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Rezando para que no le traicionara ahora el cuerpo con algún tic o tropiezo, Cazaril hincó una rodilla en el suelo junto a la silla de la provincara e inclinó la cabeza en señal de respetuoso saludo. El vestido de la mujer desprendía un olor a lavanda, el seco perfume de una anciana. Alzó la mirada, buscando en su rostro algún indicio de reconocimiento. Si ella no lo reconocía ahora, se convertiría en nadie de verdad, y de inmediato.

La provincara le devolvió la mirada, y se mordió el labio, presa del asombro.

– Cinco dioses -musitó-. En verdad sois vos. Mi lord de Cazaril. Sed bienvenido a mi casa. -Le tendió la mano para que la besara. Cazaril tragó saliva, atragantándose casi, y humilló la cabeza sobre la mano. En su día, había sido blanca y delicada, perfectas las uñas, nacaradas. Ahora se le marcaban los nudillos, y la fina piel tenía manchas marrones, aunque las uñas seguían luciendo tan bien cuidadas como en sus años de matrona en la flor de la vida. Ni el menor respingo afectó su compostura cuando él derramó un par de lágrimas que fueron a verterse imparables sobre el dorso de su mano, aunque sus labios se curvaron un tanto. La mano escapó de la débil presa de Cazaril para tocarle la barba y trazar la línea de una mecha blanca-. Ay, Cazaril, ¿tanto he envejecido yo?

Parpadeó rápidamente. No podía, no debía romper a llorar igual que un chiquillo entrado en años.

– Ha pasado mucho tiempo, vuestra gracia.

– Tsch. -La mano se giró y los dedos ásperos tamborilearon en su mejilla-. Te había dado pie para que dijeras que no he cambiado un ápice. ¿Es que no te enseñé a mentir mejor a una dama? No sabía que hubiera sido tan negligente. -Con perfecta compostura, apartó la mano e hizo un gesto con la cabeza a su acompañante-. Os presento a mi prima, lady de Hueltar. Tessa, te presento a mi lord el castelar de Cazaril.

Por el rabillo del ojo, Cazaril vio que el alcaide, con un suspiro de alivio, bajaba la guardia, se cruzaba de brazos y se apoyaba en el marco de la puerta. Aún de rodillas, Cazaril se inclinó torpemente en dirección a la devota.

– Sois muy amable, vuestra gracia, pero ya no poseo Cazaril, ni su torre, ni ninguna de las tierras de mi padre. Tampoco reclamo su título.

– No seáis tonto, castelar. -Bajo su tono de broma, su voz se endureció-. Hace diez años que murió mi querido provincar, pero habré de encargar a los demonios del Bastardo que devoren al primer hombre que ose llamarme algo menos que provincara. Tenemos lo que podemos retener, querido muchacho, no dejes que nunca te vean flaquear o vacilar.

Junto a ella, la devota se envaró en un gesto de desaprobación ante la brusquedad de aquellas palabras, ya que no, quizá, ante el sentimiento que las respaldaba. Cazaril consideró imprudente señalar que su título pertenecía ahora a la nuera de la provincara. Su hijo, el actual provincar, y su esposa probablemente lo juzgarían igual de imprudente.

– Siempre seréis la gran dama para mí, vuestra gracia, la que adoramos a distancia.

– Mejor -aprobó juiciosamente la viuda-. Mucho mejor. Me gustan los hombres que saben conservar el ingenio. -Hizo una seña al castellano-. De Ferrej, traed una silla al castelar. Y otra para vos; parecéis un cuervo ahí plantado.

El alcaide, aparentemente acostumbrado a este trato, sonrió y murmuró:

– De inmediato, vuestra gracia.

Trajo una silla labrada para Cazaril, con el gratificante murmullo de ¿Desea tomar asiento, mi lord? y encontró otra para sí en la cámara adjunta, que situó algo alejada de la dama y su invitado.

