– "Y usted -le pregunté entonces (se me hacía difícil tutearlo: ese tuteo de los moros resulta embarazoso, hasta tanto que uno se acostumbra)-, ¿usted está persuadido de que pertenecemos en efecto a la misma familia?" "Yo -me replicó-, a juzgar por lo que mi madre sostiene, entiendo que sí debemos de pertenecer". "En tal caso, ¿no podría yo tener la dicha de presentarle mis respetos a su señora madre?", volví a preguntarle. Y añadí: "Sería para mí un gran honor". Sin apenas darme cuenta, había adoptado la ampulosa cortesía de mi interlocutor, hasta el extremo de sonarme a falso mi propia frase; pero, además, exageraba a propósito en esta ocasión, sabiendo que en las costumbres de los moros no entra el que la mujeres se muestren a las visitas, y que, por lo tanto, pedía algo extraordinario. Se me había ocurrido de improviso; y, sin mucho pensarlo, me aventuré: en parte, porque estaba decidido a tomar todo aquel asunto a beneficio de inventario, con lo que bien podía permitirme cualquier audacia o exceso, y más en la seguridad de que mi condición de extranjero y mi ignorancia de los usos me disculparía; en parte, también, por tener la impresión de que la propia señora a quien me refería estaba escuchando desde algún lugar oculto. Esta impresión mía -vivísima, tan vivaz que hubiera apostado a su favor cualquier cosa- no se apoyaba tan sólo en una inferencia fácil (pues ¿no había sido ella acaso la promotora de todo?, ¿no había hablado el propio hijo de la avidez de su curiosidad?), sino que contaba todavía con un vigoroso refuerzo intuitivo: nadie me hubiera sacado de la cabeza que allí mismo, a dos pasos, tras de la cortina, y no obstante la pesada inmovilidad del paño, una persona, dos tal vez, acechaban nuestra charla.

Agregué aún nuevos comedimientos, más que por el placer irónico de la exageración, a fin de, al obligarlo, facilitarle el que me complaciera. No era necesario: apenas oyó el joven la demanda envuelta en mis circunloquios, lejos de alterarse o dudar, como yo esperaba, se alzó con toda naturalidad de su asiento y, sin decir palabra, salió de la sala a pasos pausados, retenidos, diría; su continente era alegre: translucía que eso era lo que esperaba, lo que desde un comienzo había estado deseando.

Me quedé, pues, solo en la pieza. Miré el reloj: eran ya más de las once. Mientras aguardaba, eché una ojeada en derredor, y una multitud de objetos en que antes no había reparado se me vinieron encima: bandejas de cobre, mesitas de tablero poligonal, un enorme barómetro a la pared, tapices, cojines con borlas de oro, cofrecillos, qué sé yo…

Yusuf regresó pronto para decirme que si bajábamos al huerto, allí acudirían a reunírsenos su madre y su hermana: una prueba de la confianza y amor debidos a un pariente: "¡Dios me valga!", pensé. Y seguí a mi huésped escaleras abajo. Cruzamos el vestíbulo y ahora encontramos abierta la puertecita que, frente a la de entrada, dejaba ver un soleado patinillo con árboles al fondo. Ahí pasamos. Ocupamos unos asientos, junto a una mesica de hierro, debajo del emparrado; pero apenas nos habíamos acomodado cuando fue menester levantarse de nuevo para recibir, seguida de una muchacha que por lo pronto se mantuvo rezagada, a una señora de cierta edad, que hablaba ya desde que apareció en la puerta, y sonreía, y daba vueltas a mi alrededor, y me tomaba de las manos, levantando su cara para escrutar la mía. "¡A ver, a ver! ¡Déjame que te mire, hijo! ¡Déjame que te reconozca, jazmín y laurel, de mis jardines!" Eso me decía, y mil cosas por el estilo. Soporté, impertérrito, la inspección: "Ay, qué alegría, qué alegría!", exclamó por último; y se dejó caer, sofocada, sobre un sillón de mimbre, mientras que la hija permanecía parada a sus espaldas, y el hijo volvía a instalarse junto a la mesa, enfrente de mí.

