– Redondo -estima por fin Leto.
– ¿No tenés una copia? -pregunta el Matemático. Tomatis vacila un segundo, y después, desprendido y grandioso, le entrega la hoja al Matemático.
– Intercambio oficial de comunicados entre la Asociación de Estudiantes de Ingeniería Química y Carlos Tomatis -proclama.
– Unos años más, y esto vale millones -dice el Matemático, echándole una mirada admirativa a los versos mecanografiados en el centro de la hoja, y metiéndose la hoja en el bolsillo después de darle un beso ostentoso y de doblarla en cuatro con cuidado y facilidad, siguiendo los dobleces previos hechos por Tomatis. Y después-: ¿Caminamos un poco?
– Unas cuadras -accede Tomatis con reticencia.
Se ponen en marcha, siguiendo por el sol, y ocupando todo el ancho de la vereda, a tal punto que Leto, que va del lado de la calle, camina casi sobre el cordón y de tanto en tanto se ve obligado a echar miradas rápidas por encima de su hombro para que no lo rocen los autos que pasan lentos a su lado. Como Tomatis ha quedado en el medio, forman un grupo decreciente, del Matemático a Leto, no únicamente en cuanto a estatura y corpulencia, sino también a edad, ya que Tomatis tiene un par de años menos que el Matemático y tres o cuatro más que Leto. Pero el peso de la amenaza, que ha vuelto a surgir, distingue a Tomatis de los otros dos, a causa de la palidez excesiva, de la barba de tres días, de la ropa arrugada y manchada, pero sobre todo de su mirada inconstante, de su expresión ruinosa, de los sacudimientos leves de su cuerpo, de sus movimientos de cabeza bruscos, inacabados y caprichosos. Simulando no prestarle atención, Leto y el Matemático no dejan de percibirlo. Y después de caminar unos metros en silencio, el Matemático, de un modo impersonal e indirecto, lo interroga: él, Tomatis, que ha estado presente, ¿qué versión puede darles del cumpleaños de Washington? Porque ellos, Leto y el Matemático, ¿no?, tienen la de Botón, plagada de interpretaciones inverificables, de afirmaciones subjetivas y, sospecha, de anacronismos. El se ha encontrado con Botón en la balsa, el sábado anterior y, justamente, venía refiriéndole a Leto lo que Botón le contó. Como Tomatis no responde, limitándose a sacudir la cabeza con desdén contenido, el Matemático lo mira: ¿algún problema?
– Más vale me callo -dejan pasar, sobreentendiendo el colmo de la abyección, los labios nerviosos de Tomatis y, demostrando triunfales la inconsistencia del plano denotativo, prosiguen sin transición (y más o menos): poco más o menos, el cumpleaños de Washington ha sido un rejuntado de borrachones, pistoleros y cabareteras. Por ejemplo, sin ir más lejos, Sadi y Miguel Ángel Podio, que se presentan como la vanguardia de la clase obrera, no bien pierden una elección desalojan a balazos del sindicato a los miembros de la lista ganadora; él, Tomatis, no se explica cómo esa noche vinieron sin sus guardaespaldas. De Botón, ni hablar: se había querido violar a la Chichito en el fondo del patio; la salvaron sus reflejos de burguesita y el hecho de que Botón estaba tan borracho que no únicamente ya ni se le paraba, sino que las piernas apenas si lo sostenían. Y la prueba de que estaba borracho la suministra el hecho de haber elegido justamente a la Chichito, inabordable para todo el que no haya pasado antes por el Civil, cuando había entre las mujeres presentes dos o tres que hubiesen ido con mucho gusto a darse una vuelta por el fondo, y tan livianas que hasta Botón les hubiese parecido un partido interesante -de Nidia Basso, por ejemplo, se decía que sufría de fiebre uterina, y él había oído decir que a Rosario, la mujer de Pirulo, que trabajaba de enfermera en una clínica, le gustaba sangrarse de tanto en tanto con una jeringa. ¿No habían visto lo pálida que era?
