Por la cortina del ventanillo no entra ya el hilo del sol sino sólo una hebra de claridad platina. Sabe que aunque la campana del reloj de la iglesia no haya dado la media es hora ya de levantarse y de salir de la fonda. Apura la colilla de su último cigarrillo despacio, con los ojos entornados. Sonríe y sueña despierto. Piensa en Caracas, en su imaginario viaje que bien pudiera y debiera ser una realidad. (Jauja de vegetación lujuriante, prostíbulos, negras desnudas, sones de maracas, y palmeras, silvestres cocoteros y buques de rojas chimeneas anclados en la rada del puerto, con la luna rielando sobre la bambalina cinematográfica del mar. Crucero de placer en un transatlántico italiano con cenas rociadas de Chianti y canciones napolitanas).

Por unos momentos está seguro de viajar ya, de cruzar el Atlántico para ser recibido por un generalísimo y una compañía haciéndole los honores militares, y una banda de música interpretando sones guerreros, mientras el dictador, después de guiñarle un ojo, entrega a Mila un gran ramo de gardenias azules.

Lo saca ahora de su abstracción la campanada de la media. Da una última chupada al cigarrillo. El pensamiento vuelve enseguida a enganchársele en la fantasía ultramarina: pozos petrolíferos; también pozos petrolíferos de mil barriles al minuto, hoteles refrigerados y doradas playas.

No tiene voluntad para desprenderse de sus sueños y abandonar de un salto la cama. Por un momento siente miedo: el miedo terroso y lívido de siempre, cuando se da cuenta que camina por la vida sin dinero. Se acaricia la barba con la palma de la mano. De nuevo el mar, la mentira que pudiera ser verdad, de su viaje, la larga singladura, ahora en la bodega de un buque de carga, junto a los emigrantes con un fondo de acordeón y las literas apiñadas unas sobre otras, y una adolescente que le mira con los ojos negros y profundos al lado de un hombre que puede ser su padre, lleva crecida la barba y lee el Antiguo Testamento.

Cuando suenan los nudillos en la puerta de su alcoba se sobresalta. El jergón de camisa de maíz cruje cuando se levanta a abrir la puerta. Cruza la habitación descalzo, pero se arrepiente y vuelve para sentarse al filo de la cama y calzarse los zapatos. Abre luego el ventanillo y se ve obligado a engurruñar los ojos de la claridad dorada que entra en el cuarto. Se coloca luego la corbata y se aprieta el nudo y se da un toque discreto sobre el pelo revuelto presionando los dedos alrededor de la cabeza. Por último descorre suavemente el cerrojo de la puerta de la alcoba.

* * *

El vino blanco se deja caer con ésas. Al principio parece que se fuera a desbordar la cabeza porque forma ante ella precipicios y bancales, hoyos y todo gira como un tiovivo; pero luego todo se deshace como una mala nube y vuelve a ser lo que era. Queda sólo un péndulo vacilante y oscuro que se hace puntita de estrella y se hace como bastoncito de arropía y se hace como flotante lengua de fuego, así como la paloma del Espíritu Santo, parecido.

El vino de la cepa que crece en los Alcores es vino fresco y dulzón que no hace daño sino a la barriga; y sirve de purga. Al espíritu lo deja libre y a las carnes cachondas.

– Vamos a verla – dice de pronto Toto -. Vamos a echarle un vistazo; que sepas que no me importa, que veas que agua pasada no mueve molino.

– No te importa ahora, bacilón, que antes… Esta mañana me la negabas. Esta mañana todo fueron evasivas y no querías saber nada – contesta Eugenio.

– Si tú lo dices…

– Digo la fija.

Antonio media en la discusión, abotargado aún, arrepentido de su rabona albañilera, del trabajo al que se dejó de acudir sólo porque se calentara la boca con la cerveza para terminar con dos litros de vino por cabeza:

– Que si se dejé de doblarla – dice – y perdí media peonada de trabajo y me he jugado la boleta para aguantar vuestras puñeterías, avisar…

Ni Toto ni Eugenio hacen caso de sus palabras.

– Si tan a pecho te lo tomas – dice Toto a Eugenio-. Y lo que quieres es casarte con ella, y, casándote, ella contigo va a vivir como una duquesa a tu lado…

Eugenio gesticula ofendido:

– De regalitos nada, macho. Que en bateas a mi damiselas, nada. ¿Qué te has creído, que soy un maruziño de los que cargan pianos mientras la mujer hace la calle…?. Te has columpiado tú conmigo.

– Yo poco podía darla mientras esté con el piochín. Además que mientras me viva la vieja no hay hembra que me chifle, palabra.

– Te salva que estás curda y que no quiero disgustos de ninguna clase para los cuatro cochinos días que me quedan que estar aquí. Me sobra a mi lo que tiene que sobrarle a un hombre para ser platito de segunda mesa. A mi -se da un golpe sobre el pecho-. A mi – repite – que las he tenido rubias y morenas, castañas y negras como el carbón y he dicho nones… Pasa que tú has equivocado la vereda, macho; que no sabes lo que estás diciendo. No hace falta que a mi me des tú consejos sobre mujeres, ni me digas para allá o para acá, ni toma que te la regalo. Vales tú muy poco, como hombre para que me tengas que poner a la Mari de cepo. Vales tú muy poco, Totín, para dártela de sabihondo ni de nada.