Cazaril se incorporó con dificultad y volvió a acomodarse, agradecido. Tentativamente, aventuró:

– ¿Eran el róseo y la rósea los que he visto entrar a caballo cuando llegué, vuestra gracia? No os habría molestado con mi intromisión de saber que teníais visita. -No se habría atrevido.

– Nada de visitas, castelar. Por ahora viven aquí conmigo. Valenda es una ciudad limpia y tranquila, y… mi hija no se siente del todo bien. Le conviene el retiro aquí, después del frenesí de la corte.

Una expresión fatigada se asomó a sus ojos.

Cinco dioses, ¿lady Ista también se encontraba aquí? La viuda royina Ista, se apresuró a corregirse Cazaril. La primera vez que vino a servir a Baocia, aún una larva sin desarrollar como cualquier chiquillo de cualquier estación, la hija pequeña de la provincara, Ista, le había parecido ya una mujer adulta, aunque sólo tenía algunos años más que él. Por suerte, ni siquiera a aquella estúpida edad había sido tan imprudente de comentar con nadie el insufrible engreimiento de la joven. Su sumo matrimonio poco después con el propio roya Ias, el primero para ella, segundo para él, había parecido el destino lógico de su belleza, pese a la diferencia de edad de la egregia pareja. Cazaril suponía que la temprana viudedad de Ista había sido algo de esperar, aunque no tan temprana como resultó ser.

La provincara desechó su cansancio con un impaciente aleteo de los dedos y siguió con un:

– ¿Y qué hay de vos? Lo último que supe de vos es que cabalgabais como correo para el provincar de Guarida.

– Eso ocurrió… hace algunos años, vuestra gracia.

– ¿Cómo habéis venido? -Lo examinó, bajas las cejas-. ¿Dónde está vuestra espada?

– Ah, la espada. -Se llevó vagamente la mano al costado, donde no pendía cinto ni arma alguna-. La perdí en… Cuando el marzal de Jironal condujo las tropas del roya Orico hacia la costa septentrional para la campaña de invierno de hace… ¿tres?, sí, hace tres años, me nombró castellano de la fortaleza de Gotorget. Luego de Jironal sufrió aquel desafortunado revés… defendimos la torre contra las fuerzas roknari durante nueve meses. Lo habitual, como sabéis. Juro que no quedaba una rata sin espetar en Gotorget cuando recibimos la noticia de que de Jironal había firmado un nuevo tratado y se nos ordenaba deponer las armas y abandonar la fortaleza a nuestros enemigos. -Ofreció una breve sonrisa desprovista de sentimiento; cerró la mano izquierda sobre el regazo-. Para mi consuelo, se me informó de que nuestra fortaleza les había costado a los roknari trescientos mil reales adicionales, en la tienda donde se firmó el tratado. Además de considerablemente más que nueve meses en el campo de batalla, según mis cálculos. -Flaco consuelo, para las vidas que perdimos -. El general roknari reclamó la espada de mi padre; dijo que pensaba colgarla en su tienda, para acordarse de mí. Fue la última vez que vi mi filo. Después de aquello… -La voz de Cazaril, que había cobrado fuerza a lo largo del relato, vaciló. Carraspeó, y continuó-: Se produjo un error, una confusión. Cuando llegó la lista de hombres por los que se había pagado rescate, junto al cofre de reales, se había omitido mi nombre. El oficial de intendencia roknari juraba que no había ningún error, porque el total casaba con el número de nombres, pero… se trataba de un error. Todos mis oficiales fueron rescatados… A mí me pusieron con los hombres convictos, y todos juntos desfilamos hasta Visping, para ser vendidos como galeotes a los corsarios roknari.

La provincara contuvo la respiración. El alcaide, que había ido inclinándose cada vez más en su silla conforme se desgranaba el relato, estalló:

– ¡Protestaríais, sin duda!

