– Es una víbora venenosa -le murmura el Matemático, sin soltarle el brazo, mientras cruzan-. Frecuenta los servicios de inteligencia y la misa de once.
Leto lanza una espesa bocanada de humo y se echa a reír, agradecido. El, hasta el año anterior, iba a misa, de tanto en tanto, en forma cada vez más espaciada, y aunque ha dejado de ir sin demasiados escrúpulos, que alguien coloque la misa de once entre las referencias fundamentales de la bajeza humana le sirve para confortar, a posteriori, el carácter justo de su defección. Pero también, y sobre todo, se siente agradecido porque le ha parecido percibir, en el desprecio un poco brutal del Matemático por su medio pariente, un acto de seducción hacia su propia persona, que, inesperado y fugaz, lo hace existir de un modo más intenso. Elementos de sí mismos dispersos y heterogéneos, de golpe, mientras van cruzando, gracias a esos signos inequívocos de amor, se reúnen, y el chisporroteo inconstante y fragmentario que, emergiendo del fondo negro de su interioridad en el que casi de inmediato sus destellos vuelven a perderse, las llamitas tenues y fosforescentes de conciencia, los viejos recuerdos sobados y arbitrarios que lo asaltan cuando ellos quieren, el ir y venir de remordimientos, idiotismos, de desvaríos, de dudas y de fantasmas, el flujo arcaico y solitario que viene de lo inacabado, como decíamos, o decía, mejor, y más o menos, hace un momento, parecerle a un servidor, organizándose, se convierten en un destello sólido, un todo límpido y estable, casi un objeto delicado, real pero frágil, como un anillo de humo o una pompa de jabón, que ocupa su interior hasta los últimos intersticios y del que emana una especie de bienestar que es él, él, Ángel Leto, ¿no?, bien diferenciado y espeso entre las presencias que llena, dispersas en la transparencia hospitalaria, la mañana. La fuerza de ese sentimiento es tan grande, que oculta su carácter esporádico o transitorio, y ya cuando están llegando a la otra vereda, cuando suben al cordón, el tono un poco pedante con que el Matemático, recuperándose de sus contrariedades intrafamiliares, retoma su relato, comienza a roer desde los bordes su certidumbre pasajera: Con esa respuesta, como te decía, dio por terminada la cuestión -dice el Matemático.
– Claro. Es evidente -dice Leto.
– La intención de Washington al traer a colación los mosquitos se explica con esa respuesta a las objeciones de Héctor. ¿No te parece? -dice el Matemático, soltándole el brazo después de mirar la pipa vacía que lleva en la mano y metérsela en el bolsillo del pantalón, sacando del otro bolsillo las hojas plegadas del comunicado de la Asociación para asegurarse de que siguen ahí y volviéndolas a guardar.
Leto aprovecha la distracción fugaz del Matemático para lanzar, sin mucho entusiasmo, una respuesta afirmativa. Lo fastidioso, como se dice, del asunto, es que no puede acordarse cuál ha sido esa respuesta tan fundamental de Washington que, según el Matemático, elucidaría el famoso tema de discusión sobre el que un rato antes, a pesar de sus humores y sus versiones diferentes, Tomatis y el Matemático, sin ni siquiera sospechar su perplejidad un poco ofuscada, parecían tan de acuerdo. Por más que lo intenta, la respuesta de Washington no vuelve a aparecer, como podría decirse, en su memoria -su memoria, ¿no?, o sea ese espejo un poco cóncavo tal vez, o plano, qué más da, en el que ciertas imágenes familiares, gracias a las cuales el universo entero se acoge a la continuidad, por momentos claras y por momentos confusas, con un ritmo ingobernable que les es propio, fugitivas, se reflejan. Y Leto comprende después de un momento de esfuerzo infructuoso, como se dice, que la famosa respuesta, la explicación final de esa serie de sobreentendidos que a partir de una noche de fin de invierno, transitarán a través de evocaciones cada vez más inciertas y borrosas, que las frases rebuscadas y acriolladas de Washington que parecían ser la resolución del enigma, el Matemático, cuya referencia es Botón, ha debido proferirlas en un momento en que él no lo escuchaba, sin duda cuando cruzaban la calle en la cuadra anterior, unos segundos antes de que él -Leto, ¿no?- absorto en sus propios pensamientos, se llevara por delante el cordón.
– A Washington le gusta ir destilando poquito a poco lo que piensa -dice el Matemático-. Pero todo se aclara cuando alcanza la conclusión.
– ¿Y ahí era adonde quería llegar? -dice Leto, por ver si esa pregunta vaga le permite obtener indicios más satisfactorios.
