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A la vuelta de aquel verano, Juan Faura decidió divorciarse de su mujer. Maduró la resolución durante semanas, pensó meticulosamente cómo podía suavizarle el trago. No ignoraba que a Matilde le costaría mucho rehacer su vida con otro hombre, como él deseaba, pero quiso confiar en que el tiempo la ayudaría, o fue la manera en que acertó a disfrazar de altruismo lo que a la postre era una ruptura dictada por la necesidad de liberarse de sus propios grilletes. Lo cierto era que no lo hacia con ningún cálculo futuro. Si rompía aquel matrimonio, no volvería a casarse. Sin embargo, nunca pudo llevar a efecto sus propósitos. La tarde de viernes en que se había resuelto al fin a decírselo, se encontró a Matilde postrada en cama Y delirando de fiebre. La enterró una semana después. Una vez más, le tocaba la vergüenza de sobrevivir.