La imagen de esta enajenación total te rebela: caminas, esta vez, hacia la otra puerta, la que da sobre el vestíbulo al pie de la escalera, la que esta al lado de la recamara de la anciana: allí debe vivir Aura; no hay otra pieza en la casa. Empujas la puerta y entras a esa recamara, también oscura, de paredes enjalbegadas, donde el único adorno es un Cristo negro. A la izquierda, ves esa puerta que debe conducir a la recamara de la viuda. Caminando de puntas, te acercas a ella, colocas la mano sobre la madera, desistes de tu empeño: debes hablar con Aura a solas.

Y si Aura quiere que la ayudes, ella vendrá a tu cuarto. Permaneces allí, olvidado de los papeles amarillos, de tus propias cuartillas anotadas, pensando solo en la belleza inasible de tu Aura -mientras mas pienses en ella, mas tuya la harás, no solo porque piensas en su belleza y la deseas, sino porque ahora la deseas para liberarla: habrás encontrado una razón moral para tu deseo; te sentirás inocente y satisfecho- y cuando vuelves a escuchar la precaución de la campana, no bajas a cenar porque no soportarías otra escena como la del mediodía. Quizás Aura se dará cuenta y, después de la cena, subirá a buscarte.

Realizas un esfuerzo para seguir revisando los papeles. Cansado, te desvistes lentamente, caes en el lecho, te duermes pronto y por primera vez en muchos años sueñas, sueñas una sola cosa, suenas esa mano descarnada que avanza hacia ti con la campana en la mano, gritando que te alejes, que se alejen todos, y cuando el rostro de ojos vaciados se acerca al tuyo, despiertas con un grito mudo, sudando, y sientes esas manos que acarician tu rostro y tu pelo, esos labios que murmuran con la voz mas baja, te consuelan, te piden calma y cariño. Alargas tus propias manos para encontrar el otro cuerpo, desnudo, que entonces agitara levemente el llavín que tu reconoces, y con el a la mujer que se recuesta encima de ti, te besa, te recorre el cuerpo entero con besos. No puedes verla en la oscuridad de la noche sin estrellas, pero hueles en su pelo el perfume de las plantas del patio, sientes en sus brazos la piel mas suave y ansiosa, tocas en sus senos la flor entrelazada de las venas sensibles, vuelves a besarla y no le pides palabras.

Al separarte, agotado, de su abrazo, escuchas su primer murmullo: "Eres mi esposo". Tu asientes: ella te dirá que amanece; se despedirá diciendo que te espera esa noche en su recamara. Tu vuelves a asentir, antes de caer dormido, aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura.

Te cuesta trabajo despertar. Los nudillos tocan varias veces y te levantas de la cama pesadamente, gruñendo: Aura, del otro lado de la puerta, te dirá que no abras: la señora Consuelo quiere hablar contigo; te espera en su recamara.

Entran diez minutos después al santuario de la viuda. Arropada, parapetada contra los almohadones de encaje: te acercas a la figura inmóvil, a sus ojos cerrados detrás de los párpados colgantes, arrugados, blanquecinos: ves esas arrugas abolsadas de los pómulos, ese cansancio total de la piel.

Sin abrir los ojos, te dirá:

– ¿Trae usted la llave?

– Si… Creo que si. Si, aquí esta.

– Puede leer el segundo folio. En el mismo lugar, con la cinta azul.

Caminas, esta vez con asco, hacia ese arcón alrededor del cual pululan las ratas, asoman sus ojillos brillantes entre las tablas podridas del piso, corretean hacia los hoyos abiertos en el muro escarapelado. Abres el arcón y retiras la segunda colección de papeles. Regresas al pie de la cama; la señora Consuelo acaricia a su conejo blanco.

De la garganta abotonada de la anciana surgirá ese cacareo sordo:

– ¿No le gustan los animales?

– No. No particularmente. Quizás porque nunca he tenido uno.

– Son buenos amigos, buenos compañeros. Sobre todo cuando llegan la vejez y la soledad.

– Si. Así debe ser.

– Son seres naturales, señor Montero. Seres sin tentaciones.

– ¿Como dijo que se llamaba?

– ¿La coneja? Saga. Sabia. Sigue sus instintos. Es natural y libre.

– Creí que era conejo.

– Ah, usted no sabe distinguir todavía.

– Bueno, lo importante es que no se sienta usted sola.

– Quieren que estemos solas, señor Montero, porque dicen que la soledad es necesaria para alcanzar la santidad. Se han olvidado de que en la soledad la tentación es mas grande.

– No la entiendo, señora.

– Ah, mejor, mejor. Puede usted seguir trabajando.

Le das la espalda. Caminas hacia la puerta. Sales de la recamara. En el vestíbulo, aprietas los dientes. ¿Por que no tienes el valor de decirle que amas a la joven? ¿Por que no entras y le dices, de una vez, que piensas llevarte a Aura contigo cuando termines el trabajo? Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando aún, y por el resquicio ves a la señora Consuelo de pie, erguida, transformada, con esa túnica entre los brazos: esa túnica azul con botones de oro, charreteras rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso de danza tambaleante. Cierras la puerta.

