Sin aflojar el paso, Canales apartó los ojos de su fotografía de gala sintiéndose moralmente vencido. Le acongojaba verse en el destierro con un pantalón de portero y una americana, larga o corta, estrecha u holgada, jamás a su medida. Iba sobre las ruinas de él mismo pisoteando a lo largo de las calles sus galones…

«¡Pero si soy inocente!» Y se repitió con la voz más persuasiva de su corazón: «¡Pero si soy inocente! ¿Por qué temer…?»

«¡Por eso! -le respondía su conciencia con la lengua de Cara de Ángel-, ¡por eso!… Otro gallo le cantaría si usted fuera culpable. El crimen es preciso porque garantiza al gobierno la adhesión del ciudadano. ¿La patria? ¡Sálvese, general, yo sé lo que le digo: qué patria ni qué india envuelta! ¿Las leyes? ¡Buenas son tortas! ¡Sálvese, general, porque le espera la muerte!»

«¡Pero si soy inocente!»

«¡No se pregunte, general, si es culpable o inocente: pregúntese si cuenta o no con el favor del amo, que un inocente a mal con el gobierno, es peor que si fuera culpable!»

Apartó los oídos de la voz de Cara de Ángel mascullando palabras de venganza, ahogado en las palpitaciones de su propio corazón. Más adelante pensó en su hija. Le estaría esperando con el alma en un hilo. Sonó el reloj de la torre de la Merced. El cielo estaba limpio, tachonado de estrellas, sin una nube. Al asomar a la esquina de su casa vio las ventanas iluminadas. Sus reflejos, que se regaban hasta media calle, eran un ansia…

«Dejaré a Camila en casa de Juan, mi hermano, mientras puedo mandar por ella. Cara de Ángel me ofreció llevarla esta misma noche o mañana por la mañana.»

No tuvo necesidad del llavín que ya traía en la mano, pues apenas llegó se abrió la puerta.

– ¡Papaíto!

– ¡Calla! ¡Ven…, te explicaré!… Hay que ganar tiempo… Te explicaré… Que mi asistente prepare una bestia en la cochera…, el dinero…, un revólver… Después mandaré por mi ropa… No hace falta sino lo más necesario en una valija. ¡No sé lo que te digo ni tú me entiendes! Ordena que ensillen mi mula baya y tú prepara mis cosas, mientras que yo voy a mudarme y a escribir una carta para mis hermanos. Te vas a quedar con Juan unos días.

Sorprendida por un loco no se habría asustado la hija de Canales como se asustó al ver entrar a su papá, hombre de suyo sereno, en aquel estado de nervios. Le faltaba la voz. Le temblaba el color. Nunca lo había visto así. Urgida por la prisa, quebrada por la pena, sin oír bien ni poder decir otra cosa que «¡ay, Dios mío!», «¡ay, Dios mío!», corrió a despertar al asistente para que ensillara la cabalgadura, una magnífica mula de ojos que parecían chispas, y volvió a cómo poner la valija, ya no decía componer (… toallas, calcetines, panes…, sí, con mantequilla, pero se olvidaba la sal…), después de pasar a la cocina despertando a su nana, cuyo primer sueño lo descabezaba siempre sentada en la carbonera, al lado del poyo caliente, junto al fuego, ahora en la ceniza, y el gato que de cuando en cuando movía las orejas, como para espantarse los ruidos.

El general escribía a vuelapluma al pasar la sirvienta por la sala, cerrando las ventanas a piedra y lodo.

El silencio se apoderaba de la casa, pero no el silencio de papel de seda de las noches dulces y tranquilas, ese silencio con carbón nocturno que saca las copias de los sueños dichosos, más leve que el pensamiento de las flores, menos talco que el agua… El silencio que ahora se apoderaba de la casa y que turbaban las toses del general, las carreras de su hija, los sollozos de la sirvienta y un acoquinado abrir y cerrar de armarios, cómodas y alacenas, era un silencio acartonado, amordazante, molesto como ropa extraña.

Un hombre menudito, de cara argeñada y cuerpo de bailarín, escribe sin levantar la pluma ni hacer ruido -parece tejer una telaraña:

«Excelentísimo Señor Presidente

Constitucional de la República,

Presente.

Excelentísimo Señor:

»Conforme instrucciones recibidas, síguese minuciosamente al general Eusebio Canales. A última hora tengo el honor de informar al Señor Presidente que se le vio en casa de uno de los amigos de Su Excelencia, del señor don Miguel Cara de Ángel. Allí, la cocinera que espía al amo y a la de adentro, y la de adentro que espía al amo y a la cocinera, me informan en este momento que Cara de Ángel se encerró en su habitación con el general Canales aproximadamente tres cuartos de hora. Agregan que el general se marchó agitadísimo. Conforme instrucciones se ha redoblado la vigilancia de la casa de Canales, reiterándose las órdenes de muerte al menor intento de fuga.

»La de adentro -y esto no lo sabe la cocinera- completa el parte. El amo le dejó entender -me informa por teléfono- que Canales había venido a ofrecerle a su hija a cambio de una eficaz intervención en su favor cerca del Presidente.

»La cocinera -y esto no lo sabe la de adentro- es al respecto más explícita: dice que cuando se marchó el general, el amo estaba muy contento y que le encargó que en cuanto abrieran los almacenes se aprovisionara de conservas, licores, galletas, bombones, pues iba a venir a vivir con él una señorita de buena familia.

