"¡De hoy no pasa!", se había dicho aquella mañana, contemplando por el balcón el día luminoso. No había motivo ya, ni pretexto para postergar la ejecución de su propósito. La vida había vuelto a entrar, para él, en cauces de estrecha vulgaridad; igual que antes de la guerra, sino que ahora el abuelo tenía que emplear su tiempo sobrante, que lo era todo, en pequeñas y -con frecuencia- vejatorias gestiones relacionadas con el aceite, con el pan, con el azúcar; el padre, pasarse horas y horas copiando con su fina caligrafía escrituras para un notario; la madre, azacaneada todo el día, y suspirona; y él mismo, que siempre había sido taciturno, más callado que nunca, malhumorado con la tarea de sus clases de geografía y las nimias intrigas del Instituto. ¡No, de hoy no pasaba! Y ¡qué aliviado iba a sentirse cuando se hubiera quitado de una vez ese peso de encima! Era, lo sabía, una bobada ("soy un bicho raro"): no había quien tuviera semejantes escrúpulos; pero… ¡qué importaba! Para él sería, en todo caso, un gran alivio. Sí, no pasaba de hoy.

Antes de salir, abrió el primer cajón de la cómoda, esta vez para echarse al bolsillo los malditos documentos, que siempre le saltaban a la vista desde allí cuando iba a sacar un pañuelo limpio; y, provisto de ellos, se echó a la calle. ¡Valiente lección de geografía fue la de aquella mañana! Apenas la hubo terminado, se encaminó, despacio, hacia las señas que, previamente, tuviera buen cuidado de explorar: una casita muy pobre, de una sola planta, a mitad de una cuesta, cerca del río, bien abajo.

Encontró abierta la puerta; una cortina de lienzo, a rayas, estaba descorrida para dejar que entrase la luz del día, y desde la calle podía verse, quieto en un sillón, inmóvil, a un viejo, cuyos pies calentaba un rayo de sol sobre el suelo de rojos ladrillos. Santolalla adelantó hacia dentro una ojeada temerosa y, tentándose en el bolsillo el carnet de Anastasio, vaciló primero y, en seguida, un poco bruscamente, entró en la pieza. Sin moverse, puso el viejo en él sus ojillos azules, asustados, ansiosos. Parecía muy viejo, todo lleno de arrugas; su cabeza, cubierta por una boina, era grande: enormes, traslucidas, sus orejas; tenía en las manos un grueso bastón amarillo.

Emitió Santolalla un "¡buenos días!", y notó velada su propia voz. El viejo cabeceaba, decía: "¡Sí, sí!"; parecía buscar con la vista una silla que ofrecerle. Sin darse cuenta, Santolalla siguió su mirada alrededor de la habitación: había una silla, pero bajita, enana; y otra, con el asiento hundido. Mas ¿por qué había de sentarse? ¡Qué tontería! Había dicho: "¡Buenos días!" al entrar; ahora agregó:

– Quisiera hablar con alguno de la familia -interrogó-: la familia de Anastasio López Rubielos ¿vive aquí? Se había repuesto; su voz sonaba ya firme.

– Rubielos, sí: Rubielos -repetía el viejo. Y él insistió en preguntarle:

– Usted, por casualidad, ¿es de la familia?

– Sí, sí, de la familia -asentía.

Santolalla deseaba hablar, hubiera querido hablar con cualquiera menos con este viejo.

– ¿Su abuelo? -inquirió todavía.

– Mi Anastasio -dijo entonces con rara seguridad el abuelo-, mi Anastasio ya no vive aquí.

– Pues yo vengo a traerles a ustedes noticias del pobre Anastasio -declaró ahora, pesadamente, Santolalla. Y, sin que pudiera explicar cómo, se dio cuenta en ese instante mismo de que, más adentro, desde el fondo oscuro de la casa, alguien lo estaba acechando. Dirigió una mirada furtiva hacia el interior, y pudo discernir en la penumbra una puerta entornada; nada más. Alguien, de seguro, lo estaba acechando, y él no podía ver quién.

