Leyenda de la campana difunta
Entre la gente española venida a Indias, muy, muy entrado el siglo XVII -navegación en redondo… Sevilla… San Lúcar… Virgen de Regla… Islas de Barlovento…- llegaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete asturianos, siete según el habla popular y tres al decir de los cronistas que a la letra añaden: homes de Oviedo con entendimiento en la tiniebla de los metales, trazaron, no con tinta, sino con bronce líquido y sonoro, en catedrales, conventos, ermitas y beaterios, la historia de las campanas de una ciudad siempre nueva, dado que sus fundadores, hidalgos y capitanes, perseguidos por los terremotos, se la iban llevando en procesión de casas, una casa tras otra de valle en valle, en procesión de iglesias, una iglesia tras otra de valle en valle, en procesión de palacios, un palacio tras otro de valle en valle, que tal parecía aquel ir dejando viviendas, templos y mansiones señoriales, destruidas en un valle y levantadas en otro.
Legajos pagajosos y salobres, mordidos por sellos y contrasellos, desenrollaron ante las autoridades eclesiásticas y civiles los fundidores asturianos, folios con magullamientos de viaje que daban testimonio de su arte y maestría en la fundición de campanas, sin contar las cartas de presentación de canónigos corales y alcaldes ovitenses ni aquel pergamino de hueso de agua que traía aún fresca, ahogada en arenilla, la firma de don Sancho Alvarez de las Austrias, Conde de Nava y Noroña, al pie de recomendaciones en que hacía constar de su puño y letra «yo mismo los escogí entre los mejores y antes de partir les abrí mis brazos y mis cajas fuertes».
Aquella mañana de junio -un junio de bandejas de frutas- hubo prisas, olvidos, idas y venidas, murmullos, manejos, en el convento de las clarisas, como si el bis-bis de la llovizna que caía fuera, prolongara su rumor en las galerías abovedadas del convento. Acartonadas en sus tocas, cuellos, petos y puños de lino almidonado, monjas y novicias hablaban, todas a una, de las joyas que les traerían sus familias para enriquecer el crisol de la campana encargada a los fundidores llegados de Oviedo, sonora y preciosa, digna del templo de Santa Clara de las Clarisas Celestes, que no acababa de salir de las manos de los alarifes.
La piedra, como vivo canto, porosa, sin secarse, recortada con tijeras de gracia en los cornisamentos y capiteles; fragante la madera de los artesonados del techo, buque celestial que navegaba en la luz de las altísimas ventanas; desafiante la cúpula; cabalístico el frente plateresco, sensual y fugitivo, y de prodigio la osadía arquitectónica de los cuatro arcos sostenidos en una sola columna.
Santa Clara de las Clarisas Celestes no acababa de salir de las manos de los alarifes y qué contraste, aquella mañana de junio, entre estos menudos indianos vestidos de aire, tan poco lienzo llevaban sobre sus carnes morenas, más hechos para volar en andamios que para andar en la tierra, y los asturianos, gigantes de caras enrojecidas y manos como martillos, atareados noche y día en la fundición de la campana de las clarisas.
La última campana. La de estas cordeleras sería la última campana que fundirían antes de volverse a Oviedo o quizá a Nueva España. Y se comentaba. En noches de tertulias llorosas de estrellas y velones, se comentaba que aceptaron el encargo a regañadientes y por insistencia de las monjas que les prometían llamarla Clara, si su timbre era de oro, Clarisa, si sonaba a bambas de plata, y Clarona, si hablaba con voz de bronce.
Grupos antagónicos recorrían la ciudad casa por casa en demanda de oro, plata y otros metales. Gente de alcurnia, nobles y ricoshomes, los barrios linajudos en procura de objetos de oro, joyas, monedas, medallas o polvo de oro de ése que vendían los indios en cañutos de pluma de ave y ellos guardaban en bolsitas y bolsones, así la campana tendría acento áureo y se llamaría Clara. Más numerosos y más activos, los segundones iban y venían por calles y plazas con música y pantomima, pidiendo que les regalaran todo lo que fuera plata para su Clarisa, mientras cuarterones y marranos se conformaban con lo que les hicieran el favor en siendo metal, que para ellos, la campana debía sonar a bronce, sonar a yunque y llamarse Clarona.
El parloteo de las clarisas no cesaba aquella mañana de junio. Cuchicheos, manejos, olvidos, melindres, idas y venidas. Una novicia echaría al crisol de la campana los anillos de boda de sus abuelos muertos. ¡Anillos de boda! ¡Sortijas de amor! ¡Cintillos con más de dos granos de onza!, repetían, presurosas, confundidas, sin prestar oídos en ese momento a la descripción que hacía una profesa del brazalete de oro blanco que le tenla prometido su familia. Decorado con arabescos en filigrana de oro amarillo, perteneció, en la Roma de los Césares, a una bacante loca. ¿A una bacante loca?, interesábanse todas y la más hermosa, sin alcanzar respiración, entornados los ojos, temblorosas las pestañas, levantaba la mano para santiguarse imaginando tocarse en la frente una diadema de diosa desnuda, en el pecho, entre sus pechos, un disco de oro blanco con un escarabajo egipcio de alas de lapizlázuli y en los hombros lluvias de zarcillos de ajorcas musulmanas.