Caminan los tres despacio, bajo las sombras de las acacias, las manos dentro de los bolsillos del pantalón, aburridos, torpes todavía, dando patadas a las pedriscas, a los envases inservibles, al cartonaje multicolor, al super lujo de los papeles de cuché a diez tintas, a los vasos de papel parafinado, a los restos de las vituallas arrojadas a la cuneta de la Colonia por el Strategio Air Comand.

– Ahora que si tú lo que querías era un plan – dice Toto-. Si tú lo que querías era llegar haciéndote el nuevo, dándote aires de macho para matarla por lo bajini, para aprovecharte de los trenes baratos…

– Pues si, eso, un plan. ¿Para qué te lo voy a negar, para qué quieres que te ande con rodeos?. Me gusta como ternera que es. ¿Qué querías?. Una formalidad no puedo yo permitirme ni con ella ni con nadie. Entérate. Me quedan muchos años de vida; me queda a mi mucho que correr por esos mundos para pedirle la palabra ni a Mariquita ni a Santa Mariquita.

Conciente de la gresca inevitable, antes de pronunciar la última palabra, adopta una posición defensiva. El golpe bajo que le dirige Toto con el puño tembloroso a la barbilla lo para fácilmente. No le acierta la cara, pero el camisolín rojo se desgarra por el cuello. Cuando los dos llegan al cuerpo a cuerpo y ruedan por el asfalto caliente, Antonio se interpone para separarlos:

– Quita, quita. ¿Estáis locos? -Los lanza a derecha e izquierda y logra separarlos difícilmente -. ¿Es que os habéis vuelto locos los dos?. ¿Es que ni siquiera os dais cuenta de lo que estáis haciendo?.

Están ya los dos jadeantes, uno frente al otro, mirándose fijamente a los ojos, sin demasiado odio ni demasiado rencor. El avenate ha pasado y el sudor les rueda por la cuenca de los ojos, por la barba, por la comisura de los labios. Silencio. El silencio duele. El silencio salpica las pestañas de rabia mal contenida, de arrepentimiento. El silencio multiplica el canto lejano de las chicharras bajo las buganvillas de los jardines. Antonio silba una tonada que no logra salir de los labios. Eugenio sacude el polvo al camisolín y se pasa la palma de la mano por la boca. Toto suspira.

– No quise ofenderte – dice Eugenio-. La verdad es que no podía imaginar que estabas arrancado por ella.

– Y yo creí que tú eras más hombre – contesta Toto.

– Oye, que lo soy, eh. Mucho cuidado, que lo soy y tú lo sabes. Y además se respetar cuando hay que respetar.

La voz de Toto tiene ahora un tono desgarrado:

– Yo pensando que la querías bien, ya ves; que la querías de veras; que si preguntabas por ella y la buscabas es porque la ibas a quitar de servir y te ibas a casar con ella y te la ibas a llevar por ahí, lejos para que yo no pudiera ya verla más, al fin del mundo.

– Eso eran figuraciones tuyas, Toto, figuraciones… ¿Tú crees que yo estoy en condiciones de mantener una boca más?. Bastante tengo ya con lo que le mando a mi madre. Bastante tengo con no ser una carga para la familia.

– Que eres un gallina y yo un primavera – dice Toto -. Los dos sois unos gallinas – señala a Antonio -. Tú, y él, los dos, fíjate. Los dos estáis cortados por la misma tijera.

Es ahora Eugenio el que tiene que sujetar a Antonio que se abalanza sobre Toto.

– Deja. Está loco. Déjale – dice -. ¿No ves que está borracho?. Con niños no se puede beber. Para beber hay que beber como hombres.

A Toto le caen lágrimas confundidas con el sudor. Se restrega la barba y los labios y se da luego un manotazo de rabia sobre el pecho:

– Mira que soy capaz de mataros a los dos. Uno a uno, o a los dos juntos, como queráis.

– Estás valiente – dice Eugenio -. Estás tú hoy muy valiente.

Soponcio a la cabeza. Humo y neblina. Turbias las aceras, turbios los tejados rojos y los maizales sin segar y la blanca flor del algodón. Arcadas. Toto arroja todo el fuego del vino que le quema la garganta apoyado en una verja. Antonio y Eugenio tienen que ayudarle para que no caiga redondo sobre la vomitina. Rechaza la ayuda y se limpia el espumarajo de la boca. Finalmente acaba por dejarse conducir dócilmente entre los dos.

– Toto, Totín, que está visto que no has nacido para borracho – dice Eugenio mientras le acaricia el cuello -. Hay que ver que te has puesto como una fiera por nada. Después de todo eres tú el que ha salido perdiendo: te has cargado el camisón y pensaba regalártelo antes de irme.

La tarde inútil que ni siquiera ha aprovechado la siesta se les clava a Toto y Antonio en la morriña cagalona. Que sino se fue a trabajar por el jolgorio y se perdió el jornal es necesario continuarlo, pero ninguno puede dar ya un paso.

Se sientan los tres en el bordillo del acerado como lo hicieran cinco años atrás, cuando marchaban al caer la tarde para asomarse a las celosías de la Colonia para ver desnudarse a las criadas. Buenos tiempos. Antes de ir a la "mili" para marcar el caqui, antes de poner cara seria a la vida. Cuando sólo se echaba de tarde en tarde una peonada agrícola y el resto del tiempo se malgastaba en gamberrear, en ir y venir sin ton ni son, en pedalear la cuesta arriba de los alcores entrenando la afición a la bicicleta a ver si por allí podía dársele una salida a la vida.

La brisa atlántica levanta pequeños remolinos de polvo y hace tililar las hojas de los pitósporos. De tarde en tarde una tromba de aire caliente eleva una columna de tierra.