Si: tenia quince años cuando la conocí -lees en el segundo folio de las memorias-: elle avail quinze ans lorsque je I'ai connue et, si j'ose le dire, ce sont ses yeux verts qui ont fait ma perdition: los ojos verdes de Consuelo, que tenia quince años en 1867, cuando el general Llorente caso con ella y la llevo a vivir a Paris, al exilio. Ma jeune poupee, escribió el general en sus momentos de inspiración, ma jeune poupee aux yeux verts; je fai comblee d'amour: describió la casa en la que vivieron, los paseos, los bailes, los carruajes, el mundo del Segundo Imperio; sin gran relieve, ciertamente. J'ai meme supporte ta haine des chats, moi qu'aimais tellement les jolies betes… Un día la encontró, abierta de piernas, con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la atención porque le pareció que tu faisais qa d'une faqon si innocent, par pur enfantillage e incluso lo excito el hecho, de manera que esa noche la amo, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbólica, parce que tu m'avals dit que torturer les chats etait ta maniere a toi de rendre notre amour favorable, par un sacrifice symbolique… Habrás calculado: la señora Consuelo tendrá hoy ciento nueve años… cierras el folio. Cuarenta y nueve al morir su esposo. Tu sais si bien t'habiller, ma douce Consuelo, toujours drappe dans des velours verts, verts comme tes yeux. Je pense que tu seras toujours belle, meme dans cent ans… Siempre vestida de verde. Siempre hermosa, incluso dentro de cien años. Tu es si fiere de ta beaute; que ne ferais-tu pas pour rester toujours jeune?

SABES, AL CERRAR DE NUEVO EL FOLIO, QUE FOR ESO vive Aura en esta casa: para perpetuar la ilusión de juventud y belleza de la pobre anciana enloquecida. Aura, encerrada como un espejo, como un icono mas de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos imaginados.

Arrojas los papeles a un lado y desciendes, sospechando el único lugar donde Aura podrá estar en las mañanas: el lugar que le habrá asignado esta vieja avara.

La encuentras en la cocina, si, en el momento en que degüella un macho cabrio: el vapor que surge del cuello abierto, el olor de sangre derramada, los ojos duros y abiertos del animal te dan nauseas: detras de esa imagen, se pierde la de una Aura mal vestida, con el pelo revuelto, manchada de sangre, que te mira sin reconocerte, que continúa su labor de carnicero.

Le das la espalda: esta vez, hablaras con la anciana, le echaras en cara su codicia, su tiranía abominable. Abres de un empujón la puerta y la ves, detrás del velo de luces, de pie, cumpliendo su oficio de aire: la ves con las manos en movimiento, extendidas en el aire: una mano extendida y apretada, como si realizara un esfuerzo para detener algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada una y otra vez en el mismo lugar. En seguida, la vieja se restregara las manos contra el pecho, suspirara, volverá a cortar en el aire, como si -si, lo veras claramente: como si despellejara una bestia…-

Corres al vestíbulo, la sala, el comedor, la cocina donde Aura despelleja al chivo lentamente, absorta en su trabajo, sin escuchar tu entrada ni tus palabras, mirándote como si fueras de aire.

Subes lentamente a tu recamara, entras, te arrojas contra la puerta como si temieras que alguien te siguiera: jadeante, sudoroso, presa de la impotencia de tu espina helada, de tu certeza: si algo o alguien entrara, no podrías resistir, te alejarías de la puerta, lo dejarías hacer. Tomas febrilmente la butaca, la colocas contra esa puerta sin cerradura, empujas la cama hacia la puerta, hasta atrancarla, y te arrojas exhausto sobre ella, exhausto y abiilico, con los ojos cerrados y los brazos apretados alrededor de tu almohada: tu almohada que no es tuya; nada es tuyo…

Caes en ese sopor, caes hasta el fondo de ese sueño que es tu única salida, tu única negativa a la locura. "Esta loca, esta loca", te repites para adormecerte, repitiendo con las palabras la imagen de la anciana que en el aire despellejaba al cabrio de aire con su cuchillo de aire: "…esta loca…", en el fondo del abismo oscuro, en tu sueño silencioso, de bocas abiertas, en silencio, la veras avanzar hacia ti, desde el fondo negro del abismo, la veras avanzar a gatas.

En silencio, moviendo su mano descarnada, avanzando hacia ti hasta que su rostro se pegue al tuyo y veas esas encías sangrantes de la vieja, esas encías sin dientes y grites y ella vuelva a alejarse, moviendo su mano, sembrando a lo largo del abismo los dientes amarillos que va sacando del delantal manchado de sangre: tu grito es el eco del grito de Aura, delante de ti en el sueño, Aura que grita porque unas manos han rasgado por la mitad su falda de tafeta verde, y esa cabeza tonsurada, con los pliegues rotos de la falda entre las manos, se voltea hacia ti y ríe en silencio, con los dientes de la vieja superpuestos a los suyos, mientras las piernas de Aura, sus piernas desnudas, caen rotas y vuelan hacia el abismo…

Escuchas el golpe sobre la puerta, la campana detrás del golpe, la campana de la cena. El dolor de cabeza te impide leer los números, la posición de las manecillas del reloj; sabes que es tarde: frente a tu cabeza recostada, pasan las nubes de la noche detrás del tragaluz. Te incorporas penosamente, aturdido, hambriento. Colocas el garrafón de vidrio bajo el grifo de la tina, esperas a que el agua corra, llene el garrafón que tu retiras y vacías en el aguamanil donde te lavas la cara, los dientes con tu brocha vieja embarrada de pasta verdosa, te rocías el pelo -sin advertir que debías haber hecho todo esto a la inversa-, te peinas cuidadosamente frente al espejo ovalado del armario de nogal, anudas la corbata, te pones el saco y desciendes a un comedor vacío, donde solo ha sido colocado un cubierto: el tuyo.