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En el centro de aquella esplendorosa algarabía, Evita estaba sola. Contemplaba las jacarandas desde las ventanas de un despacho imponente, en el ministerio de Obras Públicas. Se había puesto un traje sastre oscuro, de corte simple, una camisa de seda, y unos aros de brillantes que seguían el contorno de los lóbulos. Estaba pálida, más flaca, con los pómulos tirantes. Al descubrirme, sonrió con tristeza: «Ah, sos vos», dijo. «Suerte que te encontraron».

No sé por qué recuerdo aquella escena dentro de velos de silencio, cuando en verdad el aire estaba saturado de sonidos. Afuera tronaban los acordes de Los muchachos peronistas, unos altoparlantes lejanos repetían La cafetera che fa blu blu de Nicola Paone, y en la avenida desembocaban torrentes de bombos y las explosiones anticipadas de los fuegos artificiales que se esperaban para las doce de la noche. Pero todo lo que hablé esa tarde con Evita se ha mantenido en mi memoria limpio de sonidos ajenos, como si las voces hubieran sido recortadas con tijera. Recuerdo que, en vez de saludarla como siempre, me salió del alma una mentira compasiva: «¡Qué linda está, señora!» Recuerdo también que no me creyó. Llevaba el pelo suelto, sujeto con una vincha, y aún no se había maquillado. Le ofrecí lavárselo con shampú y darle un masaje para que se relajara. «Peináme», dijo. «Quiero que el rodete me quede bien firme». Se dejó caer en uno de los sillones del despacho y empezó a tararear la canción de Paone, «che fa blu blu», sin pensar en lo que hacía, sólo por defenderse de las lágrimas.

– ¿Cómo lo está pasando la gente afuera? -me preguntó. Y sin esperar a que le respondiera, dijo: -La política es una mierda. Julio. Nunca te dan lo que te corresponde. Si sos una mujer, peor. Te basurean. Y cuando querés algo de verdad tenés que ganártelo con los dientes. Me han dejado sola. Cada día que pasa estoy más sola.

No hacía falta ser muy sagaz para adivinar que estaba quejándose del marido. Pero se habría enfurecido si yo me daba por enterado. Intenté consolarla.

– Si usted está sola, ¿qué deja para los demás? -le dije-. Nos tiene a todos nosotros, tiene al general. Ahí afuera hay un millón de personas que han venido sólo para verla.

– Tal vez no me van a ver, Julio. A lo mejor no salgo -dijo. En ese momento sentí su tensión. Tenía los puños apretados, las venas rígidas, un nudo en las mandíbulas. -A lo mejor no les hablo. Para qué voy a hablar, si ni siquiera sé lo que tengo que decir.

– Más de una vez la he visto así, señora. Son los nervios. Cuando aparezca en el palco se va a olvidar de todo.

– Qué me voy a olvidar, si nadie me habla claro. Los únicos que hablan claro aquí son los grasitas. Con los demás tenés que usar un diccionario. Los generales se reúnen con Perón a escondidas para pedirle que no me deje ser candidata. ¿Sabés lo que les contesta? Que se metan el cargo en el culo, que yo soy yo y hago lo que se me da la gana. Pero no hago lo que se me da la gana. En esta historia se está metiendo mucha gente, Julio. Es un nido de intrigas, de zancadillas; no te das una idea. Hasta Perón se está empezando a cansar. El otro día lo agarré y le dije: ¿Vos querés que renuncie? Yo renuncio. Me miró con expresión ausente y me contestó: Hacé lo que te parezca, Chinita. Lo que te parezca.

Llevo una semana sin pegar un ojo. Ayer estaba por entrar a bañarme, sentía frió, ya había tomado tres o cuatro aspirinas, y de repente me puse a pensar: él es el presidente. Si quiere que yo sea la vice, se lo tiene que decir al pueblo. Caché el teléfono y lo llamé a la Casa Rosada. Aprovechá el acto del Cabildo Abierto, le dije. Comenzá tu discurso anunciándoles a todos que sos vos el que me quiere como candidata. Señores, yo la elegí, deciles. Con eso se acaban las murmuraciones. Se cae de maduro que te elegí, me contestó, pero que yo lo diga es otra cosa. No es ninguna otra cosa, porfié. Vos y yo llevamos meses peleando por esto. Si aflojamos ahora, me van a comer viva. A vos no, a mi. Hay que tener cuidado con el partido, me dijo. El partido sos vos, le contesté. Dejáme que lo piense, Chinita, dijo. Ahora estoy ocupado.

Es la primera vez que no sabe qué hacer. Esta mañana tuvimos una agarrada. Yo insistí con el tema. El se dio cuenta de que yo iba a explotar y trató de calmarme. Queda muy mal que te proponga yo, dijo. No hay que mezclar nunca el gobierno con la familia. Hay que ser delicado con las formas. Por muy Evita que seas, sos mi mujer: te tiene que proclamar el partido. A mí las formas me interesan un carajo, lo interrumpí. O me proclamas vos o no aparezco en el Cabildo Abierto; vas a tener que dar la cara solo. No entendés, me dijo. Claro que entiendo, le contesté. Y pegué un portazo. Al rato, los de la CGT ya sabían todo. Me suplicaron que viniera. Señora, no les puede hacer eso a los descamisados, me dijeron. Se han largado quién sabe desde dónde por usted. Yo no soy nadie, les dije. Sólo soy una humilde mujer. Lo hacen por el general. No, me insistieron. La candidatura del general es cantada. Vienen por usted. No puedo asistir a ese acto, contesté. Si la gente pide por usted, no vamos a tener otro remedio que salir a buscarla, me dijeron. Ustedes sabrán, les dije. Yo voy a mirar el acto desde el ministerio de Obras Públicas.

