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El pintor de batallas vació el vaso -demasiado coñac y demasiada conversación aquella noche y dirigió una última mirada a los destellos lejanos del faro. El haz luminoso giraba horizontal, como el rastro de una bala trazadora en el horizonte. A menudo, mirando esa luz, Faulques recordaba una de sus antiguas fotografías: una panorámica nocturna, urbana, de Beirut durante la batalla de los hoteles, al comienzo de la guerra civil. Blanco y negro, siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones y líneas de trazadoras. Una de aquellas fotos donde la geometría de la guerra resultaba indiscutible. Faulques la había tomado en los primeros tiempos de su carrera, consciente ya de que la fotografía moderna, a causa de su propia perfección técnica, era tan objetiva y exacta que a menudo resultaba falsa -las famosas fotos de Robert Capa en la playa Omaha debían su intensidad dramática a un error de laboratorio durante el proceso de revelado-. Por eso los fotógrafos, del mismo modo que los reporteros de televisión y los cineastas en las películas de acción, recurrían ahora a pequeños trucos para empañar la fiabilidad de la cámara, devolviéndole unas imperfecciones que ayudaran al ojo del observador a captar las cosas de otro modo: la misma distorsión focal que, en lenguaje pictórico, desfiguraba la minuciosa hierba de Giotto con las pinceladas gruesas de Matisse. En realidad no era nada nuevo. Lo habían hecho Velázquez y Goya; y más tarde, ya sin complejos, los pintores modernos -todo el arte del siglo XX procedía de allí-, después de que lo figurativo llegase a su extremo absoluto y la fotografía se arrogase la reproducción fiel -útil para la observación científica, pero no siempre satisfactoria en términos artísticos- del riguroso instante.

En cuanto a la foto de Beirut, era una buena foto. Reflejaba el caos de un combate en la ciudad, con la ligera oscilación de los bordes de la silueta de los edificios entre las explosiones y los trazos luminosos paralelos y rectos que surcaban el cielo nocturno. Una imagen que permitía hacerse idea, mejor que ninguna otra, del desastre que podía desatarse sobre un espacio urbano convencional. Ni siquiera las fotografías hechas veinticinco años más tarde por Faulques en Sarajevo, durante el largo asedio, habían alcanzado aquel extremo de perfecta imperfección geométrica, debida a la menor calidad de la cámara que usaba entonces -aún no había adquirido un buen equipo profesional- y a su inexperiencia. La fotografía del vasto combate nocturno, con fuego en todas direcciones y la ciudad convertida en un laberinto poliédrico azotado por la cólera de los hombres y de los dioses, la había conseguido al apoyar una Pentax con película de 400 ASA en el marco de la ventana del piso undécimo de un edificio alto y en ruinas -el Sheraton-, manteniendo abierto el obturador durante treinta segundos con el objetivo a 1.8 de diafragma. De ese modo, sobre un solo fotograma de película de 35 milímetros se habían impresionado, juntos, cada disparo y explosión ocurridos durante aquel medio minuto; con el resultado de que, al positivar la imagen, todo parecía registrado al mismo tiempo. Incluso el mínimo movimiento aplicado por las manos de Faulques durante la exposición, al estremecerse con las explosiones próximas, daba al contorno de algunos edificios aquella levísima oscilación que lo hacía parecer todo tan real; mucho más que cualquier cámara moderna, perfecta, capaz de captar con fidelidad el breve instante auténtico -y tal vez vulgar- de un solo segundo fotográfico. A Olvido siempre le había gustado esa foto, tal vez porque en ella no aparecían personas, sino rectas de luz y siluetas de edificios. El triunfo de las armas de destrucción sobre las armas de obstrucción, comentó una vez. Los diez años de Troya reducidos a treinta segundos de pirotecnia y balística.

Arquitectura urbana, geometría, caos. Para Faulques, aquella fotografía era la representación gráfica adecuada: incertidumbre del territorio. El recuerdo de la conversación con Markovic le arrancó una mueca asombrada. El croata podía carecer de instrucción teórica, pero nadie le negaría intuición ni sutileza. Sobrevivir a lo que fuera, especialmente a la guerra, era una buena escuela. Lo obligaba a uno a volver sobre sí mismo y daba una forma de mirar. Un punto de vista. Los filósofos griegos tenían razón al decir que la guerra era madre de todas las cosas. El propio Faulques, al cargar en su juventud con un equipo fotográfico, frescos todavía ciertos conceptos de sus truncados estudios de arquitectura, se vio deslumbrado por la transformación que la guerra imprimía al paisaje, por su lógica funcionalista, por los problemas de localización y ocultación, de campo de tiro, de ángulos muertos. Una casa podía ser refugio o trampa mortal, un río obstáculo o resguardo, una trinchera protección o tumba. Y la guerra moderna hacía tales oscilaciones más frecuentes y probables: a más técnica, más movilidad e incertidumbre. Sólo entonces llegó a comprender realmente el concepto de fortificación, de muralla, de glacis, de ciudad antigua y su relación, u oposición, con el urbanismo moderno: la muralla china, Bizancio, Stalingrado, Sarajevo, Manhattan. Historia de la Humanidad. Advertir hasta qué punto la técnica creada por los hombres convertía en móvil el paisaje, modificándolo, encogiéndolo, construyéndolo y destruyéndolo según las circunstancias del momento. Se llegaba así, tras las armas de obstrucción y las de destrucción -Olvido lo había visto con extrema lucidez en la foto de Beirut-, al tercer sistema: las armas de comunicación. El final de la imagen aséptica e inocente, o de esa ficción universalmente aceptada. En tiempos de redes informáticas, de satélites y de globalización, lo que modificaba el territorio y las vidas que lo transitaban era la designación. Lo que mataba era señalar con el dedo: un puente encuadrado en el monitor de una bomba inteligente, la noticia de una subida o un desplome bursátil emitida por todos los telediarios del mundo a la misma hora. La foto de un soldado que hasta ese momento era un rostro anónimo más.

