– Todos miraban en dirección a Washington, que no decía nada.
Siempre según Botón. Ahora bien, no decía nada, pero parecía, por la actitud reconcentrada y semisonriente, los ojos blancos, el humo del Gitane Filtre (Caporal) subiendo hacia su cara desde la mano elevada a la altura del diafragma más o menos, que estaba a punto de decir algo. Y en efecto, así era. Leto se lo imagina en la cabecera de la mesa, bajo el quincho iluminado, cerca de la parrilla, el quincho inesperado que debió encastrar con cierta precipitación entre naranjos, pomelos y mandarinos, en el patio oscuro, al final del invierno -Washington, la noche de sus sesenta y cinco años, bien abrigado en su camiseta de frisa y en su camisa de lana a cuadros, más el pulóver en V por el que sobresale el cuello abierto de la camisa, más el saco de lana y encima de los hombros tal vez un poncho o una chalina, el pelo blanco abundante y revuelto, la piel de la cara ya un poco colgante pero dura, gruesa, bien afeitada y saludable todavía, uno de esos viejos que, tal vez porque trabajan la quinta, o van de pesca, o andan mucho a caballo, o se sientan a leer el diario en el jardín durante las siestas de invierno, andan bronceados todo el año, Washington, digo, que mientras va armando, con una sonrisa cada vez más pronunciada en los ojos que se van elevando hacia sus interlocutores y cada vez más vaga en los labios, lo que está por decir, formando palabras, frases, gestos con ello, eleva a su vez, parsimonioso, el cigarrillo hacia los labios y entre chorros de humo que salen de su nariz y de su boca, empieza a hablar.
Para Washington, si él ha entendido bien, lo que es poco probable, ya que la sutileza del amigo Cohen en cuestiones de envergadura es bien conocida, y él ni siquiera posee los rudimentos que la universidad, desbrozándole de entrada no poco camino, suministra a todo pensador, sin contar los emolumentos puntuales que, cada fin de mes, contribuyen a despejar el espíritu de las preocupaciones materiales que a menudo perturban el orden del silogismo, en fin, si ha entendido bien, al caballo, por haber sido decretado ser instintivo, le estaría vedado tropezar, en razón de las características mismas del instinto, que es considerado necesidad pura, todo esto desde luego si se toma, como bien lo aclaró el amigo Barco, el tropiezo en el sentido de error o equivocación: no un mero hecho fortuito y exterior, sino una contradicción interna del caballo, entre los objetivos que se propone y una falla inesperada en su realización. ¿Se equivoca? ¿La ausencia de objeción lo autorizaría a proseguir? ¿Sí? Bueno, entonces prosigue.
Y así. Él, Washington, ¿no?, creía entender de qué se trataba. Aquí, afectuoso, casi paternal, el Matemático agarra a Leto por el brazo izquierdo, para protegerlo contra la agresión eventual de alguno de los autos que vienen por la transversal, rodando, amenazadores, desde la cuadra anterior, donde han acelerado después de atravesar la bocacalle, según el sistema habitual de conducción automovilística en las ciudades ajedrezadas: aminoración y frenos antes de llegar a la esquina, acelerador una vez pasada la bocacalle, disminución de velocidad a partir de la media cuadra, y así sucesivamente, lo cual, teniendo en cuenta que la longitud de las cuadras es más o menos constante, le da al sistema, a pesar de su esencia contradictoria, un carácter bastante regular. Por encima de la cabeza de Leto, el Matemático, en un segundo, analiza los datos que recoge de un vistazo escrutando hacia el Oeste la transversal: los autos parecen bien adaptados al sistema freno-acelerador antes y después de la bocacalle, y los tres que están llegando al cruce con San Martín, uno detrás de otro, a juzgar por la distancia invariable que los separa no obstante la velocidad decreciente del primero, pareciera que, manteniendo la tendencia de aminoración, van a detenerse para dejar pasar los autos que llegan perpendiculares por San Martín y los peatones que cruzan la bocacalle, de modo que el Matemático, decidido, arrastra a Leto por el brazo, haciéndolo trastabillar cuando bajan del cordón a la calle y obligándolo a aumentar la extensión y la velocidad de sus pasos mientras cruzan, y puede decirse que el Matemático, que no ha dejado un solo instante de vigilar alternadamente los autos que vienen por la transversal, los que podrían doblar, bruscos, desde San Martín y el cordón de la vereda hacia la que se están dirigiendo, recién se siente liberado de su responsabilidad cuando trasponen el cordón, ya que no suelta el brazo de Leto ni continúa su relato hasta que no verifica que ya pueden encaminarse sin peligro por la vereda. Así que prosigue: para estar con Botón, Washington, en la primera parte de su intervención, no opone ninguna objeción a la proposición de Cohen y de Barco -más aún, le parece pertinente y pretende percibir la perspectiva que presupone. Lo único que encuentra discutible, para la clarificación de ese tipo de problemas, es la elección del caballo como objeto de análisis. Según su modesto juicio, al caballo puede desechárselo, fácil, por varías razones. En primer lugar, el caballo está demasiado cerca del hombre (a quien se le concede, sin mayores obstáculos teóricos, la posibilidad de tropezar), lo cual contamina el razonamiento de peligros antropocéntricos, sin contar además que esa proximidad del caballo con el hombre ha hecho depositario al pobre animal de toda clase de proyecciones simbólicas, a punto tal que, bajo tantas capas de simbolismo, ya es difícil saber dónde se encuentra el verdadero caballo. Por otra parte, creemos conocer demasiadas cosas sobre el caballo -nos parece que es fuerte, que es fiel, que es noble, que es aguantador, es nervioso, que gusta de la pampa y que su mayor ambición es ganar el premio Carlos Pellegrini. Estamos convencidos de que, si militara en política, sería nacionalista, y, si hablase, lo haría como el viejo Vizcacha. Además -dice el Matemático que dijo Botón que dijo Washington- por su posición en la escala zoológica, más bien preeminente, el caballo posee una densidad biológica y ontológica excesiva: tiene demasiada carne, demasiada sangre, demasiados huesos, demasiados nervios, y a pesar de su mirada huidiza, menos indiscreta que la de la vaca, podemos concebir su presencia en este mundo no exenta de necesidad, de modo tal que, aun por negligencia metafísica, a la cual no pocos pensadores han sucumbido, hasta podría admitirse alguna categoría existencial que englobe al hombre y al caballo -en una palabra, si él ha entendido bien, lo que se quería decir en relación con el caballo de Noca, que en definitiva no es más que un pretexto para la discusión, habría que aplicarlo a algún otro ente, más diferenciado del hombre que el caballo, miembro de alguna especie viviente desde luego, pero cuyo ser, exiguo aunque irrefutable, no se preste tanto a la tergiversación. Por ejemplo, el mosquito.
