Arnau guardó silencio. ¿Deberían saberlo? ¿Cómo explicarles que quemó el cadáver de su propio padre y que su hermano lo había denunciado a la Inquisición? Él era el único que lo sabía.

– Olvidemos el pasado -contestó finalmente-, al menos la parte que podamos.

Mar se quedó en silencio durante unos instantes; después asintió.

Joan abandonó la casa tras el esclavo de Guillem. Durante el trayecto al hostal, el joven tuvo que volverse en varias ocasiones hacia el dominico, puesto que éste se quedaba parado en la calle, con la mirada perdida. Habían tomado el camino que llevaba a la alhón-diga, el que conocía el muchacho.

En la calle Monteada, sin embargo, el esclavo no consiguió que Joan le siguiera. El fraile permanecía inmóvil ante los portalones del palacio de Arnau.

– Ve tú a pagar -le dijo Joan liberándose de los tirones del muchacho-.Yo tengo que cobrarme otra deuda -murmuró para sí.

Pere, el viejo esclavo, le condujo a presencia de Elionor. Lo repetía en un susurro desde que cruzó el umbral; su tono de voz aumentó mientras subía la escalinata de piedra, con Pere, que se volvía extrañado hacia él, y lo soltó con voz atronadora cuando estuvo frente a Elionor, antes de que ésta pudiera decir nada:

– ¡Sé que has pecado!

La baronesa, en pie en el salón, lo miró, altanera.

– ¿Qué estupideces dices, fraile? -replicó.

– Sé que has pecado -repitió Joan.

Elionor soltó una carcajada antes de darle la espalda.

Joan observó el traje de rico brocado que vestía la mujer. Mar había sufrido. Él había sufrido. Arnau… Arnau tenía que haber sufrido tanto como ellos.

Elionor continuaba riendo de espaldas.

– ¿Quién te crees que eres, fraile?

– Soy un inquisidor del Santo Oficio -contestó Joan-Y en tu caso no necesito confesión alguna.

Elionor se volvió en silencio ante la frialdad de las palabras de Joan. Vio que tenía una lámpara de aceite en la mano.

– ¿Qué…?

No le dio tiempo a terminar. Joan lanzó la lámpara contra su cuerpo. El aceite impregnó sus lujosas vestiduras y prendió al instante.

Elionor aulló.

Toda ella se había convertido en una antorcha cuando el anciano Pere acudió en ayuda de su señora, llamando a gritos al resto de los esclavos. Joan vio que descolgaba un tapiz para echarlo sobre Elionor. Apartó al esclavo de un manotazo, pero en la puerta del salón ya se agolpaban otros criados, con los ojos desorbitados.

Alguien pidió agua.

Joan observó a Elionor, que había caído de rodillas, envuelta en llamas.

– Perdóname, Señor -balbuceó.

Entonces buscó otra lámpara. La cogió y con ella en la mano se acercó a Elionor. Los bajos de su hábito prendieron.

– ¡Arrepiéntete! -gritó antes de que el fuego lo envolviera.

Dejó caer la lámpara sobre Elionor y se arrodilló a su lado.

La alfombra sobre la que estaban empezó a arder con fuerza. Algunos muebles lo hacían también.

Cuando los esclavos aparecieron con el agua, se limitaron a arrojarla desde las puertas del salón. Después, tapándose el rostro, huyeron de la densa humareda.

60

15 de agosto de 1384

Festividad de la Asunción

Iglesia de Santa María de la Mar

Barcelona

Habían transcurrido dieciséis años.

Desde la plaza de Santa María, Arnau levantó la mirada al cielo. El repicar de las campanas de la iglesia llenaba toda Barcelona. El vello de sus brazos respondió a la música y se erizó; un escalofrío recorrió su cuerpo al son de las cuatro campanas. Había visto cómo alzaban las cuatro, mientras deseaba acercarse para tirar de las sogas junto a los jóvenes: la Assumpta, la más grande, de ochocientos setenta y cinco kilos; la Conventual, la mediana, de seiscientos cincuenta; la Andrea, de doscientos, y la Vedada, la más pequeña, de cien, en lo alto de la torre.

