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Cuando entraron en el patio, con el arañar de los cascos de sus caballos resonando sordamente sobre el adoquinado, Teidez salió como una exhalación de una puerta lateral, gritando:

– ¡Iselle! ¡Iselle!

La mano de Cazaril saltó a la empuñadura de su espada a causa de la conmoción -la túnica y los pantalones del joven estaban salpicados de sangre- antes de retirarse de nuevo al ver a un de Sanda cubierto de polvo y mugre siguiendo los pasos de su pupilo. El cruento aspecto de Teidez se debía simplemente a una tarde de entrenamiento en el matadero de Valenda. No era el horror lo que daba fuerzas a sus excitados gritos, sino el gozo. El rostro redondo que volvió a su hermana estaba radiante de felicidad.

– ¡Iselle, ha ocurrido algo maravilloso! ¡Adivina, adivina!

– Cómo quieres que lo adivine… -comenzó su hermana, riendo.

Impaciente, Teidez se dio por vencido con un aspaviento; la noticia brotó incontenible de sus labios.

– Acaba de llegar un correo del roya Orico. ¡Se nos ordena a ti y a mí que nos presentemos este otoño en su corte en Cardegoss! ¡Y mamá y la abuela no están invitadas! ¡Iselle, vamos a escapar de Valenda!

– ¿Vamos al Zangre ? - Iselle prorrumpió en gritos de alegría, y saltó de la silla para coger las hediondas manos de su hermano y danzar en círculos por todo el patio. Betriz se inclinó sobre su silla y los observó, con la boca entreabierta en señal de tembloroso deleite.

Su fámula frunció los labios con mucho menos candor. Cazaril y sir de Sanda cruzaron la mirada. La boca del tutor del róseo estaba cincelada en forma de rictus torvo.

A Cazaril le dio un vuelco el estómago cuando repicaron en el suelo las últimas monedas de la conclusión. La rósea Iselle tenía orden de asistir a la corte; por consiguiente, su pequeña casa iría con ella a Cardegoss. Incluida su dama de compañía, lady Betriz.

Y su secretario.