Un día la punta del pico de Bernardo abrió un boquete por donde se filtró un rayo de luz, entonces los niños comprendieron, encantados, que habían desembocado medio a medio en la inmensa chimenea del salón de la hacienda De la Vega. Unos campanazos fúnebres del reloj de bulto les dieron la bienvenida. Muchos años más tarde supieron que Regina había sugerido el emplazamiento de la casa justamente por su cercanía a las cuevas sagradas.

A partir de ese descubrimiento se dedicaron a fortalecer el túnel con tablas y rocas, porque las paredes de arcilla solían desmigajarse, y además abrieron una portezuela disimulada entre los ladrillos de la chimenea para conectar las cuevas con la casa. El fogón era tan alto, ancho y hondo, que cabía una vaca de pie adentro, como correspondía a la dignidad de ese salón, que jamás se usaba para agasajar a huéspedes, pero que de tarde en tarde acogía las reuniones políticas de Alejandro de la Vega. Los muebles, toscos e incómodos, como los del resto de la casa, se alineaban contra las paredes, como si estuvieran en venta, acumulando polvo y ese olor a manteca rancia de los trastos viejos. Lo más visible era un enorme óleo de san Antonio, ya anciano y en los huesos, cubierto de pústulas y andrajos, en el acto de rechazar las tentaciones de Satanás, uno de esos esperpentos encargados por pie cuadrado a España, muy apreciados en California.

En un rincón de honor, donde pudieran ser admirados, se exponían el bastón y los paramentos de alcalde que el dueño de la casa usaba en los actos oficiales. Esos actos incluían desde asuntos mayores, como el trazado de las calles, hasta las minucias, como autorizar las serenatas, porque si se dejaban al albedrío de los señoritos enamorados nadie habría podido dormir en paz en el pueblo. Colgaba del techo, sobre una gran mesa de mezquite, una lámpara de hierro del tamaño de cedro, con ciento cincuenta velas intactas, porque nadie tenía ánimo para bajar ese armatoste y encenderlas; las pocas veces que se abría la sala se usaban faroles de aceite. Tampoco se prendía la chimenea, aunque siempre estaba preparada con varios troncos gruesos.

Diego y Bernardo tomaron la costumbre de acortar camino desde la playa a través de las cuevas. Usaban el túnel secreto para surgir como fantasmas en el oscuro socavón de la chimenea. Habían jurado, con la solemnidad de los niños absortos en sus juegos, que jamás compartirían ese secreto con otros. También habían prometido a Lechuza Blanca que sólo entrarían a las cuevas con buenos propósitos y no para jugarretas, pero para ellos todo lo que hacían allí era parte del entrenamiento para alcanzar el sueño del Okahué.

Más o menos por la misma época en que Lechuza Blanca se esmeraba en alimentar las raíces indígenas de los niños, Alejandro de la Vega comenzó a educar a Diego como hidalgo. Ése fue el año en que llegaron los dos baúles que mandó Eulalia de Callís de regalo desde Europa. El antiguo gobernador, Pedro Fages, había muerto en México, fulminado por una de sus rabietas. Cayó como un saco a los pies de su mujer en medio de una pelea, arruinándole para siempre la digestión, porque ella se culpó de haberlo matado. Después de haber pasado la vida discutiendo con él, Eulalia se sumió en la mayor tristeza al verse viuda, porque comprendió cuánta falta le haría ese rotundo marido. Sabía que nadie podría reemplazar a ese hombre estupendo, cazador de osos y gran soldado, el único capaz de enfrentarla sin bajar la cerviz.

La ternura que no sintió por él en vida, le cayó encima como una plaga al verlo en el ataúd y siguió martirizándola para siempre con recuerdos mejorados por el tiempo. Por último, cansada de llorar, siguió el consejo de sus amistades y de su confesor y regresó con su hijo a Barcelona, su ciudad natal, donde contaba con el respaldo de su fortuna y su poderosa familia. De vez en cuando se acordaba de Regina, a quien consideraba su protegida, y le escribía en papel egipcio con su escudo de armas impreso en oro.

Por una de esas cartas se enteraron de que el hijo de los Fages había muerto de peste, dejando a Eulalia aún más desolada. Los dos baúles llegaron bastante aporreados, porque habían salido de Barcelona casi un año antes y habían navegado por muchos mares antes de alcanzar Los Ángeles. Uno estaba lleno de vestidos de lujo, zapatos de tacón, sombreros emplumados y chuchearías que Regina rara vez tendría ocasión de ponerse. El otro, destinado a Alejandro de la Vega, contenía una capa negra forrada en seda con botones toledanos de plata labrada, unas botellas del mejor jerez español, un juego de pistolas de duelo con incrustaciones de nácar, un florete italiano y el Tratado de Esgrima y Prontuario del Duelo, del maestro Manuel Escalante. Tal como se explicaba en la primera página, era un compendio de las «utilísimas instrucciones para no vacilar jamás cuando hay que batirse en lances de honor con sable español o florete».

Eulalia de Callís no podría haber enviado un presente más apropiado. Alejandro de la Vega llevaba años sin practicar la espada, pero gracias al manual pudo refrescar sus conocimientos para enseñarle esgrima a su hijo, quien todavía no sabía limpiarse la nariz. Hizo fabricar un florete, un peto acolchado y una máscara en miniatura para Diego y desde ese momento tomó el hábito de entrenar con él un par de horas al día.

