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Cazaril reprimió también la observación de que Teidez estaba abriéndose mucho de miras gracias a lord Dondo, en cierto modo.

Iselle continuó, con creciente pasión:

– ¿No tendría que estar aprendiendo Teidez los entresijos de la política de estado? ¿Viendo al menos cómo funciona la cancillería, asistiendo a los consejos, escuchando a los delegados? O, si no las artes políticas, al menos las de la guerra. Cazar está bien, pero ¿no tendría que ir de maniobras militares con los hombres? Su dieta espiritual parece componerse simplemente de chucherías, nada de carne. ¿Qué clase de roya quieren que sea?

Posiblemente, igual que Orico, ebrio y enfermizo, para que no dispute el poder sobre Chalion al canciller de Jironal . Pero lo que dijo Cazaril en voz alta fue:

– No lo sé, rósea.

– ¿Y cómo voy a saberlo yo? ¿Cómo voy a saber nada? -Se paseó de un lado a otro de la cámara, enhiesta la espalda a causa de la frustración, silbando sus faldas-. Mamá y la abuela me pedirían que cuidara de él. Cazaril, ¿no puedes averiguar al menos si es cierta la venta de los hombres de la Hija al Heredero de Ibra? ¡Por lo menos eso no puede ser ningún secreto sutil!

En eso tenía razón. Cazaril tragó saliva.

– Lo intentaré, mi lady. Pero… ¿y luego qué? -Imprimió seriedad a su voz, para enfatizar-. Dondo de Jironal es un poder al que nadie osa dispensar más que estricta cortesía.

Iselle giró en redondo, y lo miró fijamente.

– ¿Sin importar lo corrupto que sea ese poder?

– Cuanto más corrupto, más peligroso.

Iselle levantó la barbilla.

– En tal caso, castelar, decidme… ¿cuán peligroso es, a vuestro juicio, Dondo de Jironal?

Estaba atrapado, paralizada su boca en un rictus. Díselo… Dondo de Jironal es el segundo hombre más peligroso de Chalion, después de su hermano . En vez de eso, cogió una pluma nueva del tarro de cerámica y empezó a afilar la punta con el cortaplumas. Transcurrido uno o dos instantes, comentó:

– A mí tampoco me gusta cómo le sudan las manos.

Iselle soltó un bufido. Pero Cazaril se libró de la prolongación del escrutinio gracias a una llamada de Nan de Vrit, relativa a cierta nimiedad acerca de unas bufandas y unas perlas extraviadas. Las dos damiselas regresaron a sus aposentos.

Las tardes frías en que no se organizaban emocionantes partidas de caza, la rósea Iselle daba rienda suelta a su vitalidad reuniendo a su pequeña casa y saliendo a cabalgar a los robledales que rodeaban Cardegoss. Cazaril, junto a lady Betriz y un par de resollantes mozos, seguía la estela de la yegua jaspeada de la rósea por un verde paseo, punteado el fresco aire de hojas doradas, cuando su oído captó el tronar de otras pezuñas que ganaban terreno a sus espaldas. Miró por encima del hombro, y le dio un vuelco el estómago; una hueste de hombres enmascarados acortaba distancias por momentos. La vociferante horda los adelantó. Tenía la espada a medio desenvainar cuando reconoció los caballos y el equipaje como propiedad de algunos de los jóvenes cortesanos del Zangre. Los hombres iban vestidos con un impresionante despliegue de harapos, y llevaban los brazos y las piernas desnudas embadurnados de algo sospechosamente parecido al betún para las botas.

Cazaril exhaló con fuerza y se agachó un poco sobre la silla, intentando aminorar los latidos de su corazón, mientras la sonriente turba "capturaba" a la rósea y a lady Betriz, y maniataba a sus prisioneros, Cazaril incluido, con cintas de seda. Deseó fervientemente que alguien le avisara, al menos, de estas bromas con antelación. El carcajeante lord de Rinal había estado, aunque él aparentemente no se diera cuenta, a una fracción de reflejo de recibir un mordisco de afilado acero en el cuello. Su fornido paje, que galopaba al otro lado de Cazaril, podría haber muerto con el revés, y la espada de Cazaril se habría envainado en la barriga de un tercer hombre antes de que, de haber sido bandidos de verdad, hubieran podido aunar fuerzas para reducirlo. Y todo antes de que el cerebro de Cazaril hubiera formulado su primer pensamiento nítido, o de que hubiera abierto la boca para gritar su aviso. Todos se reían de buena gana de la expresión de terror que habían percibido en su rostro, y se burlaban de él por haber hecho ademán de sacar el acero; sonrió con bochorno, y decidió no explicar qué era lo que le había hecho palidecer en realidad.

Cabalgaron en dirección al "campamento de los bandidos", un amplio calvero en el bosque donde un buen número de criados del Zangre, también vestidos con artísticos andrajos, asaba carne de ciervo y de caza menor en espetones colgados sobre fogatas. Bandidas, pastoras y alguna pordiosera sospechosamente cachazuda vitorearon el retorno de los secuestradores. Iselle chilló entre risas de ultraje cuando el rey bandido de Rinal le cortó un mechón de cabello rizado y se lo quedó para pedir rescate por él. La mascarada aún no había terminado, puesto que ésa era la señal indicada para que apareciera una tropa de "rescatadores" vestidos de blanco y azul, comandados por lord Dondo de Jironal, que irrumpieron al galope en el campamento. Aconteció una vigorosa pantomima de lucha de espadas, incluidos algunos alarmantes y cruentos momentos que giraron en torno a ciertas vejigas de cerdo repletas de sangre, antes de que todos los bandidos fueran abatidos -algunos sin dejar de quejarse de lo injusto que resultaba- y de Dondo hubiera rescatado el mechón de cabello. Un divino de postín del Hermano se paseó a continuación por el escenario devolviendo milagrosamente la vida a los bandidos merced a un pellejo de vino, y la compañía al completo se acomodó sobre manteles tendidos en el suelo para disfrutar del banquete y la bebida.

