Volvió bruscamente la cabeza hacia mí. La barba le había crecido un poco desde la noche anterior, afinándole los rasgos.

– No sabía que estabas despierto -dijo. -Recién desperté -le dije. -Hay café hecho en la cocina -dijo. Me levanté y me vestí. Tomatis volvió a fijar la vista en el recuadro gris de la ventana. Después se inclinó y escribió dos o tres palabras. Salí de la habitación y oí que Tomatis cerraba la puerta detrás de mí. Fui al baño; estuve un rato sentado leyendo un diario viejo que había sobre el bidé; busqué la sección Estado del Tiempo y descubrí el titular "Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta". Después miré la fecha: era del quince de marzo. Después me lavé la cara y me peiné y fui para la cocina.

El café estaba frío, de modo que tuve que esperar que se calentara. Me serví una taza y la tomé. Después me serví otra. De una lata negra que había en un armario saqué unas masitas dulces y las fui sumergiendo en el café y después me las llevaba a la boca, donde se deshacían apenas se depositaban sobre la lengua. Me comí todas las masitas, y cuando sumergí la última en la taza de café, la saqué seca a medias porque la taza estaba vacía. Volví a la habitación delantera, y me detuve un momento delante de la puerta cerrada, vacilando. Por fin entré. Tomatis ni siquiera se volvió: miraba el rectángulo gris de la ventana, con los ojos ahora entrecerrados y la boca abierta. No sé qué cosa veía ahí que le llamaba tanto la atención. Me acerqué a la mesa para sacar un cigarrillo.

– ¡No lo toques! -gritó.

Pegué un salto. Tomatis se echó a reír.

– Perdón -dijo-. Estaba distraído. Se quedó mirándome sin hablar. Encendí un cigarrillo, mordí el filtro, y eché una bocanada de humo.

– Estoy por terminar -dijo Tomatis-. Media hora más y termino.

Salí de la habitación y cerré la puerta. Fui al patio a terminar de fumar el cigarrillo. Era un día gris, y un aire liso y frío, muy leve, me enrojeció la cara. El cielo estaba cubierto por una capa gris, densa y lisa. Cuando terminé el cigarrillo entré en la cocina y tomé más café. En el fondo de la cafetera no quedó más que un sedimento negro, y cuando bebí el último trago tuve que escupir un montón de borra. Después me levanté y abrí la puerta del dormitorio de Tomatis. Gloria estaba echada en la cama, con la cara aplastada contra la almohada. Se había desatado la cola de caballo y el pelo salía en mechones oscuros por encima de las frazadas. El pantalón negro y el suéter gris que había llevado la noche anterior colgaban de una silla. En el suelo, a los pies de la cama, estaban sus zapatitos negros. Me acerqué en punta de pie y me paré cerca de la cabecera; tenía la boca abierta aplastada contra la almohada, y al lado de la boca, sobre la funda, podía divisarse una manchita húmeda. Pisé algo blando y me incliné; eran unos calzones, pequeñísimos y negros. Tenían que ser los de ella, a menos que Pupé se hubiese olvidado los suyos la noche anterior.

Me encogí de hombros y volví a la cocina, cerrando la puerta del dormitorio. Casi en el mismo momento en que yo me sentaba en una de las sillas que rodeaban la mesa, Tomatis reapareció. Estaba eufórico, con ese tipo de euforia asordinada que yo le había observado la mañana anterior en el diario. Lavó la cafetera y puso a hervir agua para preparar más café. Me preguntó si había dormido bien. -Perfectamente -dije.

– ¿Qué te pareció la reunión? -me dijo.

– Oh, muy divertida. Faltaba un cadáver -dije.

– Y las chicas, ¿qué te parecieron? -dijo Tomatis.

– La Negra me llamó la atención, pero tengo miedo de que sea peluda -dije-. En las otras no me fijé mucho. Tomatis se llevó un dedo a los labios y cabeceó hacia el dormitorio.

– Ojo que Gloria está aquí -dijo.

– No sabía -dije.

Tomatis preparó el café y me ofreció una taza.

– Estoy lleno de café hasta la campanilla -dije. Me metí las manos en los bolsillos y aferré el paquete de cigarrillos que había sacado del cajón de la mesa la noche anterior. Estaba perfectamente cerrado y había ido achatándose. Lo apreté muy fuerte. Tomatis se sentó con la taza de café en la mano y comenzó a tomarlo de a traguitos.

– Hace una semana que quiero contarte algo que me está pasando, y no puedo lograr que me escuches -le dije.

– No hay que esperar demasiado de los demás -dijo Tomatis-. Por otra parte, yo no tengo la culpa de que le hayas pedido a Gloria que se quede, y ella no haya querido quedarse. Es ella la que decide si se queda o no, y con quién se queda, ¿no te parece?

Así que ella le había dicho. Me enceguecí durante un minuto y oía la voz de Tomatis, pero no sé qué decía. Sentí un temblor en el estómago y después le pedí a Tomatis un cigarrillo, por decir algo, porque él se había quedado otra vez en silencio, y si hay algo que yo no puedo soportar cuando estoy con otra persona es el silencio. Tomatis fue hasta su habitación y volvió con dos paquetes de cigarrillos norteamericanos. Tiró uno sobre la mesa.

– Te lo regalo -dijo.

