

Vamos subiendo hacia el puerto de Amarza: hacia el techo del mundo y de la soledad.

De pronto, Ramiro se detiene entre las urces. Olfatea la noche como un lobo herido.

Su única mano señala en la distancia algún punto inconcreto delante de nosotros.

– ¿Qué pasa? -la voz de Gildo es apenas un murmullo entre el quejido helado de la niebla.

– Allí, arriba. ¿No lo oís?

El cierzo silba monte abajo azotando las urces y el silencio. Llena la noche con su aullido.

– Es el cierzo -le digo.

– No. No es el cierzo. Es un perro. ¿No lo oís ahora?

Ahora sí. Ahora lo he escuchado claramente: un ladrido lejano, triste, como un quejido. Un ladrido que la niebla prolonga y arrastra por el monte.

Gildo descuelga su metralleta sin hacer ruido.

– Pues, en este tiempo -dice-, no quedan ya pastores en los puertos.

Los cuatro tenemos ya empuñadas nuestras armas e, inmóviles, buscamos en el cierzo el crujido inesperado de una rama, una palabra aislada, quizá una sombra quieta y acechante entre la niebla.

El ladrido vuelve a oírse, ahora con nitidez, frente a nosotros. No hay ya ninguna duda: un perro está royendo las entrañas heladas de la noche del puerto.

Los ladridos nos han guiado en medio de la oscuridad, por el sendero que atraviesa brezales y piornos, hacia la línea gris del horizonte.

Cerca ya, Ramiro hace un gesto con la mano. Su hermano, Gildo y yo nos desplegamos con rapidez hacia los lados. La ascensión es ahora mucho más lenta y penosa: sin la oscura referencia del sendero y con los matojos agarrándose a nuestros pies como garras de animales enterrados en el barro.

La sombra de Ramiro, en el sendero, ha vuelto a detenerse. El perro ladra ya a escasos metros de nosotros.

Sobre la raya gris del horizonte, tras un mojón de robles, se dibuja, imprecisa y helada, la sombra de un tejado que flota entre la niebla.

La majada, en lo alto del puerto, es un montón de tapias arruinadas. Hasta nosotros llega un olor intenso a estiércol y abandono. A soledad.

Los ladridos amenazan con reventar el vientre hinchado de la noche.

– ¿Hay alguien ahí?

La voz de Gildo retumba en el silencio como pólvora húmeda. Obliga a enmudecer al mismo tiempo al perro y la ventisca.

– ¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

Otra vez el silencio: denso y profundo. Indestructible.

La puerta cruje amargamente al entornarse. Parece adormecida. El haz de la linterna rasga con lentitud la profunda oscuridad de la majada. Nada. No hay nadie. Sólo los ojos aterrados del perro en un rincón.

Ramiro y Juan salen de entre los robles y comienzan a acercarse.

– Aquí no hay nadie -dice Gildo.

– ¿Y el perro?

– No sé. Ahí está. Solo. Muerto de miedo.

Un quejido apenas perceptible llega desde el rincón que nuevamente inunda el haz de la linterna.

Juan se acerca al perro con cuidado:

– Tranquilo, tranquilo. No tengas miedo. ¿Dónde está tu amo?

El animal se encoge en la paja con los ojos inundados de pánico.

– Tiene una pata rota -dice Juan-. Han debido dejarle abandonado.

Ramiro enfunda su pistola:

– Mátale. Que no sufra más.

Juan mira a su hermano con incredulidad.

– Es lo que tenía que haber hecho su dueño antes de irse -dice Ramiro dejándose caer pesadamente sobre un montón de paja.

La paja está empapada, apelmazada por la humedad. Cruje bajo mi cuerpo como pan tierno. Afuera, el cierzo continúa azotando con violencia los brezos y los robles. Gime sobre el tejado del redil y se aleja monte abajo buscando la memoria de la noche.

Frente a la puerta abierta, colgado de una rama, se balancea suavemente el cuerpo hinchado y negro del perro ahorcado.

Alguien ha encendido una luz en la casa, al fondo del valle que se recuesta mansamente sobre las estribaciones de la vertiente sur del puerto. El murmullo del río recién nacido llega hasta nosotros con un sonido dulce de mimbrales.

Pronto amanecerá. Pronto amanecerá y, para entonces, habremos de estar escondidos. La luz del sol no es buena para los muertos.

– Yo bajaré delante -Ramiro se levanta del cercado de piedra en que se había sentado-. Vosotros tres os quedaréis junto al río, cubriéndome la retirada. ¿De acuerdo?