Diego demostró para la esgrima el mismo talento natural que tenía para todas las actividades atléticas, pero no la tomaba en serio, como su padre pretendía; para él era sólo otro juego de los muchos que compartía con Bernardo.

Esa complicidad permanente de los niños preocupaba a Alejandro de la Vega, le parecía una debilidad de carácter de su hijo, quien ya estaba en edad de asumir su destino. Sentía cariño por Bernardo y lo distinguía entre los indios del servicio, mal que mal lo había visto nacer, pero no olvidaba las diferencias que separan a las personas. Sin esas diferencias, impuestas por Dios con un fin claro, reinaría el caos en este mundo, sostenía. Su ejemplo favorito era Francia, donde todo estaba patas arriba por culpa de la execrable revolución. En ese país ya no se sabía quién era quién, el poder pasaba de mano en mano como una moneda.

Alejandro rezaba para que algo así jamás sucediera en España. A pesar de que una sucesión de monarcas ineptos iba sumiendo irremisiblemente al imperio en la ruina, jamás había puesto en duda la divina legitimidad de la monarquía, de la misma manera que no cuestionaba el orden jerárquico en que él se había formado y la superioridad absoluta de su raza, su nación y su fe. Opinaba que Diego y Bernardo habían nacido distintos, nunca serían iguales y cuanto antes lo comprendieran, menos problemas tendrían en el futuro. Bernardo lo había asumido sin que nadie se lo machacara, pero ése era un tema que arrancaba lágrimas a Diego cuando su padre se lo recordaba.

Lejos de secundar a su marido en sus propósitos didácticos, Regina seguía tratando a Bernardo como si fuera también su hijo. En su tribu nadie era superior a otro por nacimiento, sólo por coraje o sabiduría, y, según ella, todavía era muy pronto para saber cuál de los dos muchachos era el más valiente o el más sabio.

Diego y Bernardo sólo se separaban a la hora de dormir, cuando cada uno se iba a la cama con su madre. A los dos los mordió el mismo perro, los picaron las abejas del mismo panal y les dio sarampión al mismo tiempo. Cuando uno cometía una travesura, nadie se daba el trabajo de identificar al culpable; los obligaban a agacharse lado a lado, les propinaban igual número de varillazos en el trasero y ellos recibían el castigo sin chistar, porque les parecía de una justicia prístina.

Todos, menos Alejandro de la Vega, los consideraban hermanos, no sólo porque eran inseparables, sino porque a primera vista se parecían. El sol les había quemado la piel del mismo tono de madera, Ana les hacía pantalones iguales de lienzo, Regina les cortaba el cabello al estilo de los indios. Había que mirarlos con atención para ver que Bernardo tenía nobles facciones de indio, mientras que Diego era alto y delicado, con los ojos color caramelo de su madre.

En los años siguientes aprendieron a manejar el florete según las utilísimas instrucciones del maestro Escalante, a galopar sin montura, a usar el látigo y el lazo, a colgarse del alero de la casa por los pies, como murciélagos. Los indios les enseñaron a sumergirse en el mar para arrancar mariscos de las rocas, a seguir a una presa durante días hasta darle caza, a fabricar arcos y flechas, a soportar el dolor y el cansancio sin quejumbre.

Alejandro de la Vega los llevaba al rodeo en la época de marcar el ganado, cada uno con su reata o lazo, para que ayudaran en la tarea. Era la única ocupación manual de un hidalgo, más deporte que trabajo. Se juntaban los dones de la región con sus hijos, vaqueros e indios, rodeaban a los animales, los separaban y les ponían sus marcas, que después se registraban en un libro, para evitar confusiones y robos. Era también el tiempo de la matanza, cuando había que recolectar las pieles, salar la carne y preparar la grasa.

Los nuqueadores, fabulosos jinetes, capaces de matar de una puñalada en la nuca a un toro en plena carrera, eran los reyes del rodeo y solían ser contratados para esa faena con un año de anticipación. Llegaban de México y de las praderas americanas, con sus caballos entrenados y sus dagas largas de filo doble. A medida que las reses se desplomaban, les caían encima los peladores para quitarles la piel, que sacaban entera en pocos minutos, los tasajeros, encargados de cortar la carne, y por último las indias, cuya humilde tarea era juntar la grasa, derretirla en inmensos calderos y luego almacenarla en botas hechas con vejigas, tripas o pieles cosidas. A ellas también les tocaba curtir los cueros, raspándolos con piedras afiladas, en una interminable labor de rodillas.

El olor de la sangre enloquecía al ganado y nunca faltaban caballos destripados y algún vaquero pisoteado o muerto de una cornada. Había que ver al monstruo de millares de cabezas resollando a la carrera en un infierno de polvo suspendido en el aire; había que admirar a los vaqueros con sus sombreros blancos, pegados a sus corceles, con los lazos bailando sobre sus cabezas y los refulgentes cuchillos en el cinturón; había que oír el trepidar del ganado en el suelo, los gritos de los hombres exaltados, los relinchos de los caballos, los ladridos de los perros; había que sentir el vaho de la espuma en los animales, el sudor de los vaqueros, el olor tibio y secreto de las indias, que perturbaba a los hombres para siempre.