– Anastasio -repitió el abuelo con énfasis (y sus manos enormes se juntaron sobre el bastón, sus ojos tomaron una sequedad eléctrica)-. Anastasio ya no vive aquí: no, señor -y agregó en voz más baja-: nunca volvió.

– Ni volverá -notificó Santolalla-. Todo lo tenía pensado, todo preparado. Se obligó a añadir: – Tuvo mala suerte Anastasio: murió en la guerra; lo mataron. Por eso vengo yo a visitarles…

Estas palabras las dijo lentamente, secándose las sienes con el pañuelo.

– Sí, sí, murió -asentía el anciano; y la fuerte cabeza llena de arrugas se movía, afirmativa, convencida-; murió, sí, el Anastasio. Y yo, aquí, tan fuerte, con mis años: yo no me muero.

Empezó a reírse. Santolalla, tonto, turbado, aclaró:

– Es que a él lo mataron.

No se hubiera sentido tan incómodo, pese a todo, sin la sensación de que lo estaban espiando desde adentro. Pensaba, al tiempo de echar otra mirada de reojo al interior: "Es estúpido que yo siga aquí. Y si quisiera, en cualquier momento podría irme: un paso, y va estoy en la calle, en la esquina". Pero no, no se iría: ¡quieto! Estaba agarrotado, violento, allí, parado delante de aquel viejo chocho; pero ya había comenzado, y seguiría. Siguió, pues, tal como se lo había propuesto: contó que él había sido compañero de Antasasio; que se habían encontrado y trabado amistad en el frente de Aragón, y que a su lado estaba, precisamente, cuando vino a herirle de muerte una bala enemiga; que, entonces, él había recogido de su bolsillo este documento… Y extrajo del suyo el carnet, lo exhibió ante la cara del viejo.

En ese preciso instante irrumpió en la saleta, desde el fondo, una mujer corpulenta, morena, vestida de negro: se acercó al viejo y, dirigiéndose a Santolalla:

– ¿De qué se trata? ¡Buenos días! -preguntó.

Santolalla le explicó en seguida, como mejor pudo, que durante la guerra había conocido a López Rubielos, que habían sido compañeros en el frente de Aragón; que allí habían pasado toda la campaña: un lugar, a decir verdad, bastante tranquilo; y que, sin embargo, el pobre chico había tenido la mala pata de que una bala perdida, quién sabe cómo…

– Y a usted ¿no le ha pasado nada? -le preguntó la mujer con cierta aspereza, mirándolo de arriba abajo.

– ¿A mí? A mí, por suerte, nada. ¡Ni un rasguño, en toda la campaña!

– Digo, después -aclaró, lenta, la mujerona. Santolalla se ruborizó; respondió, apresurado:

– Tampoco después… Tuve suerte ¿sabe? Sí, he tenido bastante suerte.

– Amigos habrá tenido -reflexionó ella, consultando la apariencia de Santolalla, su traje, sus manos.

El le entregó el carnet que tenía en una de ellas, preguntándole:

– ¿Era hijo suyo?

La mujer ahora, se puso a mirar el retrato muy despacio; repasaba el texto impreso y manuscrito; lo estaba mirando y no decía nada.

Pero al cabo de un rato se lo devolvió, y fue a traerle una silla: entre tanto, Santolalla y el viejo se observaban en silencio. Volvió ella, y mientras colocaba la silla en frente, reflexionó con voz apagada:

– ¡Una bala perdida! ¡Una bala perdida! Ésa no es una muerte mala. No, no es mala; ya hubieran querido morir así su padre y su otro hermano: con el fusil empuñado, luchando. No es ésa mala muerte, no. ¿Acaso no hubiera sido peor para él que lo torturasen, que lo hubiesen matado como a un conejo? ¿No hubiera sido peor el fusilamiento, la horca?… Si aún temía yo que no hubiese muerto y todavía me lo tuvieran…

Santolalla, desmadejado, con la cabeza baja y el carnet de Anastasio en la mano, colgando entre sus rodillas, oía sin decir nada aquellas frases oscuras.

