El hombre, tal vez porque había llegado hasta él el olor a comida, o porque la hora habitual de la cena se aproximaba, o porque al oír canturrear a Isabel en la cocina había comprendido que después de la pelea de la tarde la rutina de la casa funcionaba de nuevo, estaba parado junto a la mesa, ordenando sus implementos, como lo hacía cada vez que salía del tallercito, aunque más no fuera para comer y estar de vuelta a la media hora. Un vistazo le bastó a Leto para darse cuenta de que todo estaba de nuevo en su lugar y que en el orden habitual del tallercito no quedaba el menor rastro de lo que había sucedido. Serio y amable, el hombre, al oírlo llegar, le dirigió una mirada rápida de asentimiento, pero durante la distracción fugacísima que esa mirada le insumió, sus dedos, que palpaban la superficie de la mesa en un sector próximo a la pared, tocaron algo, tan inesperado, intenso y brutal que el brazo se retrajo y el cuerpo entero, contraído y rígido, saltó o fue como chupado hacia atrás, mientras el hombre, con expresión dolorida, se frotaba la mano y el brazo que acababan de retraerse. Leto estaba demasiado familiarizado con sus actividades como para no darse cuenta de que el hombre había recibido una descarga eléctrica, una patada, como le decían, pero la sorpresa de ver realizarse ante sus ojos la manifestación del hecho con que venían aterrorizándolo desde que había empezado a gatear, cedió en seguida paso al asombro, casi al pánico, ante la reacción imprevista del hombre que, después de recuperarse de su sorpresa, empezó a esbozar una sonrisa extraña, malévola, y, sin dejar de frotarse el brazo, empezó a hablar, a dialogar con la fuerza invisible que lo había sacudido, a conversar casi, con un tono tierno, pero irónico y desafiante, no exento de amenaza, como hubiese podido hacerlo con algo vivo, un cachorro o un ser humano con el que lo ligase una intimidad problemática. Irónico, plagado de amor-odio, el hombre platicaba, reconviniéndolo, con lo invisible. Se acercó a la mesa y se inclinó hacia la pared en la que, poniéndose en puntas de pie, Leto alcanzó a divisar el extremo de un cable, hecho de unos filamentos desnudos y retorcidos de cobre que el hombre empezó a revocar, a torear casi, igual que con un perro excitado, con el dorso del índice, que acercaba y alejaba prudente pero atrevido, para tantear la intensidad, los límites de la fuerza, casi podría decirse su territorio, y no pocas veces se veía obligado a retirar el dedo con rapidez, invisible y vigilante, sin por eso dejar de sonreír ni de hablarle, en un susurro constante y juguetón, concentrado y familiar, un tratamiento exclusivo, mórbido de tan auténtico que, y de eso Leto estaba seguro, el hombre no dispensaba a ninguna otra presencia sobre la tierra.

