Capítulo 15 UN HOMBRE CABAL
El lunes siguiente, antes de que Chamorro y yo hubiéramos podido sentarnos a analizar la situación y decidir cómo explotábamos nuestras bazas, Pereira nos llamó a su despacho. Durante el último mes había tenido buen cuidado de mantenerle al corriente de nuestros movimientos, porque era muy consciente de lo que significaba que me hubiera permitido concentrarme en un solo caso. No sólo seguíamos teniendo una buena lista de asuntos pendientes, sino que en el ínterin habían surgido algunos otros. Entre ellos destacaba un horrendo crimen doble en la provincia de Murcia, que merced a su truculencia llevaba ya seis días sin caerse de los periódicos. Pereira me distinguía con su confianza y creía en lo que le decía, que en aquel caso que tan mal habíamos empezado se nos abrían al fin perspectivas prometedoras. Gracias a ello se había mostrado comprensivo, pero yo sabía que ése no era un estado en el que mi comandante se pudiera mantener eternamente. De hecho, llevaba algunos días notándole algo en la mirada.
Pereira no era dado a los rodeos, y aquella mañana no fue una excepción.
– Bueno, Vila, se os acabó el chollo -dijo-. Siento presionarte, pero quiero resultados inmediatos. Si vas a necesitar otro mes, te vas a Murcia cagando leches y ya lo iremos encajando todo como se pueda.
– Sería una lástima dejarlo ahora, mi comandante -me opuse, hasta donde podía hacerlo-. Estamos muy cerca.
– Convénceme.
Hice acopio mental de toda la información que habíamos ido reuniendo y me esforcé en elaborar con ella una síntesis lo más apañada posible. Gran parte ya la conocía el comandante, pero traté de ensamblarla y darle la coherencia que quizá él no había percibido hasta entonces. Uno no siempre está igual de lúcido y aquella mañana, por añadidura, aún no había tomado nada de cafeína. Mientras hablaba, noté que mi rendimiento estaba siendo mediocre y que las reservas de Pereira no menguaban, sino más bien al revés. Un poco a la desesperada, pasé a contarle lo que habíamos obtenido de nuestro asedio a Zaldívar. Sobre todo, la posición privilegiada hasta la que había logrado acercarse Chamorro la noche anterior.
– De todos modos -dijo Pereira, sin dejarse impresionar-, en eso que me cuentas me cuesta ver que tengas algún indicio medianamente preciso contra nadie. En cuanto a León Zaldívar, casi me parece lo contrario. No ha hecho ni dicho nada que le señale. Puede que sea un sinvergüenza, eso no lo niego, pero buscamos a un asesino, y todo lo que se desprende hasta ahora es que de veras apreciaba al difunto Trinidad Soler.
– No digo que Zaldívar sea nuestro sospechoso -expliqué-, aunque tampoco lo descartaría. Por un lado es verdad que parece carecer de móvil y que sus modos no son los de un matón. Pero por otra parte tiene demasiado dinero y demasiada voluntad de seguirlo teniendo como para andarse con contemplaciones, llegado el caso de quitarse de encima a alguien.
Pereira arrugó el ceño.
– No podemos pedir a un juez que procese a alguien por ser millonario.
– Lo que quiero decir es que de una o de otra forma, Zaldívar tiene la clave de este embrollo. Y lo que hemos averiguado sobre él puede ser nada, comparado con lo que ahora estamos en disposición de averiguar.
– ¿A corto plazo? -insistió Pereira.
En aquel momento podría haber tratado de ser entusiasta y haber prometido lo que no pensaba que estuviera a mi alcance conseguir. Pero ésa era una temeridad que no podía permitirme con Pereira.
– A corto plazo, no. Él es correoso, y su tinglado, complejo.
– No creas que no comparto tu punto de vista -me aseguró el comandante-. Puede que estés en lo cierto. La lástima es que no puedo dejarte una pizarra y parar el reloj hasta que acabes de demostrarlo. Podría, si tuviera un batallón de sesenta investigadores sesudos y minuciosos, licenciados en Harvard y dispuestos a trabajar venticuatro horas sobre veinticuatro, como los que tiene el FBI, si hay que creerse su propaganda. Pero yo tengo lo que tengo. Y ahora lo que me quema es un par de cadáveres con las tripas fuera y las manos cortadas que algún psicópata decidió fabricar en Murcia.
– Ya hay alguien encargándose de ello -alegué, tímidamente.
– No es sólo eso -me reconvino Pereira-. No quiero desautorizar tu criterio, ni tampoco condicionarte más de lo debido, pero en mi opinión deberías tratar de explorar sin más demora la pista de ese otro constructor, Críspulo lo que sea. Ahí tienes un móvil, indicios, etcétera.
– Sé que ése es el camino tieso, mi comandante -admití-. Pero me parece que aquí hay que dar algún rodeo, para no marrar el golpe.
– No vamos a discutir más, Vila. Ahora me toca sacar la estrella, y perdona por el detalle de mal gusto. Te doy hasta el viernes. Te organizas como quieras: investigas a Críspulo o que Chamorro llame a Zaldívar y le proponga que la lleve al cine. De verdad que me da igual, no te coarto en absoluto. Pero el lunes que viene hay algo o se acabó la exclusividad.
Una de las principales ventajas de ser comandante y no sargento es que se tiene mucha más ocasión de mostrarse sarcástico. A pesar de todo, concedí que Pereira cumplía con su deber, y por mi parte, no tenía más remedio que hacer aquello a lo que me comprometí al jurar bandera.