Después me extendió un cigarrillo de su paquete. Encendí el cigarrillo, y después le conté todo el asunto de mi madre. "A mi modo de ver", le dije,"ella es injusta conmigo. La razón está de mi parte. Puedo admitirle que se vista como quiera, pero no que reciba poco menos que en pelotas a gente extraña. No me importa que sea mi madre ni nada. Pero no está bien. Pienso incluso que el lechero, por ejemplo, no debe sentirse nada cómodo cuando mi madre le abre la puerta en bikini para recibir la botella de leche. Además, está el asunto de la ginebra. Desde el vamos ella sabía que se trataba de mi botella, y no había ninguna razón para simular que era la de ella y era yo el que me encontraba en infracción. Por otra parte, aun cuando la botella hubiese sido de ella, entiendo que ella debió hacer la vista gorda, porque sabe muy bien que me roba cigarrillos de a montones y que me saca dinero, y yo hago como si no pasara nada. Otra cosa: ¿tiene derecho a venir a decirme a cada rato que mi imaginación se va a pudrir con tanta lectura, cuando ella no hace más que leer el libro de oro de El Tony y un montón de revistas verdes? Después de todo, yo no tengo la culpa si ella encendió la luz y me encontró con el pito parado. Yo no la llamé. No tengo la costumbre de llamar a mi madre para que venga a ver cada vez que se me para el pito. He estado haciendo la vista gorda desde que se enfermó mi padre, cada vez que ella hacía alguna de sus incursiones nocturnas quién sabe a dónde, de modo que me parece que no es exigir demasiado que ella respete mis derechos así como yo respeto los suyos. No tenía por qué venir y encender la luz de repente pensando que me iba a encontrar haciendo vaya a saber qué cosa y con quién. No me parece que haya oído algún ruido raro y haya salido encendiendo la luz de repente para sorprender a algún ladrón. O cosa por el estilo. No: la idea era espiarme a mí y sorprenderme infraganti en no sé qué delito imaginario que ella supone que yo cometo cada noche. Otra cuestión: ¿cómo va a venir y pegarme porque yo le diga que la botella de ginebra que ella tiene en su dormitorio y de la que se ha tomado ya dos tercios, no es de ella en realidad sino mía? Ella sabía muy bien que la botella era mía. No debió levantarse de la cama y venir y darme dos cachetadas. Yo me enfurecí y se las devolví. Entonces ella vuelve a darme dos cachetadas y yo no aguanto más, me saco el cinto, y empiezo a darle cintazos y trompadas hasta que ella no quiere más guerra y se queda echada en la cama llorando y todo y no mira ni nada ni dice nada cuando yo me sirvo un trago de ginebra en el vaso y me lo llevo para mi habitación".

– De modo que le has dado una paliza a tu madre -dice Tomatis.

– Exactamente -digo yo.

Como Tomatis no dice nada, agrego:

– Me estaba haciendo la vida imposible. Me pareció el mejor camino para conseguir que me dejara tranquilo.

– Tengo la impresión de que no asumiste la decisión con tanta serenidad como estás tratando de dármelo a entender ahora -dice Tomatis.

– Probablemente no haya estado pensando en el futuro cuando le pegué -dije.

– Sí -dijo Tomatis-. Ésa es la impresión que tengo.

– Y en cuanto a mi madre, ¿qué pasa? -dije yo-. ¿Te parece normal haberse enfurecido hasta el punto de cambiar toda nuestra relación el hecho de haberme encontrado en medio del patio con el pito parado?

– ¿Qué edad tiene tu madre? -dijo Tomatis.

– Treinta y seis, creo -dije yo.

– Deberías cuidarte más, en tu casa -dijo Tomatis. Después apareció Gloria y Tomatis le dijo que hiciera la comida. Gloria me miró y sonrió débilmente, pero parecía que no se había despertado del todo todavía, porque tenía ese rostro áspero y los ojos hinchados de los que recién se levantan de dormir, y no podía fijar la vista en nada. Tomatis sacudió la cabeza y me indicó que lo siguiera a la habitación de adelante, pero para eso yo ya me había olvidado de la cuestión de mi madre y tenía deseos de quedarme en la cocina para ver el culito de Gloria mientras ella se volvía a preparar la comida sobre el fogón. Se veía bien que Tomatis quería demostrarme interés en mis problemas, después de haberme hecho esperar más de veinticuatro horas para escucharme, pero cuando llegamos a la pieza delantera ya no tuve más ganas de hablar, y me puse a mirar la calle por la ventana. No pasaba un alma, y los ligustros que bordeaban las veredas estaban ateridos. El gris tenso del cielo parecía todavía más tenso y más gris sobre el esqueleto de una casa en construcción, en la vereda de enfrente. Tomatis esperó que yo decidiera hablar, y cuando comprendió que yo estaba dispuesto a quedarme todo el tiempo con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y mirando por la ventana, dijo:

– No pienso darte ningún consejo, Angelito. No acostumbro. Pero supongo que querrás encontrarle alguna explicación a lo que pasa. Si analizamos los hechos, capaz que podemos dar con alguna.

– Es una vieja puta -dije yo.

– En primer lugar, no es vieja -dijo Tomatis.

– No estarán hablando de mí, supongo -dijo Gloria entrando de golpe en ese momento.

– En lo de vieja, no -dije yo.

– Dame un cigarrillo, Carlos -dijo Gloria. Tomatis le alcanzó un cigarrillo y se lo encendió. Yo tenia un paquete cerrado en cada bolsillo del pantalón, y los apretaba con las manos.

– Pueden pasar a comer, si quieren -dijo Gloria, y desapareció.

Quedamos en silencio un momento, y yo sentía el ruido de los pasos de Gloria alejándose por el pasillo en dirección a la cocina. Se veía bien que había despertado completamente, y la cara delgada y llena de pecas, con el lunar en la mejilla y, los labios ligeramente curvados hacia arriba, había tomado otra vez la forma suave de la noche anterior.