– Oh, cinco dioses, sí. Protesté durante todo el camino a Visping. Seguía protestando cuando me arrastraron hasta la plancha y me encadenaron a mi remo. Todavía protestaba cuando zarpamos, y luego… aprendí a dejar de protestar. -Sonrió de nuevo. Se sentía como si llevara puesta una máscara de payaso. Afortunadamente, nadie reparó en esa pequeñez-. Pasé… mucho tiempo en una nave u otra. -Diecinueve meses y ocho días, los había contado después. Por aquel entonces, no habría sabido distinguir un día de otro-. Y luego tuve la mayor de las suertes, cuando mi corsario se dio de bruces con una flota del roya de Ibra que estaba de maniobras. Os aseguro que los voluntarios de Ibra remaban mejor que nosotros, y no tardaron en alcanzarnos.

Dos hombres habían muerto decapitados encadenados a su puesto por los roknari, cada vez más desesperados, por abandonar los remos deliberada o accidentalmente. Uno de ellos estaba sentado junto a Cazaril, habían sido compañeros de banco durante meses. Se le metió algo de sangre en la boca; todavía la saboreaba cuando cometía el error de pensar en ello. Podía saborearla ahora. Cuando el corsario hubo sido reducido, los ibranos habían remolcado a los roknari, algunos de ellos aún con vida, detrás del barco sujetos por cuerdas que eran sus propias entrañas, hasta que los grandes peces hubieron dado cuenta de ellos. Algunos de los galeotes liberados se habían ofrecido voluntarios para remar. Cazaril no pudo. La última tanda de latigazos lo había dejado al borde de ser arrojado por la borda, destrozado e inservible, por el oficial de galeras roknari. Se quedó sentado en la cubierta, presa de espasmos incontrolables, llorando.

– Los buenos ibranos me dejaron en tierra en Zagosur, donde permanecí enfermo durante algunos meses. Ya sabéis lo que ocurre con algunos hombres cuando se ven liberados repentinamente de su carga. Se vuelven… bastante infantiles. -Sonrió contrito a nadie en particular. Para él, habían sido el desmayo y la fiebre, hasta que hubieron cicatrizado las heridas de su espalda; luego la disentería, después los escalofríos. Y, durante todo ese tiempo, los ataques de llanto inconsolable. Lloraba cuando le traía la cena un acólito. Cuando salía el sol. Cuando se ponía. Cuando lo sobresaltaba un gato. Cuando le ayudaba a acostarse. En cualquier momento, sin motivo-. Me acogieron en el Templo Hospital de la Piedad de la Madre. Me sentí un poco mejor cuando se me hubieron secado las lágrimas casi por completo -y los acólitos decidieron que no estaba loco, simplemente nervioso-, me dieron algo de dinero y caminé hasta aquí. Llevo tres semanas caminando.

En la estancia imperaba un silencio sepulcral.

Alzó la mirada, y vio que la rabia había tensado los labios de la provincara. El terror le atenazó el estómago vacío.

– ¡Era el único sitio en el que podía pensar! -se apresuró a disculparse-. Lo siento. Lo siento.

El castellano exhaló y se incorporó en su asiento, mirando fijamente a Cazaril. La compañera de la dama tenía los ojos abiertos de par en par.

Con voz vibrante, la provincara declaró:

– Eres el castelar de Cazaril. Deberían haberte dado un caballo. Deberían haberte ofrecido una escolta .

Cazaril agitó las manos en atemorizada negativa.

– ¡No, no, mi señora! Era… era suficiente. -Bueno, casi. Comprendió, tras un parpadeo tembloroso, que la ira de la dama no iba dirigida contra él. Oh. Se le hizo un nudo en la garganta y la habitación se tornó borrosa. No, otra vez no, aquí no Raudo, añadió-: Era mi deseo ponerme a vuestro servicio, señora, si creéis que puedo seros útil. Admito que… no puedo hacer gran cosa. Todavía.