– A sus órdenes, mi comandante -dije, vencido.
A la salida del despacho del comandante, Chamorro se me dirigió amistosa y confidencialmente:
– Por si te sirve de algo, creo que tienes razón.
– Gracias, Virginia, pero la verdad es que no me sirve de mucho -le repliqué, todavía algo mosqueado-. Vamos a recopilar todo lo que haya sobre Críspulo Ochaita y hoy mismo nos vamos a verle.
Un vistazo a los archivos, una conversación telefónica con el siempre remoto teniente Valenzuela y algunas otras pesquisas nos permitieron completar el retrato, hasta entonces algo somero, que teníamos de Críspulo Ochaita. Era uno de esos tipos que se jactan de haber salido de la miseria y de haber ido subiendo peldaños sin ayuda de nadie, de un modo estrictamente autodidacta. El que se enseña a sí mismo carece de términos de comparación, y corre por ello el peligro de valorar demasiado lo que es y piensa. Al parecer, Ochaita había sucumbido a ese riesgo. A los que cuestionaban sus actitudes o sus procedimientos los despachaba sin más como idiotas o cagados, cuando no con ambas etiquetas. Tenía cuatro o cinco procesos por desobediencia y desacato, por incomparecencias en juzgados o por adjudicar epítetos menospreciativos a algún juez que le investigaba. Su incontinencia verbal corría pareja con las demás. Aparte del célebre Lamborghini amarillo, en el que iba a todas partes (despreciando la alternativa, cómoda y para él asequible, de ser conducido en otro tipo de vehículo por un chófer), se había hecho en un cerro próximo a Guadalajara una casa que ocupaba el cerro entero. Para ello había pasado por encima de protestas vecinales y de grupos ecologistas. Sobre el asunto había unas diligencias por delito urbanístico y ecológico, a las que se refería jocosamente siempre que tenía ocasión.
Como cualquier sujeto notable, porque Ochaita lo era, no estaba falto de cualidades. A decir de los que le conocían, incluidos sus enemigos, poseía una astucia natural fuera de lo común, un gran olfato para los negocios y una audacia a prueba de bomba. Y al contrario que otros nuevos ricos, era generoso. Las gratificaciones que distribuía entre los destinatarios más variopintos, desde colaboradores hasta aparcacoches, se habían hecho legendarias. Tampoco olvidaba dar fondos para iglesias que se caían a pedazos, hospitales o asilos de ancianos. A veces donaba sumas espectaculares. Ochaita era uno de esos hombres capaces de excederse en todo sin distinción.
Almorzamos en Madrid y con la comida recién aterrizada en el estómago nos pusimos rumbo a Guadalajara. Los cincuenta kilómetros que separan ambas ciudades transcurrieron en un suspiro, sin que nos diera casi tiempo a enterarnos. A eso de las cuatro y cuarto andábamos ya buscando el famoso cerro que Ochaita había desmochado en beneficio de su residencia y de una privilegiada vista sobre la llanura, y a las cuatro y media enfilábamos la carretera cuasiparticular que el constructor se había hecho para acceder a su mansión. Poco después nos cerró el paso una muralla digna de una fortaleza, tras la que oímos el ladrido de una jauría de perros presumiblemente homicidas. Aparcamos el coche y llamamos al portero automático.
– ¿Quién es? -gritó una voz desabrida, al cabo de un rato.
– Guardia Civil -dije, lacónicamente.
Pasaron varios segundos.
– ¿Y qué se les ofrece? -preguntó la voz, contrariada.
– Queremos hablar con don Críspulo Ochaita.
– ¿Sobre qué?
– Disculpe, pero no puedo decirle más. Es un asunto oficial.
– Espere.
Esta vez debimos aguardar cerca de un minuto. Volvió la voz:
– Don Críspulo no se encuentra.
Una respuesta hábil, y diplomática, sobre todo.
– Le ruego que le diga que es un asunto importante -insistí.
– Le repito que no se encuentra.
– Dígale que si no nos abre, vendremos con una orden judicial. Una orden de detención -me eché el farol, ya puestos a quemar aquel cartucho.
Se cortó la comunicación, esta vez durante dos o tres minutos. Ya estábamos a punto de rendirnos y de dar media vuelta cuando la voz resurgió como un estampido en el aparato, haciéndolo chirriar:
– Quédesen ahí. Tengo que atar a los perros.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y tras ella apareció un individuo escalofriante. Medía más de uno noventa, tenía unas orejas enormes y los ojos hundidos en unas cuevas oscuras. Vestía una ropa gastada y sucia y a la hora de buscar en mi memoria alguien a quien asemejarle sólo se me ocurrió el monstruo de Frankenstein en la versión de Boris Karloff. Pero el guarda de Ochaita era mucho más horripilante, y bastante más maduro.
– A ver la identificación -gruñó.
– Por supuesto.
Chamorro y yo le tendimos nuestras tarjetas, que examinó con gran atención, guiñando un poco los ojos.
– Sargento nada más -dijo, con suficiencia.
– Otro día vendrá el general -respondí-. Hoy tenía un compromiso.
– Mucha guasa tienes, Bevacula, o como sea -opinó, mientras leía mi apellido en la tarjeta-. Yo sólo llegué a cabo, pero entonces el asunto iba en serio. Entonces uno era autorídá. Hoy no habéis más que maricas, incluidos los generales. Por eso el Cuerpo ya no es lo que era.