No bien lo dije, me arrepentí. Pero después pensé: Ese Cabildo Abierto es mío. Me lo gané. Me lo merezco. No me lo voy a perder. Que vengan a buscarme.

Todo relato es, por definición, infiel. La realidad, como ya dije, no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo.

Al principio yo pensaba: cuando junte los pedacitos de lo que una vez transcribí, cuando me resuciten los monólogos del peluquero, tendré la historia. La tuve, pero era letra muerta. Luego, perdí mucho tiempo buscando aquí y allá los fósiles de lo que había ocurrido en el Cabildo Abierto. Excavé en los archivos de los diarios, vi los documentales de la época, oí las grabaciones de la radio. La misma escena se repetía, se repetía, se repetía: Evita sin saber cómo alejarse del amor ciego de la multitud, acercándose, yéndose; Evita suplicando que no le permitieran decir lo que no quería, que ya no le callaran el decir. No aprendí nada, no añadí nada. En esa parva inútil de documentos, Evita nunca era Evita.

Entre 1972 y 1973, después que su cuerpo fue rescatado de un sepulcro anónimo en Milán y devuelto al viudo, escribí un guión de cine que pretendía reconstruir la historia de la candidatura frustrada con fragmentos de noticieros y procesiones de fotografías. Quise que el relato tuviera una trama y, a la vez, un tejido de símbolos, pero no era capaz de discernir cuánta verdad había en él. En aquel tiempo, el aleteo de la verdad era esencial para mí. Y no había verdad posible si Evita no estaba allí. No su fantasma, sino su llanto de niña, su voz de radionovela, su música de fondo, su ambición de poder, sangre, locura, desesperación, lo que había sido Ella en todos los momentos de la vida. En algunas películas yo había sentido cómo cosas y personas regresaban desde el fondo inmortal de la historia. Sabía que eso, a veces, funciona. Necesitaba ayuda. Alguien que me dijera: Los hechos fueron así, tal corno los contaste. O que me enseñara hacia dónde moverlos para que coincidieran con alguna ilusión de verdad. Recordé a Julio Alcaraz y lo llamé por teléfono. Tardó en reconocerme. Me citó a las diez de la noche en la confitería Rex. Había envejecido mucho, se quejaba de zumbidos en el tímpano y calambres en las piernas.

– No sé si voy a poder ayudarlo -me dijo.

– No se esfuerce -lo tranquilicé-. Tan sólo óigame y déjese ir. Haga de cuenta que está otra vez allí, en el Cabildo Abierto, y si algo de lo que digo le desentona con la memoria, interrúmpame.

– Léame ese guión -dijo-. Va a ser como sentarme en una butaca de cine a ver mi vida.

– Es mejor que la vida. Aquí usted puede levantarse en cualquier momento y desaparecer. La vida es más difícil. Y ahora -le pedí-, olvídese del ruido. Haga de cuenta que se apagan las luces. Que hay un telón abriéndose.

(Exterior Tarde. La avenida Nueve de Julio, en Buenos Aires.) Panorámica de la multitud.

Desde el palco oficial hasta el obelisco no cabe un alfiler. Flamean las banderas. Las tomas aéreas revelan que hay millón y medio de personas. Bosques de carteles en el centro de la calle. La luz es áspera, muy contrastada. Sol tibio, como se advierte por las ropas de la gente. Tomas del arco de triunfo sobre el palco oficial. En primer plano, inmensas fotos de Perón y Evita. En plano general, mareas de pañuelos agitándose. Un reloj: las cinco y veinte de la tarde. Asciende, lento, el clamoreo. Braman los bombos. Se encienden, aquí y allá, algunos géiseres desafinados: «La marcha peronista”.

Movimientos en el palco oficial.

VOZ DE LOCUTOR (off):

Compañeros, compañeros. A este histórico Cabildo Abierto del Justicialismo, hace su entrada el excelentísimo señor presidente de la república, el general Juan Domingo Perón.

Perón se adelanta hacia la primera línea del palco oficial con los brazos abiertos. El oleaje de la multitud, el peligroso vaivén por acercarse al ídolo.

Estalla la ovación. (Una palabra inesperada se abre paso. ¿Perón Perón? No. Es increíble. Lo que la muchedumbre corea es el nombre de Evita.)

CORO: Eee viii ta / Eee viii ta.

En primer plano, la expresión incómoda del general. El latigazo de un tic le alza las cejas. El secretario general de la CGT, de figura redonda, algo grotesca, toma el micrófono. Su discurso abunda en defectos de dicción.

SECRETARIO GENERAL JOSÉ G. ESPEJO

(en adelante ESPEJO): Mi general…

Primer plano de Perón, adusto.

.… he aquí reunido al pueblo de la patria para decirle a usted, su único líder…

Primer plano del inmenso retrato de Evita.

…como en todas las grandes horas, ¡presente, mi general!

Imágenes de la multitud.

CORO (instantáneo): ¡Presente!