– Llama -le pidió Arnau.

Guillem golpeó con la aldaba sobre la madera del portalón. El sonido atronó la calle desierta. Nadie abrió.

– Vuelve a llamar.

Guillem empezó a golpear la puerta, una, dos…, siete, ocho veces; a la novena se abrió la mirilla.

– ¿Qué ocurre? -preguntaron los ojos que aparecieron en ella-. ¿A qué tanto escándalo? ¿Quiénes sois?

Mar, agarrada al brazo de Arnau, notó que se tensaba.

– ¡Abre! -ordenó Arnau.

– ¿Quién lo pide?

– Arnau Estanyol -contestó con gravedad Guillem-, propietario de este edificio y de todo lo que hay dentro de él, incluida tu persona si eres esclavo.

«Arnau Estanyol, propietario de este edificio…» Las palabras de Guillem resonaron en los oídos de Arnau. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Veinte años? ¿Veintidós? Tras la mirilla, los ojos dudaron.

– ¡Abre! -insistió a gritos Guillem.

Arnau levantó la vista al cielo, pensando en su padre.

– ¿Qué…? -empezó a preguntarle la muchacha.

– Nada, nada -contestó sonriendo Arnau justo cuando la puerta para el paso de personas de uno de los portalones empezaba a abrirse.

Guillem le ofreció entrar.

– Los portalones, Guillem. Que abran los dos portalones.

Guillem entró y, desde fuera, Arnau y Mar oyeron cómo daba órdenes.

«¿Me estás viendo, padre? ¿Recuerdas? Aquí fue donde te entregaron la bolsa de dinero que te perdió. ¿Qué podías hacer entonces?» La revuelta de la plaza del Blat acudió a su memoria; los gritos de la gente, los de su padre, ¡todos pidiendo grano! Arnau notó que se le hacía un nudo en la garganta. Los portalones se abrieron de par en par y Arnau entró.

Varios esclavos se encontraban en el patio de entrada. A su derecha, la escalinata que subía a los pisos nobles. Arnau no miró hacia arriba, pero Mar sí lo hizo y pudo ver cómo unas sombras se movían tras los ventanales. Enfrente de ellos estaban las caballerizas, con los palafreneros parados a la entrada. ¡Dios! Un temblor recorrió el cuerpo de Arnau, que se apoyó en Mar. La muchacha dejó de mirar hacia arriba.

– Toma -le dijo Guillem a Arnau, ofreciéndole un pergamino enrollado.

Arnau no lo cogió. Sabía qué era. Se había aprendido de memoria su contenido desde que Guillem se lo entregara el día anterior. Era el inventario de los bienes de Grau Puig que el veguer le adjudicaba en pago de sus créditos: el palacio, los esclavos -Arnau buscó en vano entre los nombres pero Estranya no constaba-, algunas propiedades fuera de Barcelona, entre las que se encontraba una insignificante casa en Navarcles que decidió dejarles para que vivieran en ella. Algunas joyas, dos pares de caballos con sus arneses, un carruaje, trajes y vestidos, ollas y platos, alfombras y muebles, todo lo que se encontraba dentro del palacio aparecía reseñado en aquel pergamino enrollado que Arnau había leído una y otra vez la noche anterior.

Volvió a observar la entrada de las caballerizas y después paseó la mirada por todo el patio empedrado… hasta el pie de la escalera.

– ¿Subimos? -preguntó Guillem.

– Subimos. Llévame ante tu señor…, ante Grau Puig -se corrigió, dirigiéndose a un esclavo.

Recorrieron el palacio; Mar y Guillem lo observaban todo, Arnau con la vista al frente. El esclavo los llevó hasta el salón principal.

– Anuncíame -le dijo Arnau a Guillem antes de abrir las puertas.

– ¡Arnau Estanyol! -gritó su amigo abriéndolas.

Arnau no recordaba cómo era el salón principal del palacio. Ni siquiera lo miró cuando de niño lo recorrió… de rodillas.Tampoco lo hizo ahora. Isabel estaba sentada en un sillón junto a una de las ventanas; flanqueándola, en pie, Josep y Genis. El primero, como su hermana Margarida, había contraído matrimonio. Genis seguía soltero. Arnau buscó a la familia de Josep. No estaban. En otro sillón, vio a Grau Puig, anciano y babeante.

Isabel lo miraba con los ojos encendidos.

Arnau se plantó en medio del salón, junto a una mesa de comedor, de madera noble, el doble de larga que su mesa de cambio. Mar permaneció junto a Guillem, detrás de él. En las puertas del salón se arracimaron los esclavos.

Arnau habló lo suficientemente alto para que su voz resonase en toda la estancia.

– Guillem, esos zapatos son míos -dijo señalando los pies de Isabel-. Que se los quiten.

– Sí, amo.

Mar se volvió sobresaltada hacia el moro. ¿Amo? Conocía el estado de Guillem, pero nunca antes le había oído dirigirse a Arnau en tales términos.

Con una señal, Guillem llamó a dos de los esclavos que miraban desde el quicio de la puerta y los tres se encaminaron hacia Isabel. La baronesa continuaba altiva, enfrentándose con la mirada a Arnau.

Uno de los esclavos se arrodilló, pero antes de que la tocase, Isabel se descalzó y dejó caer los zapatos al suelo, sin dejar de mirar un solo momento a Arnau.

– Quiero que recojas todos los zapatos de esta casa y les prendas fuego en el patio -dijo Arnau.

– Sí, amo -volvió a contestar Guillem.

La baronesa lo seguía mirando con altivez.

– Esos sillones. -Arnau señaló los asientos de los Puig-. Llévatelos de ahí.

– Sí, amo.