El Matemático, entretanto, parece haberse calmado. A medida que avanzaban por el medio de la calle, a Leto le han ido llegando, cada vez más débiles, ráfagas de su silencio agitado. La actitud de Tomatis, después de haber generado en él -en el Matemático, ¿no?-, escepticismo y hasta una especie de rumiación confusa y acalorada en el momento de la separación, cuando Tomatis ha dado muestras francas, como se dice, de hostilidad, se han transformado ahora, a decir verdad, en una estimación psicológica no exenta de tolerancia, un renunciamiento que lo induce a minimizar lo arbitrario del comportamiento de Tomatis o a atribuirlo a una debilidad moral pasajera de la que Tomatis sería más víctima que responsable. Ha tenido que vencer, eso sí, las oleadas fugaces del Episodio que, subiendo desde la oscuridad, se manifestaron varias veces, durante el debate que ha venido llevando consigo mismo. Ha tenido que vencerlas, desde luego, pero las ha vencido. De modo que, respirando hondo, y advirtiendo que Leto, que camina silencioso junto a él, agobiado al parecer por los desplantes de Tomatis, parece emerger también de sus pensamientos y se dispone a retomar la conversación, el Matemático yergue la cabeza, satisfecho, y, enderezándose un poco, mira con euforia o firmeza la calle soleada y recta que se extiende ante él. La ve nítida, clara, viviente -le parece que, sumido en chicanas psicológicas y en lucubraciones sombrías, se ha venido perdiendo lo mejor. Su entusiasmo atenuado, que modifica incluso el ritmo de su marcha, se propaga hasta el propio Leto que, casi al mismo tiempo que él, sale de su propio ensimismamiento y siente que el hecho de estar ahí, en el presente y no en la ciénaga de la memoria, aunque no ignora que lo arcaico perdura en lo material, en los huesos y en la sangre, de estar ahí, en la luz de la mañana, le produce un temblor de gozo y un sobresalto de liberación. "Tan papanatas, después de todo, no son", piensa y alza los ojos que se encuentran, durante un instante que se prolonga, con los del Matemático, abiertos y radiosos. El incidente Tomatis, masa blanda y oscura que acaba de enchastrar la mañana con sus salpicaduras pegajosas, se desintegra en el pasado, que es tiempo y calle recta a la vez, materia y soplo o fluido o quién sabe qué entrelazados, que la sucesión cristalina pero áspera de la experiencia, con ecuanimidad insondable, va descartando y dejando atrás -atrás, ¿no?, o sea en un abismo, más allá, en lo que es, por definición, inaccesible, y de lo que, piensan Leto y el Matemático, al unísono, si se nos permite la expresión, y con nada que tenga que ver con palabras, "no vale la pena ocuparse, en este momento por lo menos, en que un capricho de la contingencia, un azar convertido en don, una concatenación de los grumos dispersos de lo visible y de lo invisible, de los cuajarones inciertos de lo sólido, de lo líquido y de lo gaseoso, de lo orgánico y de lo inorgánico, de ondas y corpúsculos, ha venido justo a depositar en nosotros, en el centro traslúcido de esta mañana y no de otra, una reconciliación salvadora".

O más o menos. El Matemático despliega frente a sí el brazo, aferrando en la mano el hornillo de la pipa, de modo tal que la boquilla negra sobresale por entre el medio y el anular, y trazando en el aire un movimiento semicircular, designa lo presente, es decir las veredas, la calle, las hileras de negocios, los letreros luminosos, la gente parada en las veredas o caminando en direcciones diferentes, los varios planos de la perspectiva que se van estrechando, en la calle recta, por ilusión óptica, a medida que se alejan hacia el horizonte, la luz matinal, el ruido de voces, pasos, risas, motores, bocinas, los olores familiares de la ciudad, del calorcito, de la primavera, la multiplicidad incesante y clara que podría ser también, y por qué no, una expresión nueva para eso.

– El acontecer -dice.

Visitado por una locuacidad repentina, Leto responde:

– La niña bonita de los filósofos. Era esta calle. Este momento. Tantos que se quemaron o se hicieron quemar.

– Que se jodan -dice el Matemático, por temor de que Leto, tan circunspecto hasta unos momentos antes, caiga, decepcionándolo, en la grandilocuencia. Pero enseguida se arrepiente: "¿Y qué tiene, al fin de cuentas? El modo en que una verdad se manifiesta es secundario. Lo importante es que la verdad se deje vislumbrar", piensa más o menos. Y después, incorregible: "Modo, verdad: llevaría años ponerse de acuerdo sobre estos términos".