Gildo y Juan golpean con sus gruesas botas la hierba mojada tratando de ahuyentar el frío.

Lentamente, comenzamos a descender hacia el valle cuyos prados más altos trepan ya monte arriba a nuestro encuentro.

El río viene crecido por las lluvias de los últimos días. Ruge, sombrío, bajo la pontona de madera que Ramiro acaba de cruzar agachado, despacio, sin hacer ruido. Como un cazador que, con el tiempo, hubiera acabado adoptando los movimientos animales de sus presas.

Pero los perros ya han barruntado su presencia y, en la ventana que arroja sobre el agua un borbotón granate, no tarda en recortarse la figura de un hombre alertado por los ladridos.

Ramiro se aplasta contra la pared del caserío.

– ¿Quién anda ahí?

La voz del hombre llega hasta nosotros amortiguada por la escarcha de los cristales y el bramido del río.

Ramiro no contesta.

Ahora, una segunda figura -una mujer- se asoma a la ventana. Parecen discutir mientras escrutan, temerosos, las sombras de la noche delante de la casa. Luego, ambos desaparecen y, un instante después, la luz se apaga. A mi lado, entre los mimbrales, Gildo y Juan se revuelven inquietos e impacientes.

Una puerta. El crujido de una puerta. Y un grito atravesando el río:

– ¡Quieto donde está o le meto un tiro!

Los tres nos abalanzamos por la pontona en dirección al caserío. Los ladridos de los perros arrecian en el corral.

Cuando llegamos, la pistola de Ramiro encañona la mirada de un hombre traspasado de terror y de frío.

Un puchero de leche, un puchero ennegrecido y viejo borbotea sobre el fuego llenando la cocina de vapor. La cocina está tibia todavía, pero el rumor de los troncos ardiendo y la espiral de humo rojo y oloroso que se eleva de los platos aleja de nosotros el frío de la noche y el recuerdo de la lluvia. Y los cuatro comemos ahora con las armas olvidadas sobre el respaldo de las piernas y la memoria atravesada por antiguos sabores familiares.

Hacía cinco días que no probábamos bocado.

La mujer, arrebujada bajo un chal negro y con el pelo descuidadamente recogido, posa el puchero de la leche en el centro de la mesa y regresa otra vez junto a la trébede, al lado del marido. Es una mujer delgada, de pelo y ojos claros, todavía hermosa más allá de la tristeza que anida en sus labios borrosos y en su vientre inmensamente hinchado. Desde que entró en la cocina, no ha dicho una sola palabra. Ni siquiera nos ha mirado.

Ramiro termina de comer y se recuesta en el respaldo del escaño.

– ¿No vive nadie más aquí? -pregunta al matrimonio.

– Ahora no -contesta el hombre-. Los niños están en La Morana, con sus abuelos. Allí hay menos peligro. Y el criado está en el monte con las vacas.

– ¿Cuándo vuelve?

– Mañana.

Gildo vierte la leche en el plato para ver cómo se forma una cenefa roja por los bordes.

– Me gustaba hacerlo de niño -dice sonriendo.

La leche está caliente y espesa. Desciende como una llama por mi garganta.

Por la contraventana, se cuela ya la primera luz del alba. Es blanca y agridulce como el vapor de leche que llena la cocina.

– Bien -Ramiro se levanta y se acerca a la ventana-. Hoy dormiremos aquí. Cuando anochezca, seguiremos camino. Ustedes -dice, dirigiéndose a los dueños del caserío- atiendan a sus labores como si nada extraño sucediera. Y cuidado con lo que hacen. Uno de nosotros estará siempre vigilándoles.

El hombre asiente en silencio, sin atreverse siquiera a levantar la mirada del suelo.

Pero es la mujer la que ha roto, por fin, a llorar. Apenas logro entender sus palabras ahogadas entre las lágrimas:

– Pero ¿qué hemos hecho, Dios mío? ¿Qué hemos hecho? Ya os hemos dado de comer. Habéis comido y os habéis calentado junto al fuego. Ahora marchaos y dejadnos en paz. Nosotros no tenemos la culpa de lo que os pase.

La mujer se ha dejado caer llorando en el escaño, ocultando la cara entre las manos. Siento el murmullo amargo de su llanto y el temblor desacompasado de su vientre junto a mí.

El marido la mira desde la trébede, temeroso y desconcertado, esperando nuestra reacción.

La reacción le llega por boca de Ramiro que ha desenfundado su pistola y le conmina a dirigirse hacia la puerta. Nosotros recogemos los capotes y las armas y le seguirnos en silencio.