– Así, al menos -prosiguió ella, sombría-, se ahorró lo de después; y, además, cayó el pobrecito en medio de sus compañeros, como un hombre, con el fusil en la mano… ¿Dónde fue? En Aragón, dice usted. ¿Qué viento le llevaría hasta allá? Nosotros pensábamos que habría corrido la ventolera de Madrid. ¿Hasta Aragón fue a dejarse el pellejo?

La mujer hablaba como para sí misma, con los ojos puestos en los secos ladrillos del suelo. Quedóse callada, y, entonces, el viejo, que desde hacía rato intentaba decir algo, pudo preguntar:

– ¿Allí había bastante?

– ¿Bastante de qué? -se afanó Santolalla.

– Bastante de comer -aclaró, llevándose hacia la juntos, los formidables dedos de su mano.

– ¡Ah, sí! Allí no

– ¡Ah, sí! Allí no nos faltaba nada. Había abundancia. No sólo de lo que nos daba la Intendencia -se entusiasmó, un poco forzado- sino también -y recordó la viña- de lo que el país produce.

La salida del abuelo le había dado un respiro; en seguida temió que a la mujer le extrañase la inconveniente puerilidad de su respuesta. Pero ella, ahora, se contemplaba las manos enrojecidas, gordas, y parecía abismada. Sin aquella su mirada reluciente y fiera resultaba una mujer trabajada, vulgar, una pobre mujer, como cualquiera otra. Parecía abismada.

Entonces fue cuando se dispuso Pedro Santolalla a desplegar la parte más espinosa de su visita: quería hacer algo por aquella gente, pero temía ofenderlos: quería hacer algo, y tampoco era mucho lo que podría hacer; quería hacer algo, y no aparecer ante sí mismo, sin embargo, como quien, logrero, rescata a bajo precio una muerte. Pero ¿por qué quería hacer algo?, y ¿qué podría hacer?

– Bueno -comenzó penosamente; sus palabras se arrastraban, sordas-; bueno, voy a rogarles que me consideren como un compañero…, como el amigo de Anastasio…

Pero se detuvo; la cosa le sonaba a burla. "¡Qué cinismo!", pensó; y aunque para aquellos desconocidos sus palabras no tuvieran las resonancias cínicas que para él mismo tenían…, no podían tenerlas, ellos no sabían nada…, ¿cómo no les iba a chocar este "compañero" bien vestido que, con finos modales, con palabras de profesor de Instituto, venía a contarles?… Y ¿cómo les contaría él toda aquella historia adobada, y los detalles complementarios de después , ciertos en lo externo: que él, ahora, estaba en posición relativamente desahogada, que se encontraba en condiciones de echarles una mano, según sus necesidades, en recuerdo de… Esto era miserable, y estaba muy lejos de las escenas generosas, llenas de patetismo, que tanta veces se había complacido en imaginar con grandes variantes, sí, pero siempre en forma tan conmovedora que, al final, se sorprendía a sí mismo, indefectiblemente, con lágrimas en los ojos. Llorar, implorar perdón, arrodillarse ante ellos (unos "ellos" que nada se parecían a "éstos"), quienes, por supuesto, se apresuraban a levantarlo y confortarlo, sin dejarle que les besara las manos -escenas hermosas y patéticas… Pero, ¡Señor!, ahora, en lugar de eso, se veía aquí, señorito bien portado delante de un viejo estúpido y de una mujer abatida y desconfiada, que miraba con rencor; y se disponía a ofrecerles una limosna en pago de haberles matado a aquel muchachote cuyo retrato, cuyos papeles, exhibía aún en su mano como credencial de amistad y gaje de piadosa camaradería.