Cruzan la bocacalle. Sin darse cuenta, han acelerado un poco, y vistos desde fuera se diría que, apurados, están yendo a un lugar preciso, al que llegarán a tiempo, tanto el ritmo y la expresión que llevan traducen pericia, facilidad y despreocupación. Pero, justamente, no van a ninguna parte y, desembarazados, como podría decirse, de proyectos y de destino, caminan en una actualidad íntegra, palpable, que se despliega en ellos y que ellos despliegan a su vez, organización fina y móvil de lo rugoso que delimita y contiene en lo exterior, durante un lapso imprevisible, la deriva del todo, ciega, que desalienta y despedaza. El Matemático observa que la nitidez de las cosas se agudiza y persiste, no sólo en el conjunto sino en cada uno de los detalles y que la famosa realidad, de la que ha oído hablar tanto, no resulta ser más que eso, en lo que están ahora incorporados, y que es al mismo tiempo, y de lo que él es al mismo tiempo, objeto y envoltura -siempre la misma vez, como decíamos, o decía, mejor, un servidor, y en el Mismo, ¿no?, que también podría ser otro nombre, lugar, decía, ¿no?, y el Matemático, estimulado por la persistencia de su visión, cree empezar a comprender todo, desde el principio, a abarcar, de una sola mirada que va transformándose en pensamiento, la forma y el sentido de que lo que se mueve, vibra y se espesa en ese medio cristalino, relacionando cada una de sus percepciones con nexos tan rápidos y fuertes, en evidencias tan precisas y universales que, casi molesto de estar gozando al mismo tiempo que cree comprender, se imparte, austero y decidido, una orden: Sustituir el éxtasis por la ecuación.

Que podría ser, según el Matemático, ¿no?, R = R, naturalmente, por realidad. Realidad igual a; y esa erre mayúscula, razona el Matemático, debería corresponder a una ecuación que la contenga de modo tan exhaustivo y riguroso, que cada vez que se emplee la palabra, todos los términos de la ecuación, perfectamente identificados, tendrían que estar comprendidos en ella. El primero de esos términos es él, el Matemático, ¿no?, no desde luego en tanto que individuo, sino en tanto que sujeto de la ecuación, un sujeto S, momento estructurado y transitorio, pero invariable a la vez, de la posibilidad de concebir la ecuación, y para que no se lo interprete como una pluralidad de momentos equivalentes del acto cognoscitivo, decide agregarle una s minúscula, para que la pluralidad de ese sujeto, que puede ser el Matemático o cualquiera de los que están en ese momento en la calle o en cualquier otra parte o momento, sea una constante incluida en el término. Se tendría, por lo tanto, se dice el Matemático, R = Ss para empezar. ¿Pero no es demasiado ingenuo poner Ss frente a un objeto O como si fuesen antagónicos y la adición una operación demasiado simple que destruye la unidad existente entre ambos? Sobre todo si se tiene en cuenta que Ss, en tanto que sujeto de la ecuación, ya está comprendido en O, el objeto que intenta formalizar. Luego Ss O constituye una entidad. Esa entidad, más vale denominarla x, lo que da R = x (SsO). "Al pelo", piensa el Matemático. Pero, en seguida, su entidad se desmorona: si en Ss hay ya una distinción, la minúscula que precisa el orden transindividual de S, la O mayúscula por el contrario no distingue sus diferentes componentes, entre los cuales S y Ss no son los menos importantes -en O hay que incluir Ss no como sujeto de la ecuación, sino como elemento objetivo de O, en quien se incluyen también todos los otros objetos contingentes que no son O en tanto que objeto universal y englobante de S, de Ss y de O, si con una o minúscula se designa la multiplicidad de objetos contingentes que lo integran. Lo cual da R = x SsO (S Ss O)… Lo heterogéneo y contingente designado por la o minúscula, por otra parte, es decir los momentos concretos de O presentan también no pocas dificultades, ya que su número, función, naturaleza, etc., pueden ser determinados o indeterminados -se sigue diciendo el Matemático, ¿no?- de modo que habría que designar a la vez su determinación y su indeterminación, ya que si se los designara por lo que tienen de determinado, un número indefinido de sus atributos no sería incluido en su definición. Pero como S y Ss, en tanto que objeto, no escapan tampoco a la indeterminación, en vez de escribir on , sería más exacto, se dice el Matemático, formularlo de la siguiente manera R = x SsO (S Ss o)n -y así, o en fin, y para ser más exactos, más o menos.