Grau fue cogido en volandas por sus hijos. La baronesa se levantó antes de que los esclavos cogieran su sillón y se lo llevaran, junto con los demás, hasta una de las esquinas.

Pero seguía mirándolo.

– Ese vestido es mío.

¿Había temblado?

– ¿No pretenderás…? -empezó a decir Genis Puig, irguién-dose con su padre aún en brazos.

– Ese vestido es mío -repitió Arnau interrumpiéndolo, sin dejar de mirar a Isabel.

¿Temblaba?

– Madre -intervino Josep-, ve a cambiarte.

Temblaba.

– Guillem -gritó Arnau.

– Madre, por favor.

Guillem se acercó a la baronesa.

¡Temblaba!

– ¡Madre!

– ¿Y qué quieres que me ponga? -gritó Isabel dirigiéndose a su hijastro.

Isabel se volvió de nuevo hacia Arnau, temblando. Guillem también lo miró. «¿De verdad quieres que le quite el vestido?», preguntaban sus ojos.

Arnau frunció el ceño y poco a poco, muy poco a poco, Isabel bajó la vista al suelo, llorando de rabia.

Arnau le hizo una señal a Guillem y dejó transcurrir unos segundos mientras los sollozos de Isabel llenaban el salón principal del palacio.

– Esta misma noche -dijo al fin, dirigiéndose a Guillem-, quiero este edificio vacío. Diles que pueden volver a Navarcles, de donde nunca deberían haber salido. -Josep y Genis lo miraron, Isabel continuó sollozando-. No me interesan esas tierras. Dales ropas de los esclavos, pero no calzado; quémalo. Véndelo todo y cierra esta casa.

Arnau se volvió y se encontró de cara con Mar. Se había olvidado de ella. La muchacha estaba congestionada. La tomó del brazo y salió con ella.

– Ya puedes cerrar estas puertas -le dijo al viejo que les había abierto.

Anduvieron en silencio hasta la mesa de cambio, pero antes de entrar, Arnau se detuvo.

– ¿Un paseo por la playa?

Mar asintió.

– ¿Ya has cobrado tu deuda? -le preguntó cuando empezaron a ver el mar.

Siguieron caminando.

– Nunca podré cobrármela, Mar -lo oyó murmurar la muchacha al cabo de un rato-, nunca.

38

9 de junio de 1359

Barcelona

Arnau trabajaba en la mesa de cambio. Se hallaban en plena época de navegación. Los negocios iban viento en popa y Arnau se había convertido en una de las primeras fortunas de la ciudad. Seguían viviendo en la pequeña casa de la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous, junto a Mar y Donaha. Arnau hizo oídos sordos al consejo de Guillem de trasladarse al palacio de los Puig, que permanecía cerrado desde hacía cuatro años. Por su parte, Mar era igual de tozuda que Arnau y no había consentido en contraer matrimonio.

– ¿Por qué quieres alejarme de ti? -le preguntó un día, con los ojos anegados en lágrimas.

– Yo… -titubeó Arnau-, ¡yo no quiero alejarte de mí!

Ella continuó llorando y buscó su hombro.

– No te preocupes -le dijo Arnau acariciando su cabeza-, nunca te obligaré a hacer algo que no quieras.

Y Mar seguía viviendo con ellos.

Aquel 9 de junio empezó a repicar una campana. Arnau dejó de trabajar. Al instante se sumó otra y al cabo de poco rato muchas más.

– Via fora -comentó Arnau.

Salió a la calle. Los obreros de Santa María bajaban vertiginosámente de los andamios; albañiles y picapedreros salían por el portal mayor y la gente corría por las calles con el «Via fora !» en sus labios.

En aquel momento se encontró con Guillem, que caminaba deprisa, alterado.

– ¡Guerra! -gritó.

– Están llamando a la host -dijo Arnau.

– No…, no. -Guillem hizo una pausa para recobrar el aliento-. No es la host de la ciudad. Es la de Barcelona y todas sus villas y pueblos a dos leguas de distancia. No sólo son las de Barcelona.

Eran las de Sant Boi y Badalona. Las de Sant Andreu y Sarrià; Provençana, Sant Feliu, Sant Genis, Cornellà, Sant Just Desvern, Sant Joan Despí, Sants, Santa Coloma, Esplugues, Vallvidrera, Sant Martí, Sant Adrià, Sant Gervasi, Sant Joan d'Horta… El repique de campanas atronaba Barcelona hasta dos leguas de distancia.

– El rey ha invocado el usatge princeps namque -continuó Guillem-. No es la ciudad. ¡Es el rey! ¡Estamos en guerra! Nos atacan. El rey Pedro de Castilla nos ataca…

– ¿Barcelona? -lo interrumpió Arnau.

– Sí. Barcelona.

Los dos entraron corriendo en la casa.

Cuando salieron, Arnau equipado como cuando sirvió a Eixi-mèn d'Esparça, se dirigieron a la calle de la Mar para llegar a la plaza del Blat; sin embargo la gente bajaba por la calle gritando el Via fora , en lugar de subir por ella.

– ¿Qué…? -intentó preguntar Arnau sujetando por el brazo a uno de los hombres armados que corrían calle abajo.

– ¡A la playa! -le gritó el hombre deshaciéndose de su mano-. ¡A la playa!

– ¿Por mar? -se preguntaron Arnau y Guillem el uno al otro.

Los dos se sumaron a la multitud que corría hacia la playa.

Cuando llegaron, los barceloneses empezaban a arremolinarse en ella con la vista puesta en el horizonte, armados con sus ballestas y el repique de campanas en sus oídos. El «Via fora !» fue perdiendo fuerza y los ciudadanos terminaron guardando silencio.

Guillem se llevó la mano a la frente para protegerse del fuerte sol de junio y empezó a contar las naves: una, dos, tres, cuatro…