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– ¡Qué espanto de pueblo! Está habitado por fantasmas.

Y el del sincero rostro redondo:

– ¿Y las casas? Me duelen las casas. Parece una ciudad saqueada por una horda.

Y el mulato corpulento, estudiante de medicina:

– Una horda de anofeles. El paludismo la destruyó.

Y el de la nariz respingada y ojos burlones:

– ¡Pobre gente! Y se les nota que son buenos.

Y el que llevaba el sombrero de Sebastián:

– La gente siempre es buena en esta tierra. Los malos no son gente.

Callaron un rato porque Varela los miró torcidamente después de esta frase. El autobús atravesaba un brazo de sabana amarilla, agrietada y áspera. Era un paisaje arañado por un árbol espinoso y polvoriento, ensombrecido por el esqueleto de una vaca, aún con piltrafas de cuero entre las costillas.

El de la cerrada barba dijo mucho después:

– ¿Y los niños de aquel pueblo? Tienen el color de la tierra que se comen.

Y el retaco de la voz detonante:

– Son saquitos de anquilostomos.

Y el de las patillas de prócer:

– Crecen descalzos con los pies llenos de niguas.

Y el del perfil autoritario:

– ¡Malditos sean los culpables!

Varela volvió a mirarlos torvamente y callaron de nuevo. El autobús cruzaba el lecho seco de un río, daba bandazos entre los peñascos, se arrastraba con dificultades por el suelo arenoso. Una paloma montaraz machacaba su acento melancólico entre las enjuntas palmeras de la orilla.

El de pobladas cejas hirsutas dijo luego:

– ¡Qué hermosas fueron vivas aquellas casas muertas!

Y el de los ojos inquietos bajo los lentes doctorales:

– Fueron hechas con un sólido y sobrio sentido de la arquitectura.

Y el de los tranquilos ojos azules:

– Una casa sin puertas y sin techo es más conmovedora que un cadáver.

Y el mestizo de bigotes mustios y gestos apacibles:

– Será necesario levantarlas de nuevo.

Pasaron un pequeño caserío y después El Sombrero, otra ciudad polvorienta. A la puerta de una choza taciturna ladró un perro cobrizo y esquelético. Desde la orilla del camino los vio pasar un jinete macilento sobre un caballo desvencijado. Comenzaba a caer la tarde pesadamente en un cielo cremoso, desagradable. Los presos dormitaban fatigados.

El de la negra mirada incisiva dijo súbitamente:

– Yo no vi las casas, ni vi las ruinas. Yo solo vi las llagas de los hombres.

Y el de la pálida frente cavilosa:

– Se están derrumbando como las casas, como el país en que nacimos.

Y el de la aguda nariz hebraica:

– «Plurima mortis imago».

Varela se sacudió, erandecido por el latinazo que estaba muy lejos de su entendimiento.

– ¡A callarse! -gritó con voz destemplada.

Callaron esta vez largo trecho. La velocidad del autobús había disminuido considerablamente. Ahora iban, en lento rodar silencioso, al encuentro de la noche. A ras del horizonte parpadeaban las primeras luces del presidio.