Nunca intento imponerle mis ideas, porque es una leona salvaje que no lo soportaría, sólo sigue los caminos señalados por su instinto y su inteligencia, pero ese día en el bosque no pude evitarlo y puse en práctica los mejores trucos de oratoria aprendidos del tío Ramón para convencerla de que buscáramos otros métodos menos clínicos y más humanos para el parto. Al regresar a casa encontramos a Nicolás esperando en la puerta. Dile a tu mamá que te explique la vaina ésa de la música del universo, le zampó a su marido esta nuera irreverente, y desde entonces nos referimos al nacimiento de Andrea como la música del

universo. A pesar del escepticismo del comienzo, aceptaron mi sugerencia y ahora planean parir como los indios. Más adelante tendré que convencerte a ti de lo mismo, Paula. Tú eres la protagonista de esta enfermedad, tú tienes que dar a luz tu propia salud, sin miedo, con fuerza. Tal vez ésta es una oportunidad tan creadora como el alumbramiento de Celia; podrás nacer a otra vida a través del dolor, cruzar un umbral, crecer.

Ayer íbamos solos con Ernesto en un ascensor del hospital, cuando subió una mujer indescriptible, uno de esos seres sin ningún rasgo sobresaliente, sin edad ni aspecto definidos, una sombra. A los pocos segundos me di cuenta que mi yerno había perdido el color, respiraba a bocanadas con los ojos cerrados, apoyado en la pared para no caerse. Di un paso en su dirección para ayudarlo y en ese instante el ascensor se detuvo y la mujer salió. Nosotros debíamos hacerlo también, pero Ernesto me retuvo por el brazo; se cerró la puerta y nos quedamos dentro. Entonces percibí el olor de tu perfume, Paula, tan claro y sorprendente como un grito, y comprendí la reacción de tu marido. Apreté un botón para detenernos y nos quedamos entre dos pisos aspirando los últimos rastros de ese olor tuyo que conocemos tan bien, mientras a él le caía un río de lágrimas por la cara. No sé cuánto rato estuvimos así, hasta que se oyeron golpes y gritos desde afuera, apreté otro botón y empezamos a descender. Salimos a tropezones, él trastabillando y yo sosteniéndolo, ante las miradas suspicaces de la gente en el pasillo. Lo llevé a una cafetería y nos sentamos temblando ante una taza de chocolate.

— Me estoy volviendo medio loco… — me dijo-. No logro concentrarme en el trabajo. Veo números en la pantalla del computador y me parece caligrafía china, me hablan y no contesto, ando tan distraído que no sé cómo me toleran en la oficina, cometo errores garrafales. ¡Siento a Paula tan lejos! Si supieras cuánto la quiero y la necesito… Sin ella mi vida perdió el color, todo se ha vuelto gris. Siempre estoy esperando que suene el teléfono y seas tú con la voz alborotada anunciándome que Paula despertó y me llama. En ese instante seré tan feliz como el día en que la conocí y nos enamoramos al primer vistazo.

— Necesitas desahogarte, Ernesto, esto es una tortura insoportable, tienes que quemar un poco de energía.

— Corro, levanto pesas, hago aikido, nada ayuda. Este amor es como hielo y fuego.

— Perdona que sea tan indiscreta… ¿no has pensado que podrías salir con alguna muchacha… ?

— ¡Quién diría que eres mi suegra, Isabel! No, no puedo tocar a otra mujer, no deseo a nadie más. Sin Paula mi vida no tiene sentido. ¿Qué quiere Dios de mí? ¿por qué me atormenta de esta manera? Hicimos tantos planes… Hablamos de envejecer juntos y seguir haciendo el amor a los noventa años, de los lugares que visitaríamos, de cómo seríamos el centro de una gran familia y tendríamos una casa abierta para los amigos. ¿Sabías que Paula quería fundar un asilo para viejos pobres? Quería brindar a otros ancianos los cuidados que no alcanzó a dar a la Granny.

— Ésta es la prueba más difícil de sus vidas, pero la superarán, Ernesto.

— Estoy tan cansado…

Acaba de pasar por tu sala un profesor de medicina con un grupo de estudiantes. No me conoce y gracias a mi delantal y zuecos blancos pude estar presente mientras te examinaban. Necesité toda la sangre fría adquirida tan duramente en el colegio del Líbano, para mantener una expresión indiferente mientras te manipulaban sin respeto alguno como si ya fueras un cadáver y hablaban de tu caso como si no pudieras oírlos. Dijeron que la recuperación sucede normalmente en los primeros seis meses y tú llevas cuatro, no vas a evolucionar mucho más, es posible que dures años así y no se puede destinar una cama del hospital a un enfermo incurable, que te mandarán a una institución, supongo que se referían a un asilo o un hospicio. No les creas nada, Paula. Si entiendes lo que oyes por favor olvida todo eso, jamás te abandonaré, de aquí irás a una clínica de rehabilitación y luego a casa, no permitiré que sigan atormentándote con agujas eléctricas ni con pronósticos lapidarios. Ya basta. Tampoco es cierto que no hay cambios en tu estado; ellos no los ven porque aparecen por tu sala muy rara vez, pero los que estamos siempre contigo podemos comprobar tus progresos. Ernesto asegura que lo reconoces; se sienta a tu lado, te busca los ojos, te habla en voz baja y veo cómo te cambia la expresión, te tranquilizas y a veces pareces emocionada, te caen lágrimas y mueves los labios como para decirle algo, o alzas levemente una mano, como si quisieras acariciarlo. Los médicos no lo creen y tampoco tienen tiempo para observarte, sólo ven una enferma paralizada y espástica que ni siquiera pestañea cuando gritan su nombre. A pesar de la lentitud aterradora de este proceso, sé que estás saliendo paso a paso del abismo donde has estado perdida por varios meses y que un día de estos te conectarás con el presente. Me lo repito una y otra vez, pero a veces me falla la esperanza. Ernesto me sorprendió cavilando en la terraza.

— Piensa un poco ¿qué es lo peor que puede pasar?

— No es la muerte, Ernesto, sino que Paula se quede como está.

— ¿Y tú crees que la vamos a querer menos por eso?

Como siempre, tu marido tiene razón. No vamos a quererte menos, sino mucho más, nos organizaremos