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6 EL ENEMIGO ACECHA

Poco después de la medianoche pasó por su casa. Su mujer estaba cepillándose el pelo. Cada vez que lo peinaba hacia arriba, se le insinuaba una remota semejanza con la difunta: los mismos ojos redondos de color café bajo unas cejas dibujadas a lápiz, los mismos dientes blancos y algo salidos. En otras ocasiones, cuando el Coronel se cruzaba con su mujer, ella le decía:."Ya no te conozco. Llevamos quince años casados y cada día te conozco menos». Esta vez no fue así. Le dijo:

– Tenemos que hablar. Suerte que viniste.

– Después -contesto él.

– Es importante -insistió ella.

El Coronel se encerró en el baño y luego, tendido en el sofá de su escritorio, comenzó a quedarse dormido. De las paredes colgaban los croquis a lápiz con los que solía entretenerse: ciudades vistas desde arriba, hileras de torres góticas.

La mujer golpeó a la puerta con timidez y asomó la cabeza. El Coronel hizo un gesto de disgusto.

– Llaman a cada rato por teléfono -dijo ella-. Cuando atiendo, cortan.

– Algún maniático comentó el Coronel con desgano-. Ya me lo vas a contar después. Necesito descansar.

– Nunca llama la misma persona -dijo la mujer-. A veces, alguien se queda un rato en la línea, respirando. No se oye más que una respiración enferma. Otras veces, alguien dice: «Dígale a su marido que no juegue con fuego. Que deje a la señora donde está». Esta mañana empezaron con las amenazas. No te las puedo repetir. Dicen mi nombre y, después, una sarta de obscenidades. «¿Quién es la señora?», pregunté. Pero me cortaron el teléfono.

– ¿Cómo son las voces? -dijo el Coronel-. ¿Voces de negros peronistas o de militares?

– Qué sé yo. Mira si voy a fijarme en esas cosas.

– Presta atención. La próxima vez tratá de grabarte las voces en la cabeza.

– Hace un rato, a eso de las diez, tocaron el timbre de la planta baja. Me dijeron que traían una carta tuya. «Déjenla debajo de la puerta», les pedí. «No podemos», me contestaron. «El Coronel ha dado orden de que se la entreguemos en propias manos». Querían que bajara. Me negué. Después de las llamadas de teléfono, estaba muerta de susto. «Es grave», me dijeron. «Es muy grave». Pensé que te había pasado algo. Me puse una bata y me asomé a la calle. Había un auto parado frente a la puerta, un Studebaker verde. Me apuntaron con una pistola y, cuando me puse a gritar, se fueron. No hicieron nada: sólo demostrar que podían matarme cuando se les diera la gana.

– Fuiste una imbécil -dijo el Coronel-. ¿Para qué saliste?

– Salí para que no subieran ellos a casa. Salí por puro terror. ¿Quién es esa señora? ¿En qué te estas metiendo?

El Coronel se quedó un rato callado. Siempre le había costado entender a las mujeres. Apenas podía hablar con ellas. Puntillas, escarlatinas, ruleros, trenzas, organdíes, pinturas de uñas: nada de lo que les interesaba tenía que ver con él. Las mujeres le parecían escamas caídas de otro mundo, desgracias como la fiebre y el mal olor del cuerpo.

– No pasa nada -dijo-. Para qué voy a explicarte lo que no entendés.

En eso, volvió a sonar el teléfono.

Las fuentes sobre las que se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellas deslices de la memoria y verdades impuras. Una de las frases más célebres de Evita revela cuál era su idea de las cosas. La dijo el 24 de agosto de 1951: «Soy joven y con un marido maravilloso, respetado, admirado y amado por su pueblo. Me hallo en la mejor de las situaciones». Apenas una de esas certezas no se podría discutir: que era joven. Tenía treinta y dos años. En las demás, sólo Evita creía. Su marido estaba en ese momento amenazado por dos conspiraciones simultáneas y a Ella misma, esa mañana, los médicos le habían informado que sufría de anemia perniciosa y que debía retirarse de la actividad pública. Estaba en la peor de las situaciones. Le faltaban once meses para morir.

Para los historiadores y los biógrafos, las fuentes siempre son un dolor de cabeza. No se bastan a sí mismas. Si una fuente dudosa quiere tener derecho a la letra de molde, debe ser confirmada por otra y ésta a su vez por una tercera. La cadena es a menudo infinita, a menudo inútil, porque la suma de fuentes puede también ser un engaño. Tómese el acta de casamiento de Perón y Evita, por ejemplo, en la que un escribano público de la ciudad de Junín confirma la veracidad de los datos. El casamiento no es falso pero casi todo lo que dice el acta sí lo es, de principio a fin. En el momento más solemne e histórico de sus vidas, los contrayentes -así se decía entonces- decidieron burlarse olímpicamente de la historia. Perón mintió el lugar de la ceremonia y el estado civil; Evita mintió la edad, el domicilio, la ciudad donde había nacido. Eran imposturas evidentes, pero pasaron veinte años antes de que alguien las denunciara. En 1974, sin embargo, el biógrafo Enrique Pavón Pereyra las declaró verdaderas en su obra Perón, el hombre del destino. Otros historiadores se conforman con transcribir el acta y no discuten su falsía. A ninguno se le ocurrió, sin embargo, preguntarse por qué Perón y Evita mentían. No necesitaban hacerlo. ¿Evita se añadió tres años para que el novio no le doblara la edad? ¿Perón se fingió soltero por pudor de ser viudo? ¿Evita imaginó que había nacido en Junín porque era hija ilegitima en Los Toldos? Esos detalles nimios ya no les inquietaban. Mintieron porque habían dejado de discernir entre mentira y verdad, y porque ambos, actores consumados, empezaban a representarse a sí mismos en otros papeles. Mintieron porque habían decidido que la realidad sería, desde entonces, lo que ellos quisieran. Actuaron como actúan los novelistas.