– Ahí mismo -dice el Matemático.
– Instigado por -dice Leto empleando un tono pensativo y lento, que simula toda una serie de razonamientos implícitos.2
– No. No. Justamente no. Justamente lo contrario -dice el Matemático, con cierta energía que podría ser de orden pedagógico.
– Bueno, sí -dice Leto-, era otro modo de decirlo. Por elevación.
– ¿Para qué decirlo de otro modo si Washington lo dijo del modo más claro posible? -dice el Matemático.
– Eso es cierto -dice Leto. Y, desalentado, le da una última pitada al cigarrillo y lo tira a la vereda.
Dando por resuelta la cuestión, el Matemático dice que, según Botón, en seguida después de comer, le habían dado los regalos a Washington: Basso, Nidia y Barco los habían puesto todos en una gran caja de cartón, y las nenas de Basso, antes de irse para la cama, los iban sacando y dándoselos a Washington, que los desenvolvía despacio ante la expectativa general: Beatriz, un cinto; los Basso, una cajita de té de Daarjeling; Marcos Rosemberg, una regadera mecánica desmontable para la quinta; Cuello, un mate con guardas y soporte de plata; Silvia Cohen, un libro de Paul Radin; Tomatis, un álbum de grabados pornográficos japoneses del siglo XVIII; Dib tenía un cajón de vino salteño en el auto, y Héctor, Elisa y Rita Fonseca le trajeron más tarde una historia ilustrada, carísima, del arte moderno. Del resto, el Matemático no se acuerda… ah, sí, Barco una camisa a cuadros como las que le gustan a Washington y los mellizos un jamón.
– ¿Un jamón? -pregunta Leto, menos por asombro genuino que por curiosidad fingida, destinada a distraer al Matemático mientras trata de recordar, o en todo caso deducir, de las palabras del Matemático, la aclaración de esa historia de los mosquitos en la que todo el mundo, salvo justamente él, parece vislumbrar, con alusiones laterales y precisiones fragmentarias y fugaces, evidencias contundentes y capitales. Pero el Matemático responde con un movimiento afirmativo de la cabeza, rápido y distraído ya que, muy concentrado en lo que se propone decir, no está dispuesto a que un problema secundario, el del jamón que los mellizos le regalaron a Washington, perturbe sus esfuerzos mnemotécnicos y retóricos. La naturalidad con que parece considerarlo perfectamente al tanto del sentido verdadero de las palabras de Washington, admitiéndolo de ese modo en un círculo restringido, produce en Leto sentimientos ambiguos, mezcla de orgullo y de culpabilidad, como si fuese un poco estafador, pero el Matemático, ajeno a sus estados de ánimo contradictorios, da por adquirida su admisión al círculo de personas inteligentes y de buena voluntad, como se dice, bien ubicadas políticamente, y, comunicando los primeros resultados de su elaboración interna, continúa: todos esos regalos, según Botón, Marcos Rosemberg los llevaría a Rincón Norte al día siguiente. Washington estaba de lo más contento con ellos. A decir verdad, como se dice, por muy benigno que haya sido el invierno, a medida que avanzaba la noche iba haciendo cada vez más frío y los que persistían en quedarse en el exterior, bajo el quincho o lisa y llanamente en el patio, tenían que cubrirse lo más posible para aguantar, de modo que aparte de los pulóveres, sobretodos, gorras, bufandas, guantes y chalinas, los Basso empezaron a sacar ponchos y frazadas y a distribuirlos entre los presentes que, sentados alrededor de la mesa, o yendo y viniendo del quincho a la casa, o paseándose en grupitos entre los árboles del fondo, se empezaron a cubrir con los ponchos o a envolver en las frazadas, y a dejar escapar un chorrito de aliento transformado en vapor cada vez que abrían la boca para decir algo o simplemente para respirar. Según Botón, dice el Matemático, en un determinado momento fueron a buscar mandarinas al fondo, las últimas del año, de los árboles en los que incluso en la oscuridad de la madrugada podía sentirse ya la aparición de los primeros brotes que anunciaban el fin del invierno, y las mandarinas estaban tan frías que hacían doler los dientes cuando se las mordía, a tal punto que Sadi, el sindicalista, sugirió que las pusiesen a calentar un poco entre las últimas brasas y las cenizas que estaban todavía tibias, como él hacía cuando era chico con las naranjas en un brasero. Y en efecto, las habían puesto un rato entre las cenizas y el rescoldo y las habían comido tibias -y el Matemático no logra representarse el gusto que pueden tener esas mandarinas. No logro darme cuenta de cómo es eso. Desde que Botón me lo contó el sábado en la balsa estoy tentado de hacer la experiencia. Lo cual es para Leto un motivo de satisfacción porque él, en cambio, hasta donde llega su memoria, puede recordar las naranjas y mandarinas tibias que sacaban del brasero en las noches de invierno, cuando pasaba las vacaciones de julio en el pueblo, en lo de sus abuelos y, desde que el Matemático ha empezado a contarle los pormenores, como se dice, del cumpleaños es la primera vez que siente como propio uno de los detalles, de los acontecimientos de esa noche del último invierno, en la quinta de Basso en Colastiné, que nunca ha visitado y que ha debido compaginar, podría decirse, con imágenes heterogéneas de quintas diversas, mitad empíricas mitad fabulosas. El jugo tibio de las mandarinas, igual que el curso de un río dos pueblos de la costa, le sirve ahora para ligar, como quien dice, su propia vida a las evocaciones que van despertando, si vale la expresión, las palabras del Matemático, ah, las mandarinas tibias. Como siempre son las últimas, al final del invierno son las más dulces. Están llenas de jugo, que al calentarse entre las cenizas se vuelve como un licor.
