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De todos modos, la tumba estaba cuidada, porque su hermano era más escrupuloso que él. Los claveles que había en el jarrón de vidrio colocado en el suelo tenían que ser frescos, o la helada de tres noches atrás los hubiera quemado. Brunetti se agachó y retiró unas hojas que el viento había arrastrado hasta el jarrón. Se enderezó y volvió a inclinarse para quitar una colilla que había al lado de la lápida. Al volver a levantarse, contempló la fotografía colocada en la parte frontal de la piedra. Vio sus propios ojos, su mandíbula y unas orejas grandes de las que él y su hermano se habían librado y que habían heredado los hijos de ambos.

– Ciao , papá -dijo. No se le ocurrió nada más. Caminó hasta el extremo de la hilera de tumbas y dejó caer la colilla en un gran recipiente metálico hincado en la tierra.

En la oficina del cementerio, dio su nombre y su cargo y fue conducido a una salita por un hombre que le dijo que tuviera la bondad de esperar, que el doctor saldría enseguida. En la sala no había nada que leer, por lo que el comisario tuvo que conformarse con mirar por la única ventana al claustro en torno al cual se habían levantado los edificios del cementerio.

Al principio de su carrera, Brunetti había insistido en presenciar la autopsia de la víctima del primer asesinato que había investigado, una prostituta a la que había matado su chulo. Había mirado atentamente cómo entraban la camilla en el aula y contemplado, fascinado, el cuerpo casi perfecto que apareció cuando levantaron la sábana. Pero, cuando el médico empuñó el escalpelo para iniciar la gran incisión en forma de Y, Brunetti cayó hacia adelante, desmayado, entre los estudiantes de medicina. Éstos, con toda naturalidad, lo sacaron al pasillo, lo sentaron en una silla, semiinconsciente, y volvieron a entrar rápidamente en el aula. Desde entonces, Brunetti había visto muchas víctimas de asesinato, había contemplado el cuerpo humano destrozado por cuchillos, balas y hasta bombas, pero aún no era capaz de verlo fríamente, y sabía que nunca podría ser testigo de esa violación calculada que es una autopsia.

Se abrió la puerta de la salita y entró Rizzardi, vestido tan impecablemente como la noche antes. Olía a jabón caro y no al ácido carbólico que Brunetti asociaba automáticamente con su trabajo.

– Buenas tardes, Guido -dijo el médico, tendiendo la mano al comisario-. Siento que se haya molestado en venir. Hubiera podido llamarle para decirle lo poco que he descubierto.

– No importa, Ettore; de todos modos, quería venir. No puedo hacer nada hasta que esos cretinos del laboratorio me envíen el informe. Y para hablar con la viuda aún es pronto.

– Entonces le diré lo que hay -dijo el doctor cerrando los ojos y hablando de memoria. Brunetti sacó la libreta y fue escribiendo lo que oía-. El hombre gozaba de perfecta salud. De no saber que tenía setenta y cuatro años, le hubiera calculado diez menos o, incluso, quince. El tono muscular, magnífico, seguramente, gracias a los beneficios del ejercicio en un cuerpo sano. No había indicios de enfermedad en los órganos internos. No debía de beber, porque el hígado estaba en perfecto estado. Algo insólito en un hombre de su edad. No fumaba, aunque debió de fumar hace años, y dejarlo. Yo diría que hubiera podido vivir diez o veinte años más. -Terminado el informe, el médico abrió los ojos y miró a Brunetti.

– ¿Y la causa de la muerte? -preguntó Brunetti.

– Cianuro de potasio. En el café. Calculo que ingirió unos treinta miligramos, más que suficiente para causarle la muerte. -Hizo una pausa y agregó-: En realidad, nunca lo había visto. Un efecto tremendo. -Su voz se apagó y el médico cayó en una especie de ensimismamiento que Brunetti encontró truculento.

Al cabo de un momento, Brunetti preguntó:

– ¿Es tan rápido como se dice?

– Creo que sí -respondió el doctor-. Como le decía, nunca había visto un caso de éstos en la práctica. Sólo sabía lo que había leído.

– ¿Instantáneo?

Rizzardi pensó un instante antes de contestar:

– Creo que sí, o casi. Quizá, durante un momento, se dio cuenta de lo que le pasaba, pero pensaría que era una embolia o un infarto. De todos modos, antes de que pudiera descubrir lo que era, ya estaba muerto.

– ¿Y qué es lo que causa la muerte?

– Todo se para. Simplemente, todo deja de funcionar: el corazón, los pulmones, el cerebro.

– ¿En segundos?

– Sí. Cinco. Diez como máximo.

– No es de extrañar que esa gente lo use.

– ¿Qué gente?

– Los espías, en las novelas. Cápsulas que llevan en muelas huecas.

– Hum -hizo Rizzardi. Si la comparación de Brunetti le sorprendía, no lo demostró-. Sí, indudablemente, es rápido, pero otros son mucho más mortíferos. -Al ver que Brunetti levantaba las cejas en señal de sorpresa, explicó-: El botulismo. La misma cantidad, podría matar a la mitad de la población italiana.

Parecía que poco más iba a dar de sí el tema, a pesar del evidente entusiasmo que por él demostraba el médico, y Brunetti preguntó:

– ¿Hay algo más?

– Por lo visto, llevaba unas semanas bajo tratamiento. ¿Sabe si tenía un resfriado, gripe o algo por el estilo?

– No -dijo Brunetti sacudiendo la cabeza-. Todavía no sabemos nada. ¿Por qué?

– En el cuerpo hay señales de inyecciones. No se aprecian signos de abuso de drogas, por lo que supongo que se trata de antibióticos, o de vitaminas, una medicación normal. En realidad, las marcas son tan débiles que quizá ni inyecciones eran. Pequeñas magulladuras, tal vez.

– ¿Y dice que, de drogas, nada?

– No; no es probable -dijo el médico-. Hubiera podido pincharse fácilmente en el muslo izquierdo, porque era diestro. Pero no en el brazo derecho ni en la nalga izquierda, donde están las señales. Y, como le digo, tenía una salud excelente. Si hubiera tomado drogas, yo hubiera observado indicios. -Hizo una pausa-. Además, no estoy seguro de lo que son. En el informe pondré «pequeños hematomas subcutáneos». -Por su tono de voz, Brunetti comprendió que aquellas señales le parecían una trivialidad y que ya le pesaba haberlas mencionado.

– ¿Algo más?

– Nada más. Quien haya hecho esto, le ha robado por lo menos diez años de vida.

Como era habitual en él, Rizzardi no demostró ni, probablemente, sentía curiosidad alguna acerca de quién pudiera haber cometido el crimen. Durante los años que hacía que se conocían, Brunetti nunca había oído al doctor preguntar por el criminal. A veces, mostraba interés y hasta fascinación cuando el crimen era imaginativo, pero nunca parecía importarle quién lo había cometido ni si era descubierto.

– Gracias, Ettore -dijo Brunetti, estrechando la mano del médico-. Ojalá trabajaran tan aprisa los del laboratorio.

– Dudo que su curiosidad sea tan fuerte como la mía -dijo Rizzardi, reafirmando a Brunetti en la convicción de que nunca entendería a aquel hombre.