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En una de sus notas de trabajo se lee:»Agosto 15, 1954. Perdí toda idea del tiempo. He pasado la tarde velando a la Señora y hablándole. Fue como asomarme a un balcón donde ya no hay nada. Y sin embargo, no puede ser. Hay algo allí, hay algo. Tengo que descubrir la manera de verlo».

¿Alguien quizá supone que el doctor Ara trataba de ver los soles de lo absoluto, la lengua del paraíso terrenal, el orgasmo vía lácteo de la inmaculada concepción? Qué va. Todas las referencias sobre él confirman su sensatez, su falta de imaginación, su piedad religiosa. Era insospechable de inclinaciones ocultistas y parapsicológicas. Ciertos apuntes del Coronel -de los que tengo copia- dan acaso en la tecla: lo que le interesaba al embalsamador era saber si el cáncer seguía extendiéndose por el cuerpo aun después de haberlo purificado. Las fronteras de su curiosidad eran pobres pero científicas. Estudiaba los movimientos sutiles de las articulaciones, los desvíos en el color de los cartílagos y glándulas, los tules de los nervios y de los músculos en busca de algún estigma. No quedaba ninguno. Lo que estaba marchito se había borrado. En los tejidos sólo respiraba la muerte.

Quien lea las memorias póstumas del doctor Pedro Ara (El caso Eva Perón, CVS Ediciones, Madrid, 1974), advertirá sin dificultad que le había echado el ojo a Evita mucho antes de que muriera. Una y otra vez se queja de los que piensan eso. Pero sólo un historiador convencional toma al pie de la letra lo que le dicen sus fuentes. Véase por ejemplo el primer capítulo. Se titula “¿La fuerza del Destino? ” y su tono, como lo permite adivinar esa pregunta retórica, es de humildad y duda. Jamás se le hubiera pasado por la cabeza la idea de embalsamar a Evita, escribe; más de una vez alejó a los que venían a pedírselo, pero contra el Destino, Dios, ¿qué puede hacer un pobre anatomista? Es verdad, insinúa, que tal vez nadie estaba tan bien preparado como él para la empresa. Era académico de número y profesor distinguido. Su obra maestra -una cordobesa de dieciocho años que yacía inmovilizada en un paso de danza- dejaba con la boca abierta a los expertos. Pero embalsamar a Evita era como saltar el firmamento. ¿Me han elegido a mí? ¿Por cuáles méritos? , se pregunta en las memorias. Ya había dicho que no cuando le suplicaron que examinara el cadáver de Lenin en Moscú. ¿Por qué diría que sí esta vez? Por el Destino con mayúsculas .

Eso: el Destino. ¿Quién será tan fatuo y vanidoso que crea poder elegir ?, suspira en el primer capítulo. ¿Por qué, tras tantos siglos de desgaste, la idea del Destino sigue en auge? .

Ara conoció a Evita en octubre de 1949, no socialmente , como advierte, sino a la sombra de su marido, en una de las concentraciones populares que la excitaban tanto. había acudido a la casa de gobierno como emisario del embajador de España y en una antesala esperaba el fin de los discursos y el ritual de los saludos. Una marea de aduladores lo arrastró al balcón donde Evita y Perón, con los brazos en alto, eran llevados y traídos por el viento de éxtasis que brotaba de la muchedumbre. Quedó un momento a espaldas de la Señora, tan cerca que pudo apreciar la danza vascular de su cuello: el alboroto y la sofocación de las anemias.

En las memorias asegura que aquel fue el último día de Evita sin zozobras de salud. Un análisis de sangre reveló que tenía sólo tres millones de glóbulos rojos por milímetro cúbico. La enfermedad mortal no había dado el zarpazo pero ya estaba ahí, escribió Ara.

Si yo la hubiera visto un poco más que el escaso segundo de aquella tarde, habría captado la densidad de flores de su aliento, la lumbre de su córnea, la energía invencible de sus treinta años. Y habría podido copiar sin mengua esos detalles en el cuerpo difunto, que tan deteriorado estaba cuando llegó a mis manos. Tal como las cosas ocurrieron, tuve que valerme sólo de fotos y de presentimientos. Aun así, la convertí en una estatua de belleza suprema, como la Pietá o la Victoria de Samotracia. Pero yo merecía más, ¿no es cierto? Yo merecía más.

En junio de 1952, siete semanas antes de que Evita muriera, Perón lo convocó a la residencia presidencial.

– Ya se habrá enterado usted de que mi mujer no tiene salvación -le dijo-. Los legisladores quieren construirle en la Plaza de Mayo un monumento de ciento cincuenta metros, pero a mí no me interesan esas fanfarrias. Prefiero que el pueblo la siga viendo tan viva como ahora. Tengo informes de que usted es el mejor taxidermista que hay. Si eso es cierto, no le va a ser difícil demostrarlo con alguien que acaba de cumplir treinta y tres años.

– No soy taxidermista -lo corrigió Ara- sino conservador de cuerpos. Todas las artes aspiran a la eternidad, pero la mía es la única que convierte la eternidad en algo visible. Lo eterno, como una rama del árbol de lo verdadero.

La untuosidad del lenguaje desconcertó a Perón y lo sumió en una instantánea desconfianza.

– Dígame de una vez qué le hace falta y se lo pondré a su disposición. La enfermedad de mi mujer casi no me deja tiempo para todo lo que tengo que hacer.

– Necesito ver el cuerpo -respondió el médico-. Me temo que ustedes han acudido a mí demasiado tarde.