El pintor de batallas entró en la torre. Allí encendió el pequeño farol de gas y estuvo un rato de pie e inmóvil, las manos en los bolsillos, mirando el oscuro panorama que lo circundaba. La luz no podía iluminar todo el enorme fresco de la pared, pero destacaba en penumbra sus partes en blanco y negro, algunos rostros, armas y armaduras, dejando entre sombras el fondo de ruinas e incendios, las masas de hombres erizados de lanzas que se acometían en el llano, bajo el cono rojizo de lava -sangre espesa, parecía- del volcán en erupción.

El volcán. Capas geológicas, geometría de la tierra. Balística y pirotecnia de un género diferente, tal vez, pero nada ajeno a la foto del combate nocturno. Cézanne lo había visto con claridad, pensó Faulques. No era sólo cuestión de que el verde acentuase una sonrisa o el ocre matizara una sombra. Era, sobre todo, la forma de mirar las entrañas del asunto. La estructura. Cogió el farol y lo acercó al muro, observando las deliberadas semejanzas entre la ciudad que ardía sobre la colina y el volcán rojizo pintado en plano más lejano y hacia la derecha, al término de unos campos desventrados, abiertos como si la tierra hubiera sido acuchillada por una mano enorme y poderosa. Había conocido a Olvido Ferrara ante un volcán semejante; o para ser más riguroso, ante el volcán en el que este se inspiraba, o lo pretendía: el cuadro de 168x168 centímetros colgado en una sala del Museo Nacional de México, que Faulques iba a descubrir con estupor al mirar a la izquierda, cerca de un ángulo de la pared: un lugar fácil para pasar inadvertido de los visitantes que entraban en la sala orientados al frente, hacia los otros cuadros que llamaban la atención al fondo y a la derecha. Erupción del Paricutín . Nunca hasta ese momento había oído hablar del doctor Atl. No sabía nada de él, ni de su obsesión por los volcanes, ni de sus paisajes de hielo y fuego, ni de su verdadero nombre -Gerardo Murillo-, ni de Carmen Mondragón alias Nahui Olin, la mujer más hermosa de México, que fue su amante hasta que, más o menos, lo dejó por un capitán de la marina mercante con nombre y aspecto de tenor italiano, llamado Eugenio Agacino. El día que descubrió al doctor Atl, Faulques ignoraba todo eso; pero se quedó muy quieto ante el cuadro, sin aliento, contemplando sobrecogido la pirámide truncada del volcán, el punteo rojizo de la lava que corría ladera abajo, la tierra devastada por reflejos de fuego y plata dándole profundidad a la escena, el extraordinario efecto de luz en los árboles desnudos, las llamaradas y el penacho de cenizas negras desplomándose a la derecha, ante la fría mirada de las estrellas en la noche clara, impávida y más allá del desastre. Esa fotografía, pensó en aquel instante, no lograría tomarla nunca. Y sin embargo, todo -absolutamente todo- estaba explicado allí: la regla ciega e impasible traducida en volúmenes, rectas, curvas y ángulos a través de los que, como carriles inevitables, corría la lava del volcán para cubrir el mundo.

Después, al volver en sí, Faulques miró a un lado y encontró unos ojos verdes grandes y líquidos que observaban el mismo cuadro. Sobrevino entonces el cruce de dos sonrisas corteses y un punto cómplices, cierto comentario breve sobre la pintura que ambos admiraban -también la naturaleza, apuntó ella, tiene sus pasiones-, una despedida silenciosa, impersonal, en la que el ojo adiestrado de Faulques advirtió la pequeña bolsa de fotógrafo que la mujer llevaba colgada al hombro, y un singular trenzado de pasos y azar a través de las salas del museo, con otra coincidencia corta, esta sin palabras ni sonrisas, ante el reflejo ondulado en el agua de un cuadro de Diego Rivera, que tejió destinos sin que ninguno de los dos fuese consciente de ello. Y más tarde, cuando Faulques abandonó el museo, y tras pasar junto al bronce ecuestre situado frente a la puerta caminó en dirección al Zócalo, la vio a ella sentada ante una mesa de la terraza de una cantina, la bolsa de fotógrafo sobre una silla, los ojos color de uva todavía más verdes por la luz de la calle, con aquellos pantalones vaqueros que resaltaban la esbeltez de sus piernas largas y delgadas, y la amable sonrisa de reconocimiento que hizo a Faulques detenerse para hacer un comentario sobre el museo y el cuadro que ambos admiraban, sin saber que ese momento estaba cambiando el sentido de toda su vida. Somos producto, pensaría más tarde, de las reglas ocultas que determinan casualidades: desde la simetría del Universo hasta el momento en que uno cruza la sala de un museo.