– Vean que no se vayan a quedar las luces encendidas; las apagan y cierran bien las puertas; se acuestan luego… -recomendó Camila a las sirvientas, que les veían salir desde la boca del pasadizo.

El carruaje desapareció con ellos al trote de los caballos corpulentos en el río de monedas que formaban los arneses. Camila iba hundida en el asiento del coche bajo el peso de una somnolencia irremediable, con la luz muerta de las calles en los ojos. De vez en cuando, el bamboleo del carruaje la levantaba del asiento, pequeños saltos que interrumpían el movimiento de su cuerpo que iba siguiendo el compás del coche. Los enemigos de Cara de Ángel contaban que el favorito ya no estaba en el candelero, insinuando en el Círculo de los amigos del Señor Presidente que en vez de llamarle por su nombre, le llamaran Miguel Canales. Mecido por el brincoteo de las llantas, Cara de Ángel saboreaba de antemano el susto que se iban a llevar al verlo en la fiesta.

El coche, desencadenado de la pedriza de las calles, se deslizó por una pendiente de arena fina como el aire, con el ruido aguacalado entre las ruedas. Camila tuvo miedo; no se veía nada en la oscuridad del campo abierto, aparte de los astros, ni oía nada bajo el sereno que mojaba, sólo el canto de los grillos; tuvo miedo y se crispó como si la arrastraran a la muerte por un camino o engaño de camino, que de un lado limitaba el abismo hambriento, y de otro el ala de Lucifer extendida como una roca en las tinieblas.

– ¿Qué tienes? -le dijo Cara de Ángel, tomándola suavemente de los hombros para apartarla de la portezuela.

– ¡Miedo!

– ¡Isht, calla!…

– Este hombre nos va a embarrancar. Dile que no vaya tan ligero; ¡díselo! ¡Qué sin gracia! Parece que no sientes. ¡Díselo!, tan mudo…

– En estos carruajes… -empezó Cara de Ángel, mas le izo callar un apretón de su esposa y el golpe en seco de los resortes. Creyeron rodar al abismo.

– Ya pasó -se sobrepuso aquél-, ya pasó, es… Las ruedas se deben haber ido en una zanja…

El viento soplaba en lo alto de las rocas con quejidos de velamen roto. Cara de Ángel sacó la cabeza por la portezuela para gritar al cochero que tuviera más cuidado. Éste volvió la cara oscura, picada de viruelas, y puso los caballos a paso de entierro.

El carruaje se detuvo a la salida de un pueblecito. Un oficial encapotado avanzó hacia ellos haciendo sonar las espuelas, los reconoció y ordenó al cochero que siguiera. El viento suspiraba entre las hojas de los maizales resecos y tronchados. El bulto de una vaca se adivinaba en un corral. Los árboles dormían. Doscientos metros más adelante se acercaron a reconocerlos dos oficiales, pero el carruaje casi no se detuvo. Y ya para apearse en la residencia presidencial, tres coroneles se acercaron a registrar el carruaje.

Cara de Ángel saludó a los oficiales del Estado Mayor. (Era bello y malo como Satán.) Tibia nostalgia de nido flotaba en la noche inexplicablemente grande vista desde ahí. Un farolito señalaba en el horizonte el sitio en que velaba, al cuidado del señor Presidente de la República, un fuerte de artillería.

Camila bajó los ojos delante de un hombre de ceño mefistofélico, cargado de espaldas, con los ojos como tildes de eñes y las piernas largas y delgadas. En el momento en que ellos pasaban, este hombre alzaba el brazo con lento ademán y abría la mano, como si en lugar de hablar fuese a soltar una paloma.

– Parthenios de Bithania -decía- fue hecho prisionero en la guerra de Mitrídates y llevado a Roma, enseñó el alejandrino.

De él lo aprendimos Propercio, Ovidio, Virgilio, Horacio y yo… Dos señoras de avanzada edad conversaban a la puerta de la sala en que el Presidente recibía a sus invitados.