Aquel día se inauguraba Santa María, su iglesia, y las campanas parecían sonar de modo distinto a como lo hacían desde que las instalaron… ¿o sería que él las oía de otra forma? Miró hacia las torres ochavadas que cerraban la fachada principal por sus dos lados: altas, esbeltas y ligeras, de tres cuerpos, cada uno de ellos más estrecho a medida que se alzaban hacia el cielo; abiertas a los cuatro vientos mediante ventanas ojivales; rodeadas de barandas en cada uno de sus niveles y acabadas con terrados a nivel. Durante su construcción le dijeron a Arnau que serían sencillas, naturales, sin agujas ni chapiteles, naturales como el mar, a cuya patrona protegían, pero imponentes y fantásticas, pensó Arnau al contemplarlas, como también lo era la mar.

La gente, con sus mejores galas, se congregaba en Santa María; algunos entraban en la iglesia, otros, como Arnau, permanecían fuera contemplando su belleza y escuchando la música que tocaban sus campanas. Arnau apretó contra sí a Mar, a la que tenía abrazada por la derecha; a su izquierda, erguido, compartiendo el placer de su padre, un muchacho de trece años con un lunar sobre el ojo derecho.

Acompañado de su familia, mientras las campanas seguían repicando, Arnau accedió a Santa María de la Mar. La gente que en aquel momento estaba entrando se detuvo y le abrió paso. Aquélla era la iglesia de Arnau Estanyol; como bastaix había acarreado sobre sus espaldas las primeras piedras; como cambista y cónsul de la Mar, la había favorecido con importantes donaciones, y después, como comerciante del seguro marítimo, había continuado haciéndolo. Sin embargo, Santa María no se había librado de las catástrofes. El 28 de febrero de 1373, un terremoto que asoló Barcelona derribó el campanario de la iglesia. Arnau fue el primero en contribuir a su reconstrucción.

– Necesito dinero -le dijo entonces a Guillem.

– Tuyo es -le contestó el moro consciente del desastre y de que aquella misma mañana Arnau había recibido la visita de un miembro de la Junta de Obra de Santa María.

Porque la fortuna había vuelto a sonreírles. Aconsejado por Guillem, Arnau optó por dedicarse a los seguros marítimos. Cataluña, huérfana de regulación al contrario de lo que sucedía en Genova, Venècia o Pisa, era un paraíso para los primeros que emprendieron este negocio, pero sólo los comerciantes prudentes como Arnau y Guillem lograron sobrevivir. El sistema financiero del principado se estaba hundiendo y con él la gente que pretendía obtener beneficios rápidos, como quienes aseguraban la carga por encima de su valor, con lo que difícilmente se volvía a tener noticias de ella, o como quienes aseguraban nave y mercaderías aun después de que se supiera que los corsarios habían apresado la nave, y apostaban que la noticia pudiera ser falsa. Arnau y Guillem eligieron bien las naves y mejor el riesgo, y pronto recuperaron para aquel nuevo negocio la vasta red de representantes con la que habían trabajado como cambistas.

El 26 de diciembre de 1379, Arnau no pudo preguntar a Guillem si podía destinar dinero a Santa María. El moro había fallecido un año atrás, de repente. Arnau lo encontró sentado en el huerto, en su silla, siempre orientada hacia La Meca, hacia donde rezaba en un secreto por todos conocido. Arnau habló con los miembros de la comunidad mora y, por la noche, se hicieron cargo del cadáver de Guillem.

Aquella noche, la del 26 de diciembre de 1379, un terrible incendio devastó Santa María. El fuego redujo a cenizas la sacristía, el coro, los órganos, los altares y todo lo que hasta entonces se había construido en su interior que no fuera de piedra. Pero también la piedra sufrió los efectos del incendio, siquiera fuese en su cincelado, y la piedra de clave en la que estaba representado el rey Alfonso el Benigno, padre del Ceremonioso, que pagó aquella parte de la obra, quedó totalmente destruida.