»Es cuanto tengo el honor de informar al Señor Presidente de la República…»

Escribió la fecha, firmó -rúbrica garabatosa en forma de rehilete- y, como salvando una fuga de memoria, antes de soltar la pluma, que ya le precisaba porque quería escarbarse las narices agregó:

«Otrosí. -Adicionales al parte rendido esta mañana: Doctor Luis Barreño: Visitaron su clínica esta tarde tres personas, de las cuales dos eran menesterosos; por la noche salió a pasear al parque con su esposa. Licenciado Abel Carvajal: Por la tarde estuvo en el Banco Americano, en una farmacia de frente a Capuchinas y en el Club Alemán; aquí conversó largo rato con Mr. Romsth, a quien la policía sigue por separado, y volvió a su casa-habitación a las siete y media de la noche. No se le vio salir después y, conforme instrucciones, se ha redoblado la vigilancia alrededor de la casa. -Firma al calce. Fecha ut supra. Vale.»

XI El rapto

Al despedirse de Rodas se disparó Lucio Vásquez -que pies le faltaban- hacia donde la Masacuata, a ver si aún era tiempo de echar una manita en el rapto de la niña, y pasó que se hacía pedazos por la Pila de la Merced, sitio de espantos y sucedidos en el decir popular, y mentidero de mujeres que hilvanaban la aguja de la chismografía en el hilo de agua sucia que caía al cántaro.

¡Pipiarse a una gente, pensaba el victimario del Pelele sin aflojar el paso, qué de a rechipuste! Y ya que Dios quiso que me desocupara tempranito en el Portal, puedo darme este placer. ¡María Santísima, si uno se pone que no cabe del gusto cuando se pepena algo o se roba una gallina, que será cuando se birla a una hembra!

La fonda de la Masacuata asomó por fin, pero las aguas se le juntaron al ver el reloj de la Merced… Casi era la hora… o no vio bien. Saludó a algunos de los policías que guardaban la casa de Canales y de un solo paso, ese último paso que se va de los pies como conejo, clavóse en la puerta del fondín.

La Masacuata, que se había recostado en espera de las dos de la mañana con los nervios de punta, estrujábase pierna contra pierna, magullábase los brazos en posturas incómodas, espolvoreaba brazas por los poros, enterraba y desenterraba la cabeza de la almohada sin poder cerrar los ojos.

Al toquido de Vásquez saltó de la cama a la puerta sofocada, con el resuello grueso como cepillo de lavar caballos.

– ¿Quién es?

– ¡Yo, Vásquez, abrí!

– ¡No te esperaba!

– ¿Qué hora es? -preguntó aquél al entrar.

– ¡La una y cuarto! -repuso la fondera en el acto, sin ver el reloj, con la certeza de la que en espera de las dos de la mañana contaba los minutos, los cinco minutos, los diez minutos, los cuartos, los veinte minutos…

– ¿Y cómo es que yo vi en el reloj de la Merced las dos menos un cuarto?

– ¡No me digás! ¡Ya se les adelantaría otra vez el reloj a los curas! -Y decime, ¿no ha regresado el del billete?

– No.

Vásquez abrazó a la fondera dispuesto de antemano a que le pagara su gesto de ternura con un golpe. Pero no hubo tal; la Masacuata, hecha una mansa paloma, se dejó abrazar y al unir sus bocas, sellaron el convenio dulce y amoroso de llegar a todo aquella noche. La única luz que alumbraba la estancia ardía delante de una imagen de la Virgen de Chiquinquirá. Cerca veíase un ramo de rosas de papel. Vásquez sopló la llama de la candela y le echó la zancadilla a la fondera. La imagen de la Virgen se borró en la sombra y por el suelo rodaron dos cuerpos hechos una trenza de ajos.

Cara de Ángel asomó por el teatro a toda prisa, acompañado de un grupo de facinerosos.

– Una vez la muchacha en mi poder -les venía diciendo-, ustedes pueden saquear la casa. Les prometo que no saldrán con las manos vacías. Pero ¡eso sí!, mucho ojo ahora y mucho cuidado después con soltar la lengua, que si me han de hacer mal el favor, mejor no me lo hacen.

Al volver una esquina les detuvo una patrulla. El favorito se entendió con el jefe, mientras los soldados los rodeaban.

– Vamos a dar una serenata, teniente…

– ¿Y por ónde, si me hace el favor, por ónde…? -dijo aquél dando dos golpecitos con la espada en el suelo.

– Aquí, por el Callejón de Jesús…

– Y la marimba no la traen, ni las charangas… ¡Chasgracias si va a ser serenata a lo mudo!

Disimuladamente alargó Cara de Ángel al oficial un billete de cien pesos, que en el acto puso fin a la dificultad.

La mole del templo de la Merced asomó al extremo de la calle. Un templo en forma de tortuga, con dos ojitos o ventanas en la cúpula. El favorito mandó que no se llegara en grupo adonde la Masacuata.

– ¡Fonda El Tus-Tep, acuérdense! -les dijo en alta voz cuando se iban separando-. ¡El Tus-Tep! ¡Cuidado, muchá, quién se mete en otra parte! El Tus-Tep, en la vecindad de una colchonería.

Los pasos de los que formaban el grupo se fueron apagando por rumbos opuestos. El plan de la fuga era el siguiente: al dar el reloj de la Merced las dos de la mañana, subirían a casa del general Canales uno o más hombres mandados por Cara de Ángel, y tan pronto como éstos empezaran a andar por el tejado, la hija del general saldría a una de las ventanas del frente de la casa a pedir auxilio contra ladrones a grandes voces, a fin de atraer hacia allí a los gendarmes que vigilaban la manzana, y de ese modo, aprovechando la confusión, permitir a Canales la salida por la puerta de la cochera.