El Matemático lo mira. Como todo buen racionalista, desconfía de las exageraciones líricas, sobre todo de las ajenas, y su mirada, que lo escruta sin disimulo, busca en la cara de Leto la seriedad necesaria a la credibilidad de la descripción que acaba de hacer, y una ausencia de vacilaciones que certifique la certidumbre empírica de Leto quien, por su parte, ante el careo un poco indiscreto, y consciente de haber exagerado su descripción para aumentar la importancia de su experiencia, se esfuerza por mantener a toda costa su impasibilidad. Volviendo a deslizar la mirada hacia el fondo de la calle, el Matemático da por terminada la inspección, con resultado satisfactorio en apariencia, si Leto juzga la bonhomía despreocupada con que reanuda el surtidor de sus frases bien armadas, concisas, elegantes algunas, no exentas de cierta coquetería en su exceso de precisión, cierto preciosismo refrigerante en la expresión de las emociones, y atisbos de autoironía en la mayor parte de sus supuestos desdenes. Por momentos, era la dispersión general, por momentos, volvían a juntarse todos bajo el quincho. Se paseaban en la oscuridad envueltos en ponchos y en frazadas, llevando un vaso en la mano y un cigarrillo entre el índice y el medio de la misma mano con la que aferraban el vaso, y el punto rojo de las brasas de los cigarrillos crecía un poco en la negrura, entre los mandarinos, si daban una pitada. Cuando pasaban por los rayos de luz que salían del quincho y se proyectaban en el patio y entre los árboles, podían verse los chorros de aliento blanquecino que despedían por los labios entreabiertos. A veces, en algún punto de la oscuridad, se oía susurrar a alguna pareja, y en ciertos casos, y a pesar del frío, los susurros se parecían más a espasmos finales que a cuchicheos preparatorios -todo eso, aclara el Matemático, según Botón: sacudimientos de ramas, voces, risas y gritos que se difunden y se desvanecen en el aire negro y helado, bajo las estrellas semejantes a pedacitos de hielo, formados con un agua cuyas coloraciones amarillas, o azules, o rojas o verdes, evocan, para la imaginación del Matemático, rememoraciones químicas siderales, en las que cada color particular no es otra cosa que el signo de tal o cual sustancia, o de asociaciones térmicas en las que los colores diferentes no son más que la consecuencia de diferentes temperaturas. A medida que va hablando, el Matemático se los imagina despreocupados y felices, mientras él se marchita en Francfort, los ve ir y venir por el patio oscuro bajo un cielo cargado, podría decirse, de sustancia activa. Pero esas son sus imágenes privadas, que pertenecen a lo intransmisible de sus representaciones, esas imágenes aparentemente arbitrarias y sin sentido que, sin embargo, si pudiesen estructurarse en un diagrama, mostrarían su especificidad personal, más todavía que sus impresiones digitales o los rasgos de su cara. Según Botón, dice el Matemático, algunos estaban sentados a la mesa con sobretodo, bufanda, boina, guantes; fumaban con los guantes puestos. Hasta que en un determinado momento el frío empezó a ser tan insoportable, que se habían visto obligados, los que quedaban, porque varios ya se habían ido, a trasladarse al interior. La helada los corrió del patio a la casa -dice el Matemático, que le dijo Botón que había sucedido. Según Botón, se habían sentado a tomar mate y en un determinado momento Washington había dicho que ciertas posiciones rituales del yoga tántrico eran revolucionarias. Si Botón no escuchó mal, que es lo más probable -dice el Matemático.