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En ese momento, al comisario le pareció que había pasado la vida haciéndole esto a la gente, diciéndoles que un ser querido había muerto o, peor, que había sido asesinado. Sergio, su hermano, era radiólogo y tenía que llevar en la solapa una plaquita metálica que cambiaba de color si se exponía a una cantidad peligrosa de radiación. De haber llevado él una placa sensible a la tristeza, al dolor o a la muerte, haría tiempo que habría cambiado de color permanentemente.

Ella abrió los ojos y le miró.

– Quiero verlo.

– Me parece que es mejor que no lo vea -respondió él, sabiendo positivamente que así era.

– ¿Qué ha pasado? -Ella se esforzaba por recobrar la calma, y lo consiguió.

– Creo que ha sido veneno -dijo él, aunque tenia la certeza.

– ¿Lo han matado? -preguntó ella con un asombro que parecía auténtico. O ensayado.

– Lo siento, signora . En este momento, no puedo darle una respuesta. ¿Hay alguien que pueda acompañarla a su casa? -A su espalda, el comisario oyó un estallido de aplausos que se prolongaban y fluctuaban en oleadas. Ella parecía no oírlos, del mismo modo que parecía no haber oído su pregunta, y le miraba moviendo los labios en silencio.

– ¿Hay en el teatro alguien que pueda acompañarla a su casa, signora ?

Ella asintió, entendiendo al fin.

– Sí, sí -dijo, y agregó con voz más suave-: Tengo que sentarme. -Él ya esperaba esto: el impacto de la realidad que sigue al primer momento de aturdimiento, y estaba preparado. Es lo que fulmina a la gente.

La tomó del brazo y la llevó hacia el fondo de la zona del bastidor. Aunque alta, era muy delgada y ligera. A la izquierda, vio una pequeña cabina con paneles de iluminación y aparatos que no conocía. La sentó en la silla frente al pupitre e hizo una seña a uno de los agentes de uniforme que venía de un lateral atestado de gente vestida de época que saludaba v formaba corrillos en cuanto se cerraba el telón.

– Baje al bar y traiga una copa de coñac y un vaso de agua -ordenó el comisario.

La signora Wellauer estaba sentada en la silla de madera, aferrando el asiento con las manos y mirando fijamente al suelo. Movía la cabeza negativamente, como en respuesta a una conversación interior.

– Signora, signora , ¿sus amigos están en el teatro?

Ella prosiguió su monólogo silencioso, sin atenderle.

– Signora -repitió él, poniéndole una mano en el hombro-, ¿están aquí sus amigos?

– Welti -dijo la mujer, sin levantar la mirada-. Les he dicho que nos encontraríamos aquí.

Volvió el agente con las bebidas. Brunetti cogió la copa.

– Beba, signora -dijo. Ella tomó la copa y bebió distraídamente. Otro tanto hizo con el vaso de agua, como si no notara la diferencia.

Él dejó la copa y el vaso en el pupitre.

– ¿Cuándo lo ha visto, signora ?

– ¿Cómo?

– ¿Cuándo lo ha visto usted?

– ¿A Helmut?

– Sí, signora . ¿Cuándo lo ha visto?

– Hemos venido juntos. Luego, he subido a los bastidores después… -Su voz se apagó.

– ¿Después de qué, signora ? -preguntó él.

Ella escudriñó su cara antes de responder.

– Después del segundo acto. Pero no hemos hablado. He llegado tarde. Me ha dicho tan sólo… no, no me ha dicho nada. -Él no hubiera podido decir si la confusión de la mujer se debía a la impresión o a dificultades con el idioma, pero era indudable que no estaba en condiciones de contestar preguntas.

A su espalda, seguían sonando oleadas de aplausos mientras los intérpretes saludaban. Ella desvió la mirada y bajó la cabeza, aunque ya parecía haber terminado su conversación consigo misma.

El comisario le dijo al agente que permaneciera junto a la mujer, que unos amigos subirían a buscarla y que podían marcharse.

Volvió entonces al camerino. El forense y el fotógrafo, que había llegado mientras Brunetti hablaba con la signora Wellauer, ya se iban.

– ¿Desea algo más? -preguntó el doctor Rizzardi a Brunetti.

– No. ¿La autopsia?

– Mañana.

– ¿La hará usted?

Rizzardi pensó un momento antes de contestar.

– No estoy de guardia, pero ya que he examinado el cadáver, probablemente, el questore me pedirá que la haga yo.

– ¿A qué hora?

– Sobre las once. Habré terminado a primera hora de la tarde.

– Allí estaré -dijo Brunetti.

– No es necesario, Guido. No hace falta que venga a San Michele. Llámeme. O yo le llamaré a su despacho.

– Gracias, Ettore, pero preferiría ir. Hace mucho que no voy por allí, y quiero visitar la tumba de mi padre.

– Como guste. -Se dieron la mano, y Rizzardi fue hacia la puerta. Allí se paró un momento y agregó-: Era el último coloso, Guido. No debió morir así. Siento mucho que haya ocurrido esto.

– Yo también lo siento, Ettore. -El médico se fue y tras él salió el fotógrafo. Entonces uno de los dos sanitarios que estaban en la ventana, fumando y mirando a la gente que pasaba por el pequeño campo contiguo al teatro, dio media vuelta y se acercó al cadáver, que estaba en el suelo, en una camilla.

– ¿Podemos llevárnoslo? -preguntó con indiferencia.

– No -dijo Brunetti-. Esperen hasta que todo el mundo haya salido del teatro.

El que se había quedado en la ventana, tiró el cigarrillo a la calle y se situó al otro extremo de la camilla.

– Eso puede tardar mucho rato, ¿no? -preguntó sin disimular el mal humor. Era bajo y fornido y hablaba con acento napolitano.