Cazaril se encontró compartiendo mantel con Iselle, Betriz y lord Dondo. Se había sentado con las piernas cruzadas cerca del borde, mordisqueaba venado y pan, y observaba y escuchaba cómo entretenía Dondo a la rósea con lo que era, a sus oídos, un ingenio patosamente controlado. Dondo suplicó a Iselle que le concediera el mechón sustraído a modo de trofeo para agradecerle su venturoso rescate, y le ofreció a cambio, previo chasquido de sus dedos a su expectante paje, un estuche de cuero labrado que contenía dos preciosos peines de carey engastados de joyas.

– Un tesoro a cambio de otro, y estaremos empatados -dijo Dondo, guardándose ostentosamente el rizo en un bolsillo interior de su capa chaleco, sobre su corazón.

– Pero es un regalo cruel -repuso Iselle-, darme peines y dejarme sin pelo que peinar con ellos.

Sostuvo uno de los peines en alto y lo giro, resplandeciente y traslúcido, a la luz del sol.

– El pelo crece de nuevo, rósea.

– ¿Cómo se puede regenerar un tesoro?

– Con la misma facilidad con que os crece el cabello, os lo aseguro.

Se acodó en el suelo junto a ella, y le sonrió, con la cabeza casi en el regazo de la joven.

La divertida sonrisa de Iselle se evaporó.

– ¿Tan ventajosa encontráis vuestra nueva posición, santo general?

– Sin duda.

– En tal caso, os han dado el papel equivocado. Quizá hoy debiera haberos tocado hacer de rey de los bandidos.

La sonrisa de Dondo se achicó.

– Si el mundo estuviera al revés, ¿cómo podría comprar perlas suficientes para halagar a las damas bonitas?

Las mejillas de Iselle se adornaron con sendos rosetones, y la muchacha bajó la mirada. Dondo volvió a sonreír, complacido. Cazaril, con la lengua firmemente sujeta entre los dientes, tanteó en busca de una jarra plateada de vino, con la intención de derramarla accidentalmente en esta emergencia sobre la nuca de Iselle. Por desgracia, la jarra estaba vacía. Pero, para su intenso alivio, Iselle dio un bocado al pan y la carne, y prefirió masticarlos junto a su réplica. Fue de destacar, no obstante, que recogiera sus faldas lejos de lord Dondo la vez siguiente que cambió de postura.

El frío de la tarde otoñal se anunciaba junto a las sombras cuando la ahíta compañía emprendió el lánguido regreso al Zangre tras la merienda de los bandidos. Iselle tiró de las riendas de su yegua jaspeada y caminó junto a Cazaril un momento.

– Castelar. ¿Habéis descubierto para mí si es cierto el rumor de que las tropas de la Hija han sido vendidas en calidad de mercenarios?

– Uno o dos hombres más lo han corroborado, pero eso no es lo que yo llamaría una noticia confirmada.

Estaba, en realidad, concienzudamente confirmada, pero Cazaril juzgó imprudente decírselo a Iselle en ese preciso instante.

La rósea guardó silencio, ceñuda, antes de espolear a su caballo para reunirse de nuevo con lady Betriz.

Esa noche, el banquete nocturno, más frugal que de costumbre, no estuvo acompañado de bailes, y los agotados cortesanos y damiselas se retiraron temprano para acostarse o entregarse a placeres más íntimos. Cazaril encontró a Dondo de Jironal caminando a la par que él en una antecámara.

– Pasead un poco conmigo, Castelar. Creo que tenemos que hablar.

Cazaril se encogió de hombros solícitamente, y siguió a Dondo, fingiendo no reparar en la presencia de los dos jóvenes valentones, dos de los amigos más marrulleros de Dondo, que los seguían a escasos pasos de distancia. Salieron de la barbacana por el extremo más estrecho de la fortaleza, que daba a un pequeño patio cuadrangular que dominaba la confluencia de los ríos. A un gesto de Dondo, sus dos amigos se quedaron esperando junto a la puerta, apoyados en la pared de piedra igual que una pareja de centinelas aburridos y cansados.

Cazaril calculó sus posibilidades. Tenía a Dondo a su alcance y, pese a su consiguiente enfermedad, los meses de remo en las galeras habían dotado a sus brazos nervudos de una fuerza mayor de la que dejaban entrever. Sin duda Dondo estaba mejor entrenado. Los escoltas eran unos zagalones. Ebrios, pero jóvenes. En un tres contra uno, ni siquiera haría falta sacar las espadas. Un secretario anquilosado, demasiado cargado de vino tras la cena, paseando por las almenas, podía dar un traspié y caer al oscuro vacío para rebotar contra la pared de roca noventa metros más abajo e ir a zambullirse a las aguas; encontrarían su cuerpo destrozado al día siguiente, sin que éste exhibiera puñalada alguna que delatara lo ocurrido.

Las escasas linternas encajadas en sus soportes en la pared proyectaban una titilante luz naranja sobre el empedrado. Dondo lo invitó a sentarse en un banco de granito labrado cuyo respaldo era la muralla exterior. La piedra se adivinaba áspera y fría contra las piernas de Cazaril, que tenía el cuello húmedo a causa de la brisa nocturna. Con un gruñido, Dondo se sentó a su vez, retirando automáticamente a un lado su capa chaleco para dejar al descubierto la empuñadura de su espada.