Por encima de la cabeza de Tomatis, echada un poco hacia adelante en razón de la fuerza de sus disquisiciones, Leto y el Matemático cruzan una mirada perpleja y rápida con la que sellan, en esa situación de emergencia, un pacto del que la mirada fugaz da por sobreentendidas las cláusulas principales: 1° ) esta mañana, Tomatis parece encontrarse en un estado de ánimo especial; 2° ) los esfuerzos por retrotraerlo a un sistema relacional medianamente normal se han mostrado hasta este momento infructuosos; 3° ) el estado de ánimo especial de esta mañana induce a Tomatis a presentar los acontecimientos relativos al cumpleaños de Washington de manera distorsionada, apelando sin pudor a la caricatura e incluso a la calumnia en su manera de referir los hechos; 4° ) las partes se invitan mutuamente, por medio del presente pacto, a tomar con pinzas la versión de Tomatis. "Sí", piensa Leto, a quien le quedan algunos escrúpulos de lealtad para con Tomatis, desviando la mirada: "Pero cuando el río suena, agua trae". A su vez, el Matemático: "No es posible que no reaccione". Y Tomatis, por debajo del chorro de palabras malévolas que le gustaría poder retener pero que el pujo de la amenaza lanza hacia el exterior: "…el universo va a… va a… y yo voy a…" -en fin, en pocas palabras, y otra vez, aunque siga siendo la Misma, como decía hace un momento, todo eso.
Ignorando el pacto que acaba de establecerse por encima de su cabeza e incapaz de percibir en el silencio discreto y un poco avergonzado en el que caen sus palabras una muestra de reprobación, de escepticismo o de incomodidad, Tomatis prosigue: para colmo, después de la comida, a eso de medianoche, habían caído Héctor y Elisa, que andan siempre a las patadas, y Rita Fonseca, la pintora a la que, entre otros, se mueve Botón, y que cuando está borracha quiere mostrarle las tetas a todo el mundo. Y por último, a las cuatro de la mañana, había llegado Gabriel Giménez, que hacía tres noches que no se acostaba y que quería hacerle aspirar a toda costa a Washington un papelito de cocaína. El taxi que lo esperaba en la puerta, según Tomatis, lo tenía alquilado desde la mañana anterior.
El Matemático ya le ha oído contar la historia a Botón, el sábado anterior, en el banco de popa, y aun viniendo de fuente tan sospechosa, su versión le ha parecido más verosímil, o en todo caso más elegante que la de Tomatis: según Botón, como decíamos, o decía. mejor, hace un momento, un servidor, según Botón, decía, ¿no?, Gabriel Giménez, en efecto, llegó en taxi a eso de las cuatro de la mañana, excitado sin duda a causa de sus papelitos de cocaína, y según Botón según el propio Giménez, después de tres noches consecutivas de no haberse acostado -algo frecuente en el caso de Giménez, en el caso de Botón y, sobre todo, en el caso de Tomatis y, en el caso de Tomatis, no pocas veces en compañía del propio Giménez, con quien son inseparables- de modo que, piensa el Matemático, Tomatis debería observar algunas reglas elementales, por ejemplo abstenerse de juzgar en los demás lo que cuando se trata de sí mismo suele considerar con tanta benevolencia. Y, según Botón, Giménez no sólo no había perturbado la fiesta a causa de su estado, sino que habría agregado, con su delicadeza innata y su amor sincero por Washington que, en tiempos normales, Tomatis sería el primero en reconocer, una pizca de sal a los acontecimientos: para estar con Botón, Gabriel se acercó a Washington y, haciendo una serie de reverencias lentas y gentiles, en la que todos los presentes podían reconocer una gracia superior, le presentó, con un gesto semejante al del ofertorio de la eucaristía, el papelito de cocaína, especie de hostia oblonga muy apreciada que Washington, halagado por la distinción que suponía el ofrecimiento, con una sonrisa cortés y una caricia rápida en la mejilla de Giménez, rechazó argumentando no comulgar con la secta pero declarándose al mismo tiempo partidario de la tolerancia religiosa.