Esperando el efecto de su intervención, Washington se pone de perfil respecto de la concurrencia y, alzando ligeramente la cabeza, simula interesarse en el travesaño central que sostiene el techo de dos aguas del quincho iluminado. Uno o dos, desprevenidos, alzan también la cabeza y observan, sin hallarle nada de particular, el travesaño, pero la mayoría de los asistentes no demuestra, en los segundos que siguen a la perorata de Washington, la menor reacción, de modo tal que un silencio casi general, apenas entrecortado por ruidos de cubiertos y de platos, se instala en la mesa. Casi general: porque en el mismo momento en que Washington pronuncia la última sílaba de su intervención, Nidia Basso se echa a reír. La risa de Nidia Basso que brota, por decir así, súbita bajo el quincho, resuena en los oídos sorprendidos de los comensales, repercute entre las copas de los árboles que se enfrían en la oscuridad del patio, y por último se pierde, dispersándose hacia muchos puntos diferentes y contradictorios de la noche, el cielo estrellado en particular -el cielo estrellado, o sea lo que sobre nuestras cabezas, un poco extraviadas en las cosas horizontales, brilla abarcándonos neutro, sin presencias omnipotentes y caprichosas ni desdén, el cielo estrellado, ¿no?, que, aunque no menos mortal, preso también él en lo incesante pétreo o gaseoso, con su firmeza aparente, sus dimensiones y su misterio, desmesurado y glacial, nos aniquila.
En el puente superior de la balsa, en el banco de popa, el último sábado, Botón ha creído oportuno efectuar una disgresión rápida, dedicándole una viñeta vigorosa a Nidia Basso: según Botón, en quien el tono de la voz se eleva, tiñéndose de matices rencorosos, la risa de Nidia Basso no llega a ser de por sí prueba de la comicidad del hecho o las palabras que la desencadenan, porque, justamente, y en cualquier ocasión, Nidia parece dispuesta a reírse de todo lo que se diga, sea cómico o no, de modo tal que, y siempre según Botón, esa risa no tiene la menor relación con el mundo exterior, y mucho menos con esa parte del mundo exterior constituida por las palabras que Washington acaba de pronunciar. (Por ejemplo, el mosquito.) Más aún; según Botón, resultaría difícil saber si, en este caso preciso, son las palabras de Washington o el silencio que preceden lo que la motiva. De las palabras, y aun cuando una retórica humorística transparenta a menudo en la conversación de Washington -argumenta Botón arrebatado- la emisión de una risa dócil, siempre lista y chillona, es una respuesta desproporcionada a la ironía sutil de Washington, que deja más bien pensando y puede hacer, a lo sumo, sonreír, interiormente sobre todo, a diferencia, por ejemplo, de las groserías de Tomatis, que se regodea en la chabacanería, o del supuesto sentido del humor del Gato que, para Botón, tendería más bien a burlarse del interlocutor. Escuchándolo, siempre con la vista clavada en ese punto del río en el que la estela que deja la balsa comienza a disiparse, el Matemático sospecha que con el pretexto de definir la risa peculiar de Nidia Basso Botón está aprovechando para descalificar, por alguna razón que él desconoce, al Gato y a Tomatis, pero mientras va contándole a Leto, con sus propias palabras, las distinciones de Botón, omite, no sin volver a experimentarlas mientras habla, esas sospechas. De ser entonces las palabras, refiere el Matemático, se trataría según Botón de una simple carencia de sutileza para percibir, detrás de la ironía superficial, la gravedad que transparentan siempre las palabras de Washington (o al revés), pero,, en el caso de haberla originado el silencio, habría que inclinarse por la tesis de una risa nerviosa, menos signo de la comicidad del mundo que de la neurastenia, califica Botón con resabios posmodernistas, del sujeto emisor. Botón piensa que, a decir verdad, si se intentara una clasificación general de los distintos tipos de risa en relación con las circunstancias que las provocan, se comprendería que la aplastante mayoría tiene poco y nada que ver con lo cómico. Es el caso de la risa de Nidia; de algo verdaderamente cómico, Botón dice que nunca la vio reírse, o no se fijó, o no recuerda -de todos modos, una risa motivada por algo cómico, no sería, tratándose de Nidia Basso, otra cosa que una simple excepción, un ramalazo de relación real con el mundo, un momento fugaz de inatención respecto de la autocontemplación incesante y ansiosa que ocultan sus risas subjetivas.