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FICHA 4

«Las actitudes de Eduardo se fueron volviendo más y más extrañas a medida que pasaban las semanas. Permanecía muchas horas en la bohardilla, encerrado con llave, y cuando veía a Elena ni siquiera le preguntaba por su salud. También ella había cambiado. La ansiedad le provocaba un incesante deseo de comer dulces. Estaba tan gorda que casi parecía otra persona.

»En mayo se le dio a Eduardo por la egiptología. Llenó la casa de tratados sobre las momias del Museo Británico y empezó a levantarse en medio de la noche para subrayar fragmentos de un Libro de Muertos. Elena advirtió que las secciones marcadas enseñaban cómo dar de comer y cómo enjoyar a cuerpos que estaban ya en el otro mundo. Más extraño todavía se volvió Eduardo durante la semana y media que pasó leyendo Sinhué el egipcio, la novela de Mika Waltari que había estado de moda dos o tres años antes. Una mañana de domingo, poco antes de ir a misa y mientras su marido estaba duchándose, Elena se atrevió a hojearlo. En una de las páginas, Eduardo había escrito "Eso! Eso!" con un lápiz rojo.

»Y ahora, señor juez, Margot desea leerle unas pocas líneas de esa novela, para que conozca usted los abismos de locura en los que había caído Eduardo Arancibia.»

FICHA 5

«De Sinhué el egipcio, libro cuarto, titulado "Nefemefernefer", capítulo 4: El júbilo de los embalsamadores llegaba a su colmo cuando recibían el cadáver de una mujer joven (…) No la arrojaban en seguida al aljibe. Se la jugaban a la suerte y la hacían pasar la noche en la cama de uno de ellos (…) Se justificaban contando que cierta vez, durante el reinado del gran rey, habían llevado a la Casa de la Muerte a una mujer que se despertó durante el tratamiento, lo cual fue un milagro (…) No había deber más piadoso para los embalsamadores que tratar de repetir el milagro dando calor con sus espantosos cuerpos a las mujeres que les llevaban

FICHA 6

«Avergonzada e inquieta, Elena comentó a Margot las lecturas sacrílegas que ocupaban la mente de su marido. La hermana dedujo de inmediato que la clave del secreto se encontraba en la bohardilla y se ofreció a subir con ella para ver de qué se trataba. Elena le explicó que eso era imposible: Eduardo había clausurado la puerta con dos cerraduras y sólo él tenía las llaves. Además, le había prohibido de modo terminante que subiera. "A lo mejor anda con otra mujer", le dijo Margot a su hermana sin pensar en lo que podían significar esas palabras. "A lo mejor esconde ahí cartas de amor o quién sabe qué otras infamias". Esa insinuación provocó gran dolor en Elena, pero también el deseo de aclarar cuanto antes el secreto. "Margot, ayudáme, le dijo a su hermana. "Se me cruzan toda clase de ideas por la cabeza. Hasta tengo miedo de que Eduardo sea un Barba Azul".

»Margot decidió consultar a un cerrajero del Colegio Militar y, con la ayuda de éste, sacó los moldes de las dos cerraduras. Las llaves eran grandes, pesadas, con muescas curvas, y el operario tardó casi una semana en lograr que encajaran bien.

»Las hermanas estuvieron listas para subir a la bohardilla el 2 o el 3 de julio. En su confesión del domingo, que era el primer día del mes, Elena decidió contarle toda la historia a su guía espiritual, un padre salesiano ya muy mayor. El sacerdote insistió en que obedeciera al marido y no violara un secreto tan importante. Elena salió del confesionario desgarrada por la duda y aquel mismo domingo pidió el consejo de su madre. Fue una larga discusión. La madre coincidió en que era imperioso averiguar la verdad porque Elena podía perjudicar su embarazo si continuaba con aquella tensión nerviosa. Margot, que estaba de acuerdo con la madre, insistió en que su hermana no podía subir sola a la bohardilla y se ofreció una vez más a acompañarla. Elena no dejaba de llorar y de repetir la orden que le había dado el confesor.»

FICHA 7

«Muchos trapos salieron al sol en la conversación que la familia Heredia tuvo ese domingo. Margot supo que Eduardo había recibido una o dos veces la visita del doctor Pedro Ara, un diplomático y médico español que tenía fama mundial como embalsamador. Los dos se encerraban varias horas en la bohardilla y en una ocasión hasta hirvieron jeringas e instrumentos médicos. Quedó muy alarmada al oír esa historia. Por más vueltas que le daba al asunto, no podía imaginar qué se estaba tramando.

»Al fin, oyendo las súplicas de su familia, Elena aceptó averiguar qué pasaba, pero impuso una condición inflexible: subiría sola, Quería decidir por sí misma, con el único auxilio de su confesor, cómo enfrentar a Eduardo si le descubría una amante.

»Los días siguientes fueron de terrible inquietud para Margot. Tenía malos presentimientos. Una noche le dijo a Ernesto, su marido: "Me parece que lo de Elena y Eduardo ya no va más". Pero él no hizo preguntas.

»Así llegamos al viernes 6 de julio de 1956. Esa noche, Eduardo debía cumplir su guardia semanal en el Servicio. Era un turno de doce horas, que comenzaba a las siete de la tarde. Elena podía disponer de toda la noche para subir a la bohardilla. Había escondido las llaves en el corpiño y hasta dormía con ellas. Era el mejor lugar, porque no tenía relaciones con su marido desde que se confirmó el embarazo. De todos modos sentía miedo. Más de una vez Eduardo se había presentado de improviso en la casa durante su turno de guardia y se había encerrado en la bohardilla sin decir palabra. Elena pensaba actuar rápido. No tardaría más de una hora en revisar los viejos mapas y el extraño cajón de madera. Así se lo dijo a Margot la última vez que hablaron por teléfono.»