Como antes, creí oportuno adelantarme. "Así es que ¿tan segura está la señora de que pertenecemos a la misma familia?" "¡Pues no! Sabiendo cómo te llamas y de dónde vienes, basta con verte la cara". Yo, entre tanto, espiaba la suya, redonda, alegre, cambiante, con la esperanza de sorprender, animada en sus gestos, alguna de las expresiones fijas de los viejos retratos familiares, como antes había creído identificar algunos de sus rasgos en la casi impasible fisonomía del muchacho. Y -con gran sorpresa mía, pues no lo esperaba, o al menos, no era tanto lo que esperaba: mis experiencias anteriores habían sido demasiado dudosas, y carecían de toda certidumbre- descubrí en el apasionamiento con que se expresaba aquella buena señora, en lo vehemente de sus meneos, en la manera como accionaba, como acompañaba con las manos, con la cabeza, con los hombros a las palabras que le salían de la boca, y también en una cierta incongruencia o, siquiera, volubilidad que había en ellas, y hasta en la actitud insegura y desdichada en que se quedaba atendiendo por un instante, con los ojillos entornados, después de haber soltado una larga rehahíla cuyo efecto no podía calcular, creí descubrir, digo, un parecido atroz con mi tío Manolo. Descubrimiento que, a decir verdad, fue para mí harto desagradable, pues -esta vez, sí- el parecido era tan intenso que, en lugar de haber servido para ofrecerme una apacible confirmación de nuestro supuesto parentesco con aquellos moros, me llevó de golpe, pasando por encima de ellos, a la presencia de mi tío, a quien tantos años hacía que no había visto, ni maldita la gana, pues me separaban de él, no sólo el océano, sino también mares de sangre… Aquella gesticulación, aquellos ademanes vivos, aquel modo de razonar y discurrir a saltos, estaban unidos en mi recuerdo a penosas discusiones políticas, terminadas muchas veces con injurias y portazos, poco agradables de evocar… Me sobrepuse, con todo, al asalto de esta mala impresión y, regresando desde su remoto origen al momento actual, no tuve otro remedio que darme por convencido en mi fuero interno de que algún vínculo debía existir entre mi propia familia y esos Torres de Fez.

Descansaba ya, pues, en esta idea, de la que no sabría precisar si me complacía o me abrumaba, cuando de improviso, y fuera de toda ocasión, rompí en una carcajada. Ahí tuvo la locuaz señora que interrumpirse en su cháchara para, entre desconcertada y corrida, preguntarme de qué me reía. "Véase -le respondí después de un momento-, véase lo que son estas cuestiones de parecidos, aires de familia, etc. Les voy a decir el motivo de mi risa: es el caso que, impresionado por la idea de nuestro común origen, y deseoso de verla confirmada, me esforzaba yo por hallar escrito en los rostros el certificado de nuestro parentesco de sangre. Y desde el instante mismo en que tuve el honor de ver a la señora, creí encontrar en ella un parecido extremo con el menor de mis tíos, mi tío Manuel, que ahora anda por América; y ya me sentía yo tan satisfecho de poseer esa prueba viviente, tan contento, tan… Pero, de improviso (¡mi gozo en un pozo!), caigo en la cuenta de que este parentesco, de existir realmente, no afectaría a la señora, puesto que vendría por la línea paterna. De manera que el tal parecido no podía ser sino figuración mía. Mi engaño me ha dado risa -añadí riéndome otra vez, ya sin gana-. ¡Cuánto puede la imaginación!"

"¡Paso, paso! -se apresuró ella a contestar, oponiéndome la palma de la mano-; ¡pasito, amigo!: que yo también soy Torres; que mi señor y yo éramos primos hermanos, de modo que en nuestros hijos afluyó por doble canal la sangre de la familia". Estaba triunfante, resplandecía.