La duda había desaparecido de sus vidas.

¿Alguien querrá oír, de todos modos, cómo sé lo que estoy narrando?

Es fácil de enumerar: lo sé por la entrevista que tuve con la viuda del Coronel el 15 de junio de 1991; lo sé por mis largas conversaciones con Aldo Cifuentes en julio de 1985 y marzo de 1988.

Cifuentes fue el último confidente del Coronel y el guardián de sus cartas. Era bajo, casi un enano, chillón, escandaloso. Se jactaba de haber leído muy pocos libros en la vida, pero había escrito dieciséis: sobre los Padres de la Iglesia, la astrología, el iluminismo rosacruz, el movimiento irlandés de los Sinn Fein, los asilos de caridad de monseñor De Andrea. Las obras estaban bien documentadas, por lo que sus declaraciones de ignorancia eran, quizá, pura coquetería. Su padre había fundado una decena de revistas en los años veinte y se había enriquecido con ellas protegiendo a mafiosos y punteros de comité. Cifuentes contaba que, antes de morir, el padre le había entregado un cuaderno con el nombre de sus novecientas noventa y dos amantes. Algunas eran bailarinas, espías y actrices famosas…Perdonáme», le había dicho…No me dio el cuero para llegar a las mil».

En vez de amantes, Cifuentes acumulaba matrimonios. Iba por el sexto cuando Perón expropió todos los periódicos de la familia y lo dejó en la ruina.

Cifuentes se paseó por la calle Florida para exponer su duelo. Iba vestido de hombre sandwich, con una leyenda que decía, adelante y atrás: Cultivemos el desprestigio . A las dos cuadras lo llevaron preso, por desorden. Aprovechó su par de semanas en la cárcel para escribir un libelo contra Evita que se titulaba El Kamasutra pampeano. El Coronel lo descubrió a través de ese panfleto clandestino. Invitó a comer al autor, expresó su admiración citando de memoria los fragmentos más procaces y, al terminar, selló con él un pacto de amistad eterna cuya primera cláusula los comprometía a trabajar juntos para derrocar al dictador.

Cifuentes era un virtuoso del chisme. Recogía por toda la dudad historias de la pareja Perón (él los llamaba así, a dúo, enfatizando la aliteración) y las dejaba caer luego en los oídos ávidos del Coronel. Ambos se reunían una vez por semana para escandir las verdades y mentiras de los relatos y transfigurarlas en informes confidenciales que Cifuentes repartía en los diarios y el Coronel usaba en sus cambalaches con otros agentes de inteligencia. El apodo militar de Cifuentes era “Pulgarcito”, no sólo porque su tamaño era mínimo sino también porque dejaba en todas partes, como el personaje de Perrault, bolitas de miga arrancadas a un pan inagotable que llevaba en el bolsillo.

Cuando lo conocí, tres o cuatro años antes de que muriera, no había manera de aplacar su desesperación narrativa. Yo lanzaba un nombre o una fecha al aire y él, cazándolos al vuelo, los traducía en una historia de la que afluían muchas otras, como un delta sin fin. Nada costaba tanto como llevarlo de regreso al punto de partida.

Lo que narra este capítulo se funda exclusivamente en mis diálogos con él (siete cassettes de una hora cada uno).

Vuelvo a oírlos y advierto que Cifuentes, con énfasis sospechoso, me explica cuán sencillo le resultaba salir y entrar del Servicio de Informaciones del Ejército en aquellos días finales de noviembre, 1955. Un veterano oficial de Inteligencia, encareciendo el anonimato, asegura que eso era imposible. Ningún civil, dice, podía salvar entonces las guardias, las contraseñas cambiantes, las órdenes de secreto extremo que protegían el destino del cadáver. No pudieron hacerlo Ara ni la madre: menos probable es que lo haya logrado un hombre a quien nadie conocía.

Y sin embargo, no sé con cuál versión quedarme. ¿Por qué la historia tiene que ser un relato hecho por personas sensatas y no un desvarío de perdedores como el Coronel y Cifuentes? Si la historia es -como parece- otro de los géneros literarios, ¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la indelicadeza, la exageración y la derrota que son la materia prima sin la cual no se concibe la literatura?

Ahora es de madrugada. El Coronel, vestido de uniforme, atraviesa la avenida de librerías y bares cerrados que separa su casa de la fortaleza donde está su reino, el Servicio. Apenas ha dormido.

Lo sobresalta un relámpago; después, oye el redoble de los truenos. En Buenos Aires es siempre así: un cielo de ceniza, hinchado, nubes que se mueven como locas de un lado a otro, rayos en un rincón de la noche donde tal vez está la llanura; y después, nada. La lluvia se evapora antes de llegar al suelo.

El centinela del Servicio entorna la mirilla del portón, lo reconoce y se cuadra. Tiene orden de no abrir hasta que no se cumpla el ritual entero de las contraseñas. «¿Quién es?», pregunta. El Coronel consulta su reloj. Son las cinco y tres de la mañana. «Tragedia», dice. A las cinco menos un minuto debía haber dicho: «Garfio», y la respuesta habría sido «Gárgaras. Ahora, en cambio, el centinela, cuadrándose, contesta: «Tridente», a la vez que corta las alarmas y destraba los cerrojos. Las contraseñas cambian cada ocho horas, pero cuando la difunta esté en sus manos, el Coronel ha decidido que los intervalos se reduzcan a la mitad.