Изменить стиль страницы

Después, el joven caballero se despidió de mí abrazándome emocionado, y les ordenó a Sausi, Guzmán y Guillem que me dieran escolta hasta Filadelfia.

– No os fallaremos -dijo Guzmán a su adalid-. Aguantad hasta entonces.

Mientras todos regresaban a bordo del Teógides, Neléis se acercó a mí, y dijo:

– Quisiera pensar que volveremos a vernos, Ramón. Tu lugar está en Apeiron.

– Soy demasiado viejo -respondí-, y estoy demasiado cansado para seguir luchando. Ahora sólo deseo regresar a mi tierra, y curar allí mis heridas. Si Roger tiene éxito, la ciudad se extenderá por todo el mundo y la Tierra entera será Apeiron. Quizá Dios tenga a bien permitirme vivir lo suficiente como para ver llegar ese día.

Después todos partieron en su nave aérea de regreso a Apeiron; y Sausi, Guzmán, Guillem y yo caminamos hasta las puertas de Filadelfia.

Estábamos de regreso; sólo tres de los trescientos que un día marcharon hacia Oriente.

El destacamento almogávar de la ciudad de Filadelfia nos recibió sin alegría. Las cosas no habían ido nada bien desde nuestra partida.

3

Roger de Flor había instalado su cuartel general en Gallípoli, y la ciudad estaba rodeada por un anillo de campos quemados y griegos empalados. El aspecto era desolador; caminamos durante horas rodeados de cadáveres que se pudrían al sol.

Horrorizado, pregunté qué había pasado allí a uno de los almogávares que nos había acompañado desde Filadelfia, y con quienes habíamos cruzado los Dardanelos.

El hombre, encogiéndose de hombros, respondió simplemente que los griegos se negaban a pagar.

Gallípoli era una ciudad aterrorizada por el dominio almogávar. Los griegos contemplaron nuestra llegada a través de las rendijas de las ventanas de sus casas, rodeadas de basura, excrementos y ratas. Los almogávares corrían por las calles, borrachos y cargados de botín de saqueo.

El Capitán Roger de Flor nos recibió en la sala de banderas de lo que había sido el palacio del gobernador. Su aspecto era de profundo agotamiento y desesperación.

Parecía sólo un espectro del hombre que habíamos dejado al inicio de nuestra aventura. Sus ojos estaban hundidos, y sus ropas sucias y descuidadas.

– Te creía muerto hace mucho, viejo -me dijo Roger, apenas nos tuvo ante él.

No era exactamente el recibimiento glorioso que yo había esperado.

– Lo conseguimos, Roger -le dije-; dimos con la ciudad que soñabas.

El nos contempló cuidadosamente a los cuatro; observó con detenimiento, pero sin emoción, los pyreions que los tres almogávares llevaban al hombro, y su vista se detuvo en mi brazo en cabestrillo. Y dijo con expresión cansada que ojalá pudiera creerme.

– Me creerás, Roger -le dije con una sonrisa de confianza-; me creerás…

El Capitán ordenó a uno de sus sirvientes que nos condujeran a los alojamientos del palacio, y dijo que esa misma noche, durante la cena, tendríamos ocasión de hablar.

Mientras me lavaba y cambiaba mis ropas, manchadas por la sangre de un centauro, doña Irene llamó a mi puerta, y al entrar en la habitación, sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad por verme de nuevo.

Afirmó haber estado segura de que yo habría perecido en aquella loca aventura; y le rogué que me diera detalles sobre lo acontecido desde nuestra marcha.

– Todo ha ido mal -dijo ella-. Todo se ha convertido en una locura.

Pregunté por doña María, la esposa de Roger; y ella respondió que su hija había regresado a Constantinopla. Ella misma se lo había ordenado, pues consideró que sólo así tendría la joven princesa una oportunidad de sobrevivir cuando todo acabara.

– ¿Cuando esto acabe? -pregunté.

– Roger ha enloquecido, y su locura será el final de todos nosotros -dijo ella.

Pregunté por qué entonces permanecía ella junto al Capitán.

– Yo soy vieja, pero mi sacrificio puede ser suficiente para aplacar a los dioses -fue su enigmática respuesta.

4

Esa noche, tras la cena, Roger de Flor nos dio más detalles de lo sucedido desde aquel día en que nos separamos del grueso del ejército almogávar para buscar la ciudad del Preste Juan.

Tal y como habíamos supuesto todos, lo de Bulgaria era sólo un engaño para sacar a los almogávares de Anatolia. Las tropas de Roger estuvieron dando vueltas arriba y abajo por toda Bulgaria, y las pagas no llegaban nunca; tan sólo cartas de Andrónico en las que se daban largas y vanas esperanzas de cobrar algún día.

Finalmente, Roger, harto de todo ese juego, regresó a Anatolia.

– Dejando un reguero de sangre griega allí por donde pasabais -le acusó doña Irene. Además de los cuatro que habíamos regresado de Oriente, se sentaba en la mesa, junto a Roger, su lugarteniente Berenguer de Rocafort, y un ministro del Imperio fiel a doña Irene; un noble griego con aspecto de galgo viejo, llamado Canavurio.

– Bandas de desertores catalanes se han enseñoreado por los caminos griegos -siguió diciendo doña Irene-, y desvalijan a cuanto viajero cae en sus manos.

– Es posible -admitió Rocafort-; pero los hombres se están volviendo cada vez más incontrolables. Algunos incluso pasan hambre y privaciones, y en esas circunstancias se ven en la obligación de tomar cuanto precisan de las poblaciones griegas.