Me refugié entonces en los hijos. Eché una mirada alternativa a los dos hermanos, y -remachada la cadena de nuestro parentesco en el punto mismo la daba por rota- les hallé ahora, juntos, una insistente semejanza con mis primas, las hijas de mi tío Manolo, y también con Gabrielito, y hasta, para colmo, con los del pobre tío Jesús.

En la pausa, la muchacha había inclinado su cabeza -redonda, y partido por una raya en el centro su cabello negro y liso, tal como yo podía verla en ese momento- para atender por encima del hombro de su madre las instrucciones que ésta le daba a media voz. No eran un misterio: le encargó de preparar refrescos; pues, irguiéndose con presteza, y rodeando nuestro grupo, fue a reunir unos limones que estaban alineados en el brocal del pozo y se entró, con ellos en el delantal, para salir al cabo de un ratito, portadora de un gran jarro, al que en seguida vendrían a unírsele sobre la mesa muy limpios vasos de vidrio.

Entretanto, la señora había reanudado su entusiasta charla. Me explicaba copiosamente enlaces, circunstancias y avatares de toda su parentela. Una fuerte discordia, con disgustos mortales en la familia, parece que se había producido alrededor de sus bodas con Muley ben Yusuf Torres, el padre de este mozo que ahora, en presencia de la madre, callaba distraído en machacar entre los dientes el cabo de una rosa poco antes arrancada al paso de un rosal cercano. En la trifulca, abundante en derivaciones, y donde no faltaron, según se podía colegir, los episodios de violencia ni las complicaciones de intereses, debieron intervenir gentes de dentro y gentes de fuera; y sólo el tacto, la prudencia cargada de años de un bisabuelo tullido fue bastante a apaciguar -que no a extinguir- los rencores… Pero yo no podía seguir bien a la mujer por aquel laberinto: se trataba de personas numerosas, a quien por vez primera oía mentar, y que se me confundían entre sí. ¿Cómo, pues, fijar la atención en las vueltas de aquel torbellino? Mientras ella devanaba sus embrolladas historias, me aplicaba yo a comprobar en sus maneras, en sus gestos, y aun en sus facciones, las maneras, gestos y facciones de mis tíos. Y por cierto que, de modo muy imprevisible, se me revelaban ahí ahora, más que los de Manuel, cauto aunque apasionadísimo, los de Jesús, el pobre tío Jesús, cuya violencia inocentona, y un poco también su estupidez, u obstinación si así se prefiere llamarla, o fanatismo, le había costado la vida del modo más tonto durante los turbios días de la guerra civil. ¡Pobre! Me parecía estar viendo su revolver los ojos, tan pronto desafiantes e iracundos como en la actitud de quien pone al cielo por testigo; el juego incesante de sus manos; los trémulos de su voz, llenos de patetismo y, de improviso, las secas risas burlescas; toda aquella gesticulación de aficionado a la ópera, como solía yo comentar, pues lo era, y ferviente (¿qué no hubiera sido ferviente en él?), a pesar de no haber presenciado en toda su vida, según creo, arriba de cuatro o cinco funciones… En tono menor, y con un matiz de ironía tierna, esta mujer repetía aquí todo el repertorio de cuyo despliegue, siendo yo chico y mozuelo, me había hecho espectador muchas veces mi tío Jesús. Y, a decir verdad, éste mi nuevo descubrimiento no me procuraba mayor placer que el hecho en un comienzo, cuando se me antojó parecida aquella señora a mi tío Manolo. Viéndola así, tan lanzada, tan embalada, me preguntaba yo cómo entonces pudo ocultárseme en ella la personalidad de Jesús bajo la de Manuel. ¿Acaso -pensaba- porque en el corte redondeado de la cara se le asemejaba algo, con una apariencia sumaria, burda? O tal vez porque, al empezar nuestra entrevista, impusiera a su natural fogosidad alguna reserva, un poco de astucia táctica, de la que ya se había desprendido por completo, para no conservar del tío Manuel sino algún destello de irónica malicia, en desventajosa pugna con el ardor ingenuo de Jesús.