– Pase cuando quiera -dijo el presidente-, pero es mejor que Ella no se entere de su visita. Ahora mismo voy a ordenar que la duerman con sedantes.

Diez minutos después, introdujo al embalsamador en el dormitorio de la moribunda. Estaba flaca, angulosa, con la espalda y el vientre quemados por la torpeza de las radiaciones. Su piel traslúcida empezaba a cubrirse de escamas. Indignado por el descuido con que se trataba en privado a una mujer que era tan venerada en público, Ara exigió que suspendieran el tormento de los rayos y ofreció una mezcla de aceites balsámicos con la que se debía untar el cuerpo tres veces por día. Nadie tomó en serio sus consejos.

El 26 de julio de 1952, al caer la noche, un emisario de la presidencia pasó a buscarlo en un automóvil oficial. Evita había entrado ya en una agonía sin remedio y se esperaba que muriera de un momento a otro. En los parques contiguos al palacio, largas procesiones de mujeres avanzaban de rodillas, suplicando al cielo que postergara esa muerte. Cuando el embalsamador bajó del automóvil, una de las devotas lo tomó del brazo y le preguntó, llorando: «Es verdad, señor, que se nos viene la desgracia?». A lo que Ara respondió, con toda seriedad: «Dios sabe lo que hace, y yo estoy aquí para salvar lo que se pueda. Le juro que voy a hacerlo».

No imaginaba el arduo trabajo que tenía por delante. Le confiaron el cuerpo a las nueve de la noche, después de un responso apresurado. Evita había muerto a las ocho y veinticinco. Aún se mantenía caliente y flexible, pero los pies viraban al azul y la nariz se le derrumbaba como un animal cansado. Ara advirtió que, si no actuaba de inmediato, la muerte lo vencería. La muerte avanzaba con su danza de huevos y, dondequiera hacía pie, sembraba un nido. Ara la sacaba de aquí y la muerte destellaba por allá, tan rápido que sus dedos no alcanzaban a contenerla. El embalsamador abrió la arteria femoral en la entrepierna, bajo el arco de Falopio, y entró a la vez en el ombligo en busca de los limos volcánicos que amenazaban el estómago. Sin esperar a que la sangre drenara por completo, inyectó un torrente de formaldehído, mientras el bisturí se abría paso entre los intersticios de los músculos, rumbo a las vísceras; al dar con ellas las envolvía con hilos de parafina y cubría las heridas con tapones de yeso. Su atención volaba desde los ojos que se iban aplanando y las mandíbulas que se desencajaban a los labios que se teñían de ceniza.

En esas sofocaciones del combate lo sorprendió el amanecer. En el cuaderno donde llevaba la cuenta de las soluciones químicas y de las peregrinaciones del bisturí escribió: «Finis coronal opus. El cadáver de Eva Perón es ya absoluta y definitivamente incorruptible ».

Le parecía una insolencia que, tres años después de semejante hazaña, le exigieran rendir cuentas. ¿Cuentas por qué? ¿Por una obra maestra que conservaba todas las vísceras? Qué torpeza, Dios mío, qué confusión del destino. Oiría lo que quisieran decirle y luego tomaría el primer barco a España, llevándose lo que le pertenecía.

El Coronel lo sorprendió sin embargo con sus buenos modales. Pidió una taza de café, dejó caer como al descuido unos versos de Góngora sobre el amanecer y, cuando habló por fin del cadáver, los escrúpulos del embalsamador ya se habían esfumado. En sus memorias describe al Coronel con entusiasmo: «Después de buscar un alma gemela durante tantos meses, vengo a encontrarla en el hombre a quien creía mi enemigo ».

– Al gobierno le llegan rumores insensatos sobre el cadáver -dijo el Coronel. Había desenfundado una pipa después del café, pero el médico le suplicó que se abstuviera. Un desliz de la llama, una chispa distraída, y Evita podía convenirse en ceniza. -Nadie cree que el cuerpo siga intacto al cabo de tres años. Uno de los ministros supone que usted lo escondió en un nicho de cementerio y que lo ha reemplazado por una estatua de cera.

El médico meneó la cabeza con desaliento.

– ¿Qué ganaría yo con eso?

– Fama. Usted mismo explicó en la Academia de Medicina que dar sensación de vida a un cuerpo muerto era como descubrir la piedra filosofal. La exactitud es el nudo último de la ciencia, dijo. Y lo demás, escombro, mula sin rostro.

No entendí esa metáfora. Una alusión ocultista, supongo.

– Soy célebre desde hace tiempo, Coronel. Tengo toda la fama que necesito. En la lista de embalsamadores no ha quedado otro nombre que el mío. Perón me llamó por eso: porque no tenía alternativa.

El sol asomaba entre los corcovos del río. Un lunar de luz fue a caer sobre la calva del médico.

– Nadie desconoce sus méritos, doctor. Lo que resulta raro es que un experto como usted haya tardado tres años en un trabajo que debía estar listo en seis meses.

– Son los riesgos de la exactitud. ¿No hablaba usted de eso?

– Al presidente le dicen otras cosas. Discúlpeme que se las cite, pero mientras más franqueza haya entre nosotros, mejor nos entenderemos. -Sacó del portafolio dos o tres documentos con sellos de secreto. Suspiró al hojearlos, en señal de disgusto.

– Quisiera que no dé a las acusaciones más importancia de la que tienen, doctor. Son eso: acusaciones; no pruebas. Aquí se afirma que usted retuvo el cadáver de la señora porque no le pagaron los cien mil dólares convenidos.