– Sí, sí -decía una de ellas pasándose la mano por el peinado de rodete-, ya yo le dije que se tiene que reelegir.

– Y él, ¿qué le contestó? Eso me interesa…

– Sólo me sonrió, pero yo sé, que sí se reelegirá. Para nosotros, Candidita, es el mejor Presidente que hemos tenido. Con decirle que desde que él está, Moncho, mi marido, no ha dejado de tener buen empleo.

A espaldas de estas señoras el Tícher pontificaba entre un grupo de amigos:

– A la que se da casa, es decir, a la casada, se le saca como una casaca.

– El señor Presidente preguntó por usted -iba diciendo el auditor de Guerra a derecha e izquierda-, el señor Presidente preguntó por usted, el señor Presidente preguntó por usted…

– ¡Muchas gracias! -le contestó el Tícher.

– ¡Muchas gracias! -se dio por aludido un «jockey» negro, de las piernas en horqueta y los dientes de oro.

Camila habría querido pasar sin que la vieran. Pero imposible. Su belleza exótica, sus ojos verdes, descampados, sin alma, su cuerpo fino, copiado en el traje de seda blanco, sus senos de media libra, sus movimientos graciosos, y, sobre todo, su origen: hija del general Canales.

Una señora comentó en un grupo:

– No vale la pena. Una mujer que no se pone corsé… Bien se ve que era mengala…

– Y que mandó a arreglar su vestido de casamiento para salir a las Fiestas -murmuró otra.

– ¡Los que no tienen como figurar, figúrense! -creyó oportuno agregar una dama de pelo ralo.

– ¡Ay, qué malas somos! Yo dije lo del vestido porque se ve que están pobres.

– ¡Claro que están pobres, en lo que está usted! -observó la del cabello ralo, y luego añadió en voz baja-: ¡Si dicen que el señor Presidente no le da nada desde que casó con ésta!…

– Pero Cara de Ángel es muy de él…

– ¡Era!, dirá usted. Porque según dicen -no me lo crean a mí- este Cara de Ángel se robó a la que es su mujer para echarle pimienta en los ojos a la policía, y que su suegro, el general, pudiera escaparse; ¡y así fue como se escapó!

Camila y Cara de Ángel seguían avanzando por entre los invitados hacia el extremo de la sala en que se encontraba el Presidente. Su Excelencia conversaba con un canónigo, doctor Irrefragable, en un grupo de señoras que al aproximarse al amo se quedaban con lo que iban diciendo metido en la boca, como el que se traga una candela encendida, y no se atreve a respirar ni a abrir los labios; de banqueros con proceso pendiente y libres bajo fianza; de amanuenses jacobinos que no apartaban los ojos del señor Presidente, sin atreverse a saludarlo cuando él los miraba, ni a retirarse cuando dejaba de fijarse en ellos; de las lumbreras de los pueblos, con el ocote de sus ideas políticas apagado y una brizna de humanismo en su dignidad de pequeñas cabezas de león ofendidas al sentirse colas de ratón.

Camila y Cara de Ángel se aproximaron a saludar al Presidente. Cara de Ángel presentó a su esposa. El amo dispensó a Camila su diestra pequeñita, helada al contacto, y apoyó sobre ella los ojos al pronunciar su nombre, como diciéndole: «¡fíjese quién soy!». El canónigo, mientras tanto, saludaba con los versos de Garcilaso la aparición de una beldad que tenía el nombre y singular de la que amaba Albanio:

¡Una obra sola quiso la Natura

Hacer como ésta, y rompió luego apriesa

La estampa do fue hecha tal figura!

Los criados repartían champaña, pastelitos, almendras saladas, bombones, cigarrillos. El champaña encendía el fuego sin llama del convite protocolar y todo, como por encanto, parecía real en los espejos sosegados y ficticio en los salones; así como el sonido hojoso de un instrumento primitivamente compuesto de tecomates y va civilizado de cajoncitos de muerto.

