Ernesto escribió dos o tres palabras sobre un papel; pareció reflexionar sobre algo y después dijo:
– ¿Sabe de qué se lo acusa, Fiore?
La cara del acusado emitió una sonrisa débil, picara, y pude ver cómo las proximidades de los ojos se le llenaron de arrugas y de patas de gallo. Pero sus ojos no alcanzaron a brillar. O tal vez no se trataba de una sonrisa sino de la expresión facial de un esfuerzo de comprensión. Traté de adivinar la edad del tipo. Después me acordé que en el parte que me había leído el cronista de policiales decía que tenía treinta y nueve años. Lo miré atentamente y pensé que podía haber tenido treinta y nueve o un millón. Después abrió la boca y se vieron unos dientes blancos bajo los labios rojizos y la barba negra. El tipo quedó con la boca abierta pero no dijo nada. Ernesto entrecerró los ojos y se inclinó hacia él.
– ¿Sabe de qué se lo acusa, Fiore? -dijo.
Los tres -Ernesto, el secretario, yo- estábamos pendientes de él. Ahora también el tipo se inclinó hacia Ernesto y entrecerró los ojos. Tenía los dientes apretados, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo y yo comprendí que la expresión anterior no había sido una sonrisa, o si lo había sido en ese momento se había convertido en otra cosa, más turbia e indefinible. Cuando habló su voz sonó delgadísima, casi en falsete, y muy débil.
– Juez -dijo.
Ernesto no respondió. El tipo se inclinó todavía más y yo vi que sus ojos estaban ya cerrados y apretados.
– Juez -repitió, con su voz en falsete.
Comenzó a sacudir lentamente la cabeza.
– Los pedazos -dijo-. No se pueden juntar.
Después saltó. Ninguno de los tres -Ernesto, el secretario, yo- se movió hasta que se oyó el estruendo de los vidrios y el tipo desapareció de la habitación. Nos paramos los tres al mismo tiempo, pero el tipo ya no estaba; quedaban los vidrios rotos y las astillas del marco de la ventana, y en el silencio que quedó después -lleno todavía del eco del estruendo del cuerpo al chocar contra la ventana y desaparecer- el pedazo de vidrio que se descolgó y cayó en la habitación haciéndose polvo me hizo volverme más rápidamente que si el tipo hubiese reaparecido en la ventana, regresando desde el vacío. Entonces el secretario se puso a correr por la habitación, diciendo "Dios mío" a cada momento. Ernesto le dio un empujón cuando el secretario le cortó el paso mientras él avanzaba lentamente hacia la puerta del corredor. El secretario cayó sobre un sillón y empezó a echar espuma por la boca. Ernesto abrió la puerta y salió. Yo me acerqué al secretario y lo vi abrir los ojos, oyéndolo decir "Dios mío", dos veces, débilmente. Después salí al corredor y bajé los tres pisos en un segundo. Cuando llegué a la calle un círculo de tipos se había formado en la vereda de los Tribunales, debajo de la ventana. Otros venían corriendo desde la plaza. El doctor Rosemberg hablaba con Ernesto. Yo me abrí paso entre el círculo y me puse en primera fila. En el centro del círculo estaba el cuerpo del tipo, boca abajo, y tan encogido que parecía un enano, las baldosas amarillas estaban manchadas de sangre. El tipo no se movía. Me di cuenta de que cuando un tipo se estrella así contra una ventana y después vuela por el aire y va a dar contra el suelo desde el tercer piso, no se rompe nada en el momento de chocar contra los vidrios y caer, y chocar contra la vereda; nada, como no sea una cáscara vacía. Porque el tipo ya está hecho pedazos desde antes de tirar lo que queda de él, la cáscara vacía. El tipo se había estado pelando hasta el hueso y había tirado la cáscara por la ventana. La llovizna caía sobre la cáscara y el círculo de caras pálidas que la miraban sin hablar. Me abrí paso y me metí otra vez en Tribunales. Alejados del grupo, Ernesto y el doctor Rosemberg hablaban en voz baja. Los dos policías comenzaban a dispersar la gente a empujones. Cuando entré en el hall del tribunal fui derecho al cuartucho del telefonista. El telefonista me preguntó qué había pasado y yo le conté. Se levantó para salir, pero le dije que marcara el número del diario, antes. Me dio la comunicación y salió corriendo. El cronista de policiales me dijo que la página ya estaba cerrada y que iba haber que esperar hasta el otro día. Después dijo que salía para Tribunales. Cuando salí del cuartucho del telefonista atravesé el hall hacia la salida y en la escalinata me crucé con Ernesto y el doctor Rosemberg que venían subiendo rápidamente los escalones, de dos en dos. Toqué el brazo de Ernesto.
– Mañana. Mañana-dijo Ernesto, sin siquiera detenerse. El otro tipo ni me miró.
Cuando salí a la calle vi que el grupo de curiosos se había duplicado. Los vigilantes ya no se divisaban; me abrí paso y los vi en el centro del grupo, que se apretaba cada vez más en torno del cuerpo. Los vigilantes hacían espacio a empujones. El tipo seguía boca abajo, más encogido todavía. Ya ni parecía una cáscara; no parecía nada. Cuando salí otra vez del grupo apretado de tipos que tendía a cerrarse cada vez más sobre el cuerpo, vi al secretario solo, cerca de la pared. Se había puesto un impermeable y me miró.
– ¿Está muerto? -dijo.
– Creo que sí -dije yo.
Sobre el bigote entrecano tenía unas manchitas de espuma. Parecía que le hubiesen dado una mano de cal sobre la cara. Tenía los ojos muy abiertos.
– ¿El juez subió? -dijo.