– Lo que hace cada vez más improbable que mi hermano os pague algún día -apostilló la mujer.

Roger pidió silencio a su amigo y a la madre de su esposa, y siguió contando los desdichados acontecimientos de aquel último año:

– Cansados de deambular por Asia, cruzamos el estrecho de los Dardanelos y nos instalamos en Gallípoli. Desde aquí le mandamos un ultimátum al Emperador; le pedimos que nos pagara y que así continuaríamos a su servicio con mucha fidelidad, prometiéndole que castigaría los excesos de aquellos almogávares que se atrevieran a ofender o maltratar a los pueblos amigos. Andrónico me respondió que deseaba entrevistarse conmigo en persona, para lo que me invitaba a su Palacio en Constantinopla. A lo que me negué; pidiéndole una vez más que nos abonara su deuda. Y el intentó saldarla con esto…

Roger me envió una moneda rodando sobre la mesa. La atrapé y la acerqué a la luz de las velas. Era una moneda desconocida para mí, parecida a los ducados venecianos.

– ¿Qué es? -pregunté a Roger.

El Capitán hizo una mueca burlona y dijo:

– Andrónico los llama vintilions; los hizo acuñar específicamente para nosotros. Pretendía que su valor era de ocho dineros barceloneses, pero en realidad no llega a los tres dineros. ¡Y con esa moneda devaluada pretendía saldar tan sólo una mínima parte de su deuda! ¡Bonita operación! -exclamó Roger, dando un sonoro golpe a la mesa-. Lo peor fue que consiguió engañarnos como a estúpidos; aceptamos la moneda e intentamos ponerla en circulación. Pero los mismos griegos rehusaron aceptarla…

Y así empezaron muchos de los conflictos con la población nativa, comprendí. Donde fallaba la capacidad adquisitiva de esa moneda falseada por Andrónico, los almogávares, tal y como era su costumbre, reforzarían su valor real con el acero de sus armas. Imaginé las muertes y sufrimientos que esto debió de provocar entre los pacíficos comerciantes griegos; de repente aquellos latinos habían dejado de ser sus defensores para convertirse en sus verdugos.

Pregunté qué había sucedido a continuación, y Berenguer de Rocafort tomó la palabra, y dijo:

– Andrónico mandó a su esbirro, ese gordinflón de Marulli, que pretendía ser el buen camarada de armas de Roger desde Artaki, y que quería entrevistarse con el Capitán para convencerle de que viajara con él hasta Constantinopla. Para asegurarse de que yo le apoyaría en sus pretensiones, me hizo llegar previamente un valioso presente. -Rocafort soltó una seca risotada, y dijo-: Yo intercepté su galera antes de que entrara en los Dardanelos, y le devolví los treinta vasos de oro y plata con los que había pretendido sobornarme. Luego recogí todas las insignias y honores concedidos por el Imperio; el bonete de megaduque, el sello y el bastón de mando, y los arrojé delante de él para que fueran tragados por las aguas del Bósforo. Ése fue mi escupitajo de catalán a la faz innoble de ese griego.

Doña Irene se revolvió en su asiento, y dijo que, mientras Rocafort realizaba esas exhibiciones de dudosa utilidad, ella se había preocupado de mantener abierta la línea de comunicación con Andrónico. Canavurio, su ministro, había llevado las negociaciones; de Constantinopla a Gallípoli y de Gallípoli a Constantinopla.

Canavurio carraspeó, y empezó a hablar con una voz potente y bien templada.

– La situación es la siguiente, protosebasto -dijo el griego dirigiéndose a mí-; la postura de xor Andrónico es implorante; no tiene dinero para liquidar las soldadas de los almogávares, aunque no puede menos que reconocer la razón que les asiste. La del César es exigente; las tropas necesitan cobrar, aunque bien es cierto que no ignora la precaria situación de la hacienda del Imperio. Es decir, se distribuye la razón, se hacen concesiones morales que, si bien no cuentan gran cosa a la hora de liquidar, deja a ambas partes un asidero dialéctico, un punto en el que apoyarse para la negociación. El Emperador tiene ahora una nueva propuesta… A falta de una satisfacción material -siguió diciendo el ministro mientras desenrollaba un pergamino marcado con el sello imperial-, apunta una satisfacción honrosa, un lavado del honor almogávar. Que él no pueda pagar en buena plata, no quiere decir que no quiera hacerlo en, a su juicio, mejor especie -leyó-: «en concesiones señoriales en las provincias de Asia, como feudo a los ricoshombres y caballeros catalanes y aragoneses. Con la obligación por vuestra parte de que siempre que seáis llamados y requeridos por él o por sus sucesores, acudáis a servirle a su costa, y que el Emperador no estuviese obligado a dar, después de la conclusión de este trato, sueldo alguno a la gente de guerra; sólo había de socorreros cada año con treinta mil escudos y veinte mil modios de trigo».

Cuando terminó de leer, enrolló con cuidado el documento, y me lo pasó.

– Y en ésas estábamos en el momento en que llegasteis -concluyó Roger.

– ¡Basura griega! -escupió Berenguer de Rocafort-. Los hombres ya están hartos de las mentiras y las falsas promesas de Andrónico. No aceptarán más tratos.

– Creí que era el Capitán Roger de Flor quien tenía que aceptarlo o no -dijo doña Irene con tono irónico-. ¿Estaba equivocada?

Dejé a un lado el pergamino, sin intentar leerlo.