– Antes que Antonio llegase a Buenos Aires, yo estaba segura que habría de casarme con él.
Mi madre me dice estas palabras. Ahora, después de tantos años, aprovecho los raros momentos de intimidad que tengo con ella para hacerle preguntas sobre el pasado. Mi curiosidad la complace. Yo insisto:
– Debió serte penoso unirte a un hombre que apenas conocías.
– En que era penoso descubría mi deber. Quizá esta certeza me la inculcaron las monjas. Además, yo tomé el partido de Julio. En eso, tu padre se mantuvo firme. Volvió de Francia, es cierto, pero trajo a su hijo. En los primeros tiempos de casados, tu padre y yo seguimos viviendo con Isabel. A Julio lo internaron en un colegio de Ramos Mejía, lo más lejos posible de nosotros. Entre semana, cuando yo iba a visitarlo, lo sorprendía en los recreos completamente solo. Todavía no hablaba bien español, ni siquiera podía decir su propio nombre. Yo le enseñé a pronunciar la jota. Quería que lo llamaran Julio, como si fuera argentino. Los domingos, después del almuerzo, íbamos al Casino. Ocupábamos siempre los primeros asientos. El prestidigitador le sacaba a Julio palomas de la oreja o ristras de barajas. Éramos felices.
– A mí nunca me llevaste al circo.
– ¡Pobre Julio! -continúa mi madre-. Sé que ustedes no se parecían. Julio tenía otros ojos, otra voz, otras aficiones. ¿Hay algo más distinto de un hombre de ciencia que un artista? Entre la biología y la música ¿existe alguna relación? Sin embargo yo las relaciono, y tu piano, por ejemplo, ese piano en que estudias con tanto encarnizamiento, a veces, sin saber por qué, me trae a la memoria la imagen de sus ratas. El parecido no es físico, no es intelectual. Coinciden en algo más profundo: en el carácter.
Yo alego que mi carácter no se parece al de Julio.
– A Julio se le pudo creer egoísta -contesta mi madre- pero era abnegado, sensible, no soportaba el dolor ajeno. Aún ahora, para hacer su elogio, estoy pensando en tus cualidades… Cuando Julio murió, me sentía culpable de su muerte. En nuestra última entrevista le dije cosas malignas, y estúpidas, inexactas. Le dije que era idéntico a Isabel.
– Déjala en paz, pobre Isabel.
Mi madre no hace caso de la interrupción:
– Después que Julio murió, me sentía culpable, sola. Por entonces Isabel me preguntó si no me molestaría que tocases nuevamente el piano. Me dijo que trabajabas en casa de Claudio Núñez, pero habías conversado con ella: ambos, de común acuerdo, habían decidido que abandonaras tus otros estudios para dedicarte a la música. Le contesté que el ruido del piano no me molestaba. Era falso; en seguida que le dije estas palabras, empecé a escuchar el silencio del piano. Por la noche, recordando las obras que tocabas entonces, me atormentaba la idea de volver a oírlas. Pero al día siguiente llegó el sonido del piano, menos agresivo de lo que yo esperaba. Tocabas ejercicios, escalas, arpegios. Y había, en el llamado del piano, un deseo manifiesto de confortarme. Tuve la sensación de que te dirigías a mí, que me decías algo muy íntimo de la única manera en que podías decírmelo. Empecé a observarte con más atención, a reparar en ese parecido con Julio de que te hablaba. Empecé a sentirme menos sola.
Mi madre se ha ido exaltando poco a poco. La encuentro envejecida, gastada. Pienso que tiene la presión arterial muy alta, pienso en su salud. Además, ha pasado mucho tiempo. Sus palabras, que en otra época me hubieran hecho feliz, llegan demasiado tarde. Mi madre insiste en que estos recuerdos han perdido sobre ella todo poder nocivo, quiere seguir hablando. Pero yo la obligo a callar.