– Sí-dije yo.
– Ni lo vi saltar -dijo el secretario-. Oí el ruido de los vidrios y ya no estaba más.
– Fue todo muy rápido -dije yo.
– Yo no oí más que el ruido de los vidrios -dijo el secretario.
– No sé cómo pudo haber hecho para saltar tan rápido -dije yo.
– El cuerpo no lo vi en ningún momento -dijo el secretario-.
Sentí el ruido, pero el cuerpo no lo vi. Oí cómo saltaron los vidrios. Saltaron los vidrios. Los oí cómo saltaron, y ya no estaba más en la oficina. Ha de estar lloviéndose todo ahora, adentro.
Se apoyó contra la pared.
– Estará todo lleno de vidrios -dijo.
Estaba oscureciendo. Era un crepúsculo azulado, sin sol. Me despedí del secretario y me fui al bar de la galería. Cuando llegué ya había oscurecido y en la galería las luces estaban encendidas. Tomé dos cognacs, pero no vi a nadie. El centro estaba casi desierto. Alrededor de las siete me fui para mi casa. La luz del dormitorio de mi madre estaba encendida. Un rectángulo de claridad emergía de la banderola. Fui a mi pieza y encendí la luz. Casi enseguida apareció mi madre.
– Vino a buscarlo un tal Tomatis -me dijo.
– ¿Le preguntaste qué quería? -dije yo.
– No. Como usted no estaba, se fue -dijo mi madre.
Después volvió a su habitación. Yo me metí en la cama y apagué la luz. No hubo forma de calentar las sábanas en toda la noche. Parecía metido entre dos barras de hielo. A eso de las diez y media oí salir a mi madre, y cuando me di cuenta de que estaba bien solo en la casa me sentí peor. Fui al dormitorio de mi madre y me metí en su cama, en la oscuridad. Estaba un poco más tibia que la mía, pero tuve que hacer unos esfuerzos terribles para no dormirme, por temor de que ella me encontrase allí a la vuelta. Estuve metido en su cama como dos horas, y después me volví a la mía. Fue como meterse en el congelador de una heladera. Si alguien me hubiese serruchado los pies no lo habría sentido. Podía habérmelos cortado y tirado a la basura y yo no me hubiese dado cuenta de nada hasta la mañana siguiente, en el momento de ponerme los zapatos. Después dormí lo suficiente como para ver caer un millón de veces el cuerpo encogido del tipo y oír un millón de estruendos de vidrios rotos en la oficina de Ernesto. Cuando me desperté eran las cinco de la mañana -prendí la luz y miré la hora- y estaba más helado que al acostarme. Fui a la cocina y me preparé una taza de café y me la traje para la cama. Dos minutos después lo estaba vomitando. Me di cuenta de que estaba enfermo y que ese día no iría a trabajar. Me puse el termómetro en el sobaco y lo dejé ahí cinco minutos; cuando lo saqué vi que marcaba treinta y ocho grados dos décimas. Me quedé con los ojos fijos en la banderola de la puerta, viendo cómo iba cambiando su color -del negro al azul, después a un verdoso pálido, hasta que por fin se volvió gris y quedó en eso- hasta que amaneció. Dormité. Cuando volví a despertarme la habitación estaba envuelta en una claridad débil y el rectángulo gris de la banderola relumbraba. Oí andar a mi madre por la cocina y pensé que me iba a morir. Eran las diez de la mañana. Llamé a mi madre.
– Tengo fiebre -le dije cuando entró.
Estaba con unos pantalones rojos y un suéter negro. Se había puesto un pañuelo en la cabeza. Tenía un cigarrillo colgando de los labios y la cara oval completamente lavada.
– Ha estado mojándose -dijo. Después quedó un momento en silencio-. ¿Estuvo en mi dormitorio, anoche?
– Fui a ver si encontraba algún antigripal -dije.
– No deje sus pañuelos mugrientos en mi cama -dijo mi madre.
– ¿Hay algún remedio contra la fiebre? -dije.
Mi madre no contestó y salió. Al rato volvió con una pastilla rosada y un vaso de agua. Me incorporé y me tragué la pastilla y dos o tres sorbos de agua. Tuve un par de arcadas pero no devolví ni el agua ni la pastilla. Mi madre vio mis vómitos en el piso y salió, regresando con un trapo y un balde de agua. Se inclinó y limpió las manchas. Después arregló mi cama y desapareció.
A la una en punto me trajo un plato de sopa. Apenas sí la probé. Le dije que llamara al diario y avisara que yo estaba enfermo. La oí salir cuando fue hasta el almacén de la esquina a hablar por teléfono. Cuando volvió y abrió la puerta de mi dormitorio la oí perfectamente, pero me hice el dormido. Había comenzado a sudar y la cama se estaba calentando bastante, de modo que una hora más tarde, cuando sentí la ropa pegada al cuerpo, volví a llamar a mi madre, le pedí una toalla, me sequé todo, y me puse ropa limpia. Volví a meterme el termómetro en el sobaco, y cuando lo saqué cinco minutos después comprobé que ya no tenía fiebre. A las seis oí el timbre de la puerta de calle y después oí la voz de mi madre aproximándose por la galería hacia mi habitación, hablando con alguien que refregaba las suelas de los zapatos contra el felpudo de alambre. La puerta de mi dormitorio se abrió y entró Tomatis, seguido por mi madre. Tomatis arrimó una silla y se sentó muy cerca de mi cama.
– Vengo a escuchar tus últimas palabras y a convencerte para que me incluyas en tu testamento -dijo Tomatis.
– Pueden irse todos a la mierda. Ésas son mis últimas palabras -dije yo.