FICHA 8

«Esa medianoche no se borrará nunca de la memoria de Margot. Estaba durmiendo en su casa de la calle Juramento, donde todavía vive, cuando la despertó el timbre del teléfono.

»Era Eduardo. Hablaba con una voz enferma, descompuesta. "Ha sucedido una tragedia", le dijo a su hermano. "Vení a mi casa ya mismo Que nadie te acompañe, nadie."

»Margot, que tenía la oreja pegada al auricular, se puso como loca. "Preguntále qué pasa", le dijo a su marido.

»"Elena, Elenita, una tragedia, está herida", dijo Eduardo llorando. Y cortó.

»Por supuesto, Ernesto dio de inmediato parte al coronel Moori Koenig, que era el superior de Eduardo, y se vistió para salir. Con el corazón oprimido por la suerte de su hermana, Margot insistió en ir ella también. El viaje a Saavedra se hizo eterno. Al llegar, pensaron que tal vez habían soñado la llamada, porque el chalet estaba a oscuras y el silencio era absoluto. Pero dos personas nunca sueñan el mismo sueño, aunque estén casadas.

La puerta a la calle estaba abierta. En la planta alta, Eduardo se abrazaba desconsolado al cuerpo ya sin vida de Elena.

»Qué sucedió realmente es un secreto que la hermana de Margot se llevó a la tumba. Los vecinos creyeron oír una discusión, gritos y dos disparos. Pero en el cuerpo de Elena había sólo una bala, que le atravesó la garganta. Eduardo acepta que él hizo los disparos. Ha dicho que en la oscuridad de la bohardilla confundió a Elena con un ladrón. Su arrepentimiento parece sincero y la familia Heredia ya lo ha perdonado. Pero lo que Margot vio esa noche es tan increíble que duda de todo: duda de sus sentidos, duda de sus emociones y también duda, por supuesto, del hombre que sigue siendo su cuñado.»

Ficha 9

«Mientras Ernesto reconfortaba a Eduardo, Margot vio un resplandor azul en la bohardilla y trató de apagarlo. Aunque movió varias veces la llave de la luz, no pudo: el resplandor siguió ahí. Decidió entonces subir. La escalera estaba llena de sangre, y Margot tuvo que aferrarse a la pared para no resbalar. En ese momento pensó que su primer deber con la hermana muerta era limpiar la sangre, pero lo que vio en la bohárdilla hizo que olvidara por completo esa cristiana intención.

»El resplandor azul brotaba de la caja de madera y proyectaba una forma transparente y muy trabajada, que parecía un encaje fantasmal o un árbol deshojado. El doctor Ara, que visitó la casa de Elena ese mismo día, dedujo que yo había visto, que Margot había visto no una luz sino el mapa de la enfermedad llamada cáncer, pero no atinó a explicar qué clase de fuerza mantenía esa imagen en el aire. Alrededor de la caja estaban desparramados miles de papeles y carpetas, y en todos había manchas de sangre. Me acerqué aterrada. Recuerdo que mi boca estaba seca y que de pronto me quedé sin voz. Entonces la vi. Sólo la vi un instante pero es como si todavía estuviera viéndola y Dios me hubiera condenado a verla para siempre.

»Desde que la vi supe que era Evita. No sé por qué la habían llevado a la casa de Elena ni quiero saberlo. Ya no sé lo que quiero saber y lo que no. Evita estaba tendida en la caja, serena, con los ojos cerrados. El cuerpo, completamente desnudo, era azul, no de un azul que pueda explicarse con palabras sino transparente, de neón, un azul que no era de este mundo. Al lado de la caja había un banco de madera que sólo podía servir para velar a la muerta. había también manchas horribles, no sé qué, porquerías, Dios me perdone, Eduardo había estado con el cadáver todas esas semanas.

»La realidad es un río. Los hechos llegan y desaparecen. Todo sucedió como un fogonazo, en pocos segundos. Caí desvanecida. Quiero decir: Margot cayó. Se despertó en el cuarto a oscuras, la luz azul se había evaporado, sus manos y sus ropas estaban llenas de sangre.

»Así bajó y se lavo como pudo. No tenía vestidos para cambiarse y se puso uno que era de Elena, de lanilla, con aplicaciones de terciopelo. Desde el baño oyó al coronel Moori Koenig que llegaba. También oyó decir a Ernesto, su marido: "Esta historia no debe trascender. No debe salir del ejército". Y oyó que Moori Koenig lo corregía: "Esta historia no debe salir de esta casa. El mayor Arancibia le disparó a un ladrón. Eso fue todo: un ladrón."

Eduardo sollozaba. Al verme con el vestido de su esposa, palideció. "Elena", balbuceó. Y después dijo: "Elita". Me le acerqué: "Eva, Evena", repitió, como si me llamara. Sus ojos estaban fijos en ninguna parte, el ser se le había ido. Repitió esa letanía toda la noche: "Evena, Evita".

»El coronel Moori Koenig me pidió que lavara el cuerpo de mi hermana y lo preparan para la capilla ardiente, la mortaja. Lloré mientras lo hacía. Le acaricié el vientre, los pechos hinchados. El vientre se le hundía, doblado por el peso de la criatura muerta. Ya estaba casi rígida y me costó abrirle los dedos para poder entrelazarlos. Cuando por fin lo conseguí, noté que tenía aferradas las llaves de la bohardilla, las dos llaves estaban manchadas de sangre como en el cuento de Barba Azul.»