– No sé cuánto tardará, pero esperen hasta que el teatro esté vacío.

El napolitano se subió el puño de su chaqueta blanca y miró el reloj con elocuencia.

– Es que nuestro turno termina a las doce, y, si tenemos que esperar mucho, no llegaremos al hospital hasta después.

Su compañero explicó entonces:

– El reglamento del sindicato dice que no se nos puede obligar a trabajar después de que termine el turno, a no ser que se nos haya avisado con veinticuatro horas de antelación. No sé qué se esperará que hagamos con esto. -Señaló la camilla con la punta del zapato, como si fuera algo que hubieran encontrado en la calle.

Momentáneamente, Brunetti se sintió tentado de razonar con ellos. Pero enseguida venció la tentación.

– Ustedes se quedarán aquí y no abrirán esa puerta hasta que yo se lo diga. -Como ellos no respondieran, preguntó-: ¿Lo han entendido? -Seguía sin llegar la respuesta-. ¿Lo han entendido? -repitió.

– Es que el reglamento del sindicato…

– Al cuerno el sindicato y al cuerno el reglamento -estalló Brunetti-. Como lo saquen de aquí antes de que yo les autorice, se encontrarán en la cárcel a la que escupan en la acera o suelten un taco en público. No quiero que se organice un espectáculo ahí fuera. Así que espérense hasta que yo les avise. -Sin volver a preguntar si le habían entendido, Brunetti dio media vuelta y salió del camerino dando un portazo.

En el espacio abierto que había al extremo del corredor, el comisario se encontró con un caos, un continuo ir y venir de gente, unos con ropa de calle y otros con traje de escena. Por su manera de mirar hacia la puerta del camerino, comprendió que ya había corrido la noticia. Y seguía corriendo: una cabeza se arrimaba a otra y ésta se volvía bruscamente hacia la puerta del fondo del corredor, que escondía algo que por el momento sólo podía ser motivo de conjetura. ¿Querían ver el cuerpo? ¿O querían sólo tener algo de qué hablar en el bar al día siguiente?

Cuando el comisario volvió donde había dejado a la signora Wellauer, encontró con ella a un hombre y una mujer, los dos, de bastante más edad. La mujer estaba arrodillada y abrazaba a la viuda, que ya no hacía nada por contener los sollozos. El agente de uniforme se acercó a Brunetti.

– Ya le he dicho que pueden marcharse -dijo Brunetti.

– ¿Quiere que vaya yo con ellos, señor?

– Sí. ¿Le han dicho dónde vive?

– Cerca de San Moisé.

– Bien. No está lejos -dijo Brunetti, y agregó-: Que no hablen con nadie -pensando en los periodistas, que ya estarían enterados de lo ocurrido-. No la saque por la entrada de personal. Averigüe si hay otra salida.

– Sí, señor -respondió el agente, saludando con marcialidad. A Brunetti le hubiera gustado que los sanitarios lo vieran.

– ¿Señor? -oyó a su espalda, y al volverse vio al cabo Miotti, el más joven de los tres agentes que había traído.

– ¿Qué hay, Miotti?

– Tengo la lista de todas las personas que estaban aquí esta noche: coros, orquesta, tramoyistas y cantantes.

– ¿Cuántos son?

– Más de cien, señor -dijo el joven con un suspiro, como disculpándose por los cientos de horas de trabajo que aquella lista presagiaba.

– Bien -dijo Brunetti, y se encogió de hombros-. Baje a preguntar al portiere qué identificación se necesita para entrar por ese torno. -El cabo escribía en un bloc mientras Brunetti hablaba-. ¿Por qué otro sitio se puede entrar? ¿Se puede subir a los bastidores desde la sala? ¿Con quién ha llegado el maestro esta noche? ¿A qué hora? ¿Ha entrado alguien en su camerino durante la representación? Y el café, ¿lo han subido del bar o lo han traído de fuera? -Se quedó pensativo un momento-. Y vea qué puede averiguar sobre mensajes, cartas, llamadas telefónicas…

– ¿Algo más, señor? -preguntó Miotti.

– Llame a la questura . Que se pongan al habla con la policía alemana. -Antes de que Miotti pudiera hacer una objeción, el comisario dijo-: Dígales que avisen a la intérprete de alemán, ¿cómo se llama?

– Boldacci, señor.

– Sí. Dígales que le pidan que llame a la policía alemana. No importa si es tarde. Que nos envíen el dossier completo de Wellauer. Mañana por la mañana, si es posible.

– Sí, señor.

Brunetti asintió. El agente saludó y, con el bloc en la mano, retrocedió hacia la escalera que lo conduciría a la entrada de los artistas.

– Una cosa más, cabo -dijo Brunetti dirigiéndose a la espalda del agente que se alejaba.

– ¿Sí, señor? -dijo el hombre parándose en lo alto de la escalera.

– Sea cortés.

Miotti asintió, dio media vuelta y desapareció. El poder decir esto a un agente sin miedo a ofenderle era una de las razones por las que Brunetti se alegraba de que hubieran vuelto a destinarlo a Venecia, después de estar cinco años en Nápoles.

A pesar de que hacía más de veinte minutos que los intérpretes habían acabado de saludar, los bastidores seguían estando muy concurridos, y la gente no daba señales de pensar en marcharse. Los que parecían más conscientes de sus obligaciones pasaban entre los demás recogiendo accesorios del vestuario: cinturones, bastones, pelucas. Brunetti se cruzó con un hombre que llevaba en brazos algo que parecía un animal muerto y que resultó ser un montón de pelucas femeninas. Entonces, de la zona situada detrás del telón, vio venir a Follin, el agente al que había enviado a avisar al forense.