– General… -resonó la voz del Presidente-, haga salir a los señores, que quiero cenar solo con las señoras…

Por las puertas que daban frente a la noche clara fueron saliendo los hombres en grupo compacto sin chistar palabra, cuáles atropellándose por cumplir presto la orden del amo, cuáles por disimular su enojo en el apresuramiento. Las damas se miraron sin osar recoger los pies bajo las sillas.

– El Pueta puede quedarse… -insinuó el Presidente.

Los oficiales cerraron las puertas. El Poeta no hallaba dónde colocarse entre tanta dama.

– Recite, Pueta -ordenó el Presidente-, pero algo bueno; el Cantar de los Cantares…

Y el Poeta fue recitando lo que recordaba del texto de Salomón.

Canción de Canciones la cual es de Salomón.

¡Oh si él me besara con ósculos de su boca!

Morena soy, oh hijas de Jerusalén,

Mas codiciable

Como las tiendas de Salomón.

No miréis en que soy morena

Porque el sol me miró…

Mi amado es para mí un manojito de mirra

Que reposa entre mis pechos…

Bajo la sombra del deseado me senté

Y su fruto fue dulce a mi paladar.

Llevóme a la cámara del vino

Y la bandera sobre mí fue amor…

Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,

Que no despertéis ni hagáis velar al amor,

Hasta que quiera

Hasta que quiera…

He aquí que tú eres hermosa, amiga mía;

Tus ojos entre tus guedejas como de paloma;

Tus cabellos como manada de cabras;

Tus dientes como manada de ovejas

Que suben del lavadero,

Todas son crías mellizas

Y estéril no hay entre ellas…

Sesenta son las reinas y ochenta las concubinas…

El Presidente se levantó funesto. Sus pasos resonaron como pisadas del jaguar que huye por el pedregal de un río seco. Y desapareció por una puerta azotándose las espaldas con los cortinajes que separó al pasar.

Poeta y auditorio quedaron atónitos, pequeñitos, vacíos, malestar atmosférico de cuando se pone el sol. Un ayudante anunció la cena. Se abrieron las puertas y mientras los caballeros que habían pasado la fiesta en el corredor ganaban la sala tiritando, el Poeta vino hacia Camila y la invitó a cenar. Ella se puso en pie e iba a darle el brazo cuando una mano le detuvo por detrás. Casi da un grito. Cara de Ángel había permanecido oculto en una cortina a espaldas de su esposa; todos le vieron salir del escondite.

La marimba sacudía sus miembros entablillados atada a la resonancia de sus cajones de muerto.

XXXVI La Revolución

No se veía nada delante. Detrás avanzaban los reptiles silenciosos, largos, escaramuzas de veredas que desdoblaban ondulaciones fluidas, lisas, heladas. A la tierra se le contaban las costillas en los aguazales secos, flaca, sin invierno. Los árboles subían a respirar a lo alto de los ramajes densos, lechosos. Los fogarines alumbraban los ojos de los caballos cansados. Un soldado orinaba de espaldas. No se le veían las piernas. Era necesario explicárselo, pero no se lo explicaban, atareados como estaban sus compañeros en limpiar las armas con sebo y pedazos de fustanes que todavía olían a mujer. La muerte se los iba llevando, los secaba en sus camas uno por uno, sin mejoría para los hijos ni para nadie. Mejor era exponer el pellejo a ver qué se sacaba. Las balas no sienten cuando atraviesan el cuerpo de un hombre; creen que la carne es aire tibio, dulce, aire un poco gordito. Y pían como pajarracos. Era necesario explicárselo, pero no se lo explicaban, ocupados como estaban en dar filo a los machetes comprados por la revolución en una ferretería que se quemó. El filo iba apareciendo como la risa en la cara de un negro. ¡Cante, compadre, decía una voz, que dende-oíto le oí cantar!