– Sí -dice el Matemático-. Botón me contó.
Tomatis no parece escucharlo. Están llegando a la esquina: un atolladero de autos y de colectivos que se interceptan unos a otros trata de fluir en el cruce, a causa de que en la esquina la calle se vuelve exclusivamente peatonal, de modo que los autos que vienen desde el Norte se ven obligados a doblar por la transversal, para evitar las barreras que impiden seguir adelante, y los que vienen por la transversal únicamente pueden seguir derecho o doblar hacia el Norte. De tanto en tanto alguna bocina connota, mediante la producción artificial de, como las llaman, ondas sonoras convencionales, la impaciencia y, podría decirse, la excitación nerviosa de los conductores, lo que, sumado al pito perentorio pero inconsecuente de un agente de tránsito que revolea los brazos sobre una tarima, y al rumor general de la ciudad sobre el que resaltan los ruidos más cercanos y diferenciados, agrega algunas variables imprevistas al esquema ideal de intersecciones periódicas concebido por Hipodamos. Leto, Tomatis y el Matemático se dispersan, adoptando estrategias separadas para cruzar, mediante tanteos, desvíos, avances y retrocesos, por entre los vehículos inmovilizados, y cuando llegan al otro lado, casi en el mismo momento, retoman la posición inicial, de mayor a menor, y siguen caminando juntos, esta vez por el medio de la calle, desembarazada, por varias cuadras y durante algunas horas, de toda clase de vehículos -Tomatis en el medio, refractario al silencio circunspecto de los que lo acompañan, a la reticencia un poco desolada que genera, hosco y desprevenido, su relato, y que, enceguecido por la compulsión amarga de la amenaza, no se abstiene de continuar: no, la verdad, no fue una buena idea haber invitado a toda esa gente, a todos ésos, varios de los cuales, por otra parte, no tenían ningún derecho a estar presentes; debió haberse hecho algo más íntimo, con los verdaderos amigos, los que, cuando Washington se da vuelta, no tienen la costumbre de clavarle la puñalada por la espalda: Pirulo, por ejemplo, que se cree con derecho a mirarlo desde arriba porque Washington no comparte su culto supersticioso por los criterios cuantitativos en sociología, o el Centauro Cuello, que ahora pretende ser uno de sus íntimos, pero que cuando en el cuarenta y nueve los peronistas, para neutralizarlo políticamente a Washington que pedía todo el poder para el pueblo, lo habían hecho encerrar en el manicomio, él, que estaba entre los dirigentes de la juventud, se había lavado las manos; y todavía él, Tomatis, ¿no?, no está seguro de que Cuello no haya estado metido hasta el ídem en la maquinación. Lo mismo podría decirse de Dib, que, cuando fue dirigente del Centro de Estudiantes de Filosofía en Rosario, se las ingenió, con pretextos políticos, para boicotear una conferencia que los Cohen le habían obtenido a Washington con el fin de mitigar su miseria, porque hacía un año que no le pagaban la pensión -y de la vocación y del rigor filosófico de Dib puede poseerse, dice Tomatis, una prueba palpable cuando no se ignora que Dib, en cuya boca la palabra idealista es el peor de los insultos, apenas dispuso de capitales que le dejó su padre al morir, abandonó los estudios y se volvió a la ciudad para instalar un autoservicio, no sin dejar de calcular, él que se dice marxista, que la ventaja principal de un autoservicio es que puede funcionar, como las estancias de la oligarquía, con muy poco personal. De todos modos, dice Tomatis, haber sido dirigente del Centro de Estudiantes, ya es una prueba suficiente de su vocación de negrero, porque entre las costumbres de esos señores figura en primer lugar mandar al frente a la tropa durante las manifestaciones y reservarse para ellos los puestos de la jerarquía. No, a decir verdad, había varios que estaban de más esa noche. Y varios que no estaban y que deberían haber estado.