¡Joyas de familia! ¡Oro enamorado!, exclamaba la más apasionada de las cordeleras, pronta a explicar, tras brevísimo silencio, el inmenso sacrificio que significaba desprenderse de ellas. Por encima del costo y el valor artístico, algunas de esas joyas eran obras maestras de antigua orfebrería, estaba su significado afectivo, su valor sentimental. Los objetos que amamos no tienen precio y por eso resulta aún más grato al Señor enriquecer el crisol de la campana -¡costara lo que costara se llamaría Clara!- con las joyas amadas, ¡Joyas de familia! ¡Joyas de amor! ¡Oro enamorado! ¡Relicarios medievales, cinturas de matrimonio, cruces de filigranas trenzadas, broches florales, amuletos, macuquinas, empuñaduras de espadas, sartales, rosarios, cascarones de relojes, sin la máquina, sólo el cascarón áureo!
La única que no hablaba era una monja conversa. La llamaban Sor Clarinera de Indias por su piel de tueste azulenco, su cabello, nocturna seda de hilos dormidos, y sus pupilas amarillas, color de oro. A falta de familia rica que le trajera joyas, debía conformarse con lo que las otras monjas ponían en sus manos para que ella, pobrecita, también enriqueciera el crisol, no se quedara sin echar algo, que un dije, que una cadenita, que un alfiler, salvo que… sugería frotándose los ojos, gesto que secundaban otras monjas, una heroísta portuguesa a la que llamaban Ju-noche, por no decirle Ju-día, salvo que… y no pronunciaba el resto con los labios, sino entre los dientes de hueso, salvo que… sor Clarinera de indias hiciera el obsequio de sacarse las pupilas y las arrojara al ígneo y venturoso infiernillo que alimentan con metales de toda laya los gigantes asturianos.
La de Indias encendía las antorchas vivas de sus pupilas, joyeles que podían competir ventajosamente con todo lo que las familias llevaban a las monjas, sin darse por aludida, sin decir palabra rechazando la tentación de entregar a la brasca las pepitas áureas que guardaban sus párpados, y eso que las celestes cordeleras la seguían unas, la rodeaban otras, la buscaban todas, restregándose los ojos. Pero si despierta se defendía de la espantosa insinuación de la Junoche, heroísta que hablaba y hablaba y hablaba de héroes y heroicidades, si despierta salvaba sus ojos, dormida… quién gobierna a los que duermen, quién detiene a los que sueñan… la libertad del pez, del ave, de los fantasmas que atraviesan paredes como ella que, el cuerpo en la cama y el ánima en el aire, cruzaba muros de metro y medio de espesor y dejaba caer en el crisol, sin que pudieran evitarlo los Cristobalones que fundían la campana, no sólo sus pupilas, burbujas doradas a temperatura de lava, sino sus córneas, blanco azuloso plomo que transmutábase en oro místico. Qué horrible pesadilla, cambiar sus ojos por luceros de lágrimas. Y seguir mirando, a través de cortinas de agua, el dolor de las monjas por su sacrificio, y el sucederse de oradores sagrados en el púlpito de las clarisas, tocados con roquetes celestes, celebrando el triunfo de la Iglesia, en el martirio de una nueva santa, las campanas echadas a vuelo, y entre las campanas, la que tenía sus ojos. ¡Santa Clara de Indias, saludábanla en el cielo, la que ve con los sonidos, ruega por nos! Cendales, serafines, rosicler y azucena… ¡Santa Clarinera, virgen y mártir, saludábanla en la tierra, ruega por nos! Pero, ¿sacarse los ojos, perforarse la lengua no eran sacrificios de su antigua raza? La sangre corría por sus mejillas más pesada que el llanto, más abundante que el llanto, más incontenible que el llanto y celajerías de sacerdotes del culto solar cubrían la parte del firmamento que se había rasgado para que ella contemplara las dominaciones, los tronos, los coros de los ángeles. Los asturianos convertidos en Cristobalones cruzaban de un lado a otro el río de la muerte. Extraño, iban como colgados. En el aire iban. Moviendo los pies en el vacío iban. Cielo sin sentido. Altas nubes. Más y más altas. ¡El arbitrario, el usurero, el cojo, se le asomaba en sueños a gritarle la Junoche, el que niega la luz de cualquier modo, el que gastó el vientre de su madre, inútilmente vientre, inútilmente madre, te llamará demente al servicio del Angel Alirrojo, por haber hecho entrega de las preciosas pepitas de tus ojos, pero qué importan iniquidad y sinrazón, si por tu sacrificio, nuestra campana ya no se llamará sólo Clara, sino Clara de Indias, porque fue más el oro de tus ojos que todo el oro que nos trajeron los peregrinos llegados de Castilla del Oro. En el filo de tu nariz (seguía soñando, soñaba que por la ternilla le pasaba los dedos la Junoche), se unen tu raza tibia, trigueña, con todos sus sacrificios, y tu raza española, brava y también ensangrentada. Cada lado de tu nariz es una vertiente. ¡Sangre de las dos razas, ceguera de las dos razas, llanto de las dos razas!
Le parecía extraño estar despierta, vestida de aire, respirando, vestida de espejo mirando con todo su cuerpo de agua a la que había amanecido tendida junto a ella, ella fuera del sueño, no la que se durmió anoche, otra… Se sentía extraña en la primera luz que se colaba por las rendijas de la puerta y el ventanuco de su celda. No tenía explicación haber sufrido tanto al entregar sus ojos y amanecer con ellos… la cabeza hueca, el cuerpo molido y los oídos con el silencio de los estanques que se van quedando sin agua… lluvias de miniatura… llantos de miniatura comparados con los ríos de lágrimas que lloró anoche dormida.