El rey montó en cólera ante la destrucción del homenaje a su regio progenitor y exigió que la obra se reconstruyese, pero bastante tenían los habitantes del barrio de la Ribera en costear una nueva piedra de clave como para satisfacer los deseos del monarca. Todo el esfuerzo y el dinero del pueblo se destinaron a la sacristía, el coro, los órganos y los altares; la figura ecuestre del rey Alfonso fue ingeniosamente reconstruida en yeso, pegada a la piedra de clave y pintada en rojo y oro.

El 3 de noviembre de 1383 se colocó la última clave de la nave central, la más cercana a la puerta principal y que portaba el escudo de la Junta de Obra, en honor a todos aquellos ciudadanos anónimos que permitieron la construcción de la iglesia.

Arnau levantó la vista hacia ella. Mar y Bernat lo acompañaron y los tres sonrieron cuando emprendieron el camino hacia el altar mayor.

Desde que la clave se montó en el andamio, esperando a que las nervaduras de los arcos llegasen hasta ella, Arnau repitió una y otra vez los mismos argumentos:

– Ésa es nuestra enseña -le dijo un día a su hijo Bernat.

El muchacho miró hacia arriba.

– Padre -le contestó-, ése es el escudo del pueblo. La gente como tú tiene sus propios escudos grabados en los arcos y en las piedras, en las capillas y en los… -Arnau levantó una mano tratando de interrumpir las palabras de su hijo, pero el muchacho continuó-: ¡Ni siquiera tienes un sitial en el coro!

– Ésta es la iglesia del pueblo, hijo. Muchos hombres han dado su vida por ella y su nombre no está en lugar alguno.

Entonces los recuerdos de Arnau viajaban hasta el muchacho que cargaba piedras desde la cantera real hasta Santa María.

– Tu padre -intervino en aquella ocasión Mar- ha grabado con su sangre muchas de estas piedras. No hay mejor homenaje que ése.

Bernat se volvió hacia su padre con los ojos abiertos de par en par.

– Como tantos otros, hijo -le dijo éste-, como tantos otros.

Agosto en el Mediterráneo, agosto en Barcelona. El sol brillaba con una magnificencia difícil de encontrar en ningún otro lugar del orbe; porque antes de colarse a través de las vidrieras de Santa María para juguetear con el color y la piedra, el mar devolvía al sol el reflejo de su propia luz y los rayos llegaban a la ciudad embebidos de una suerte de esplendor inigualable. En el interior del templo, el reflejo colorido de los rayos solares al pasar por las vidrieras se confundía con el titilar de miles de cirios encendidos y repartidos entre el altar mayor y las capillas laterales de Santa María. El olor a incienso impregnaba el ambiente y la música del órgano resonaba en una construcción acústicamente perfecta.

Arnau, Mar y Bernat se dirigieron hacia el altar mayor. Bajo el magnífico ábside y rodeada por ocho esbeltas columnas, delante de un retablo, descansaba la pequeña figura de la Virgen de la Mar. Tras el altar, adornado con preciosas telas francesas que el rey Pedro había prestado para la ocasión no sin antes advertir mediante una carta desde Vilafranca del Penedès que le fueran devueltas inmediatamente después de la celebración, el obispo Pere de Planella se preparaba para oficiar la misa de consagración del templo. La gente abarrotaba Santa María y los tres tuvieron que detenerse. Algunos de los presentes reconocieron a Arnau y le abrieron paso hasta el altar mayor, pero Arnau se lo agradeció y siguió allí, en pie, entre ellos: su gente y su familia. Sólo le faltaba Guillem… y Joan. Arnau prefería recordarlo como el niño con quien descubrió el mundo, más que como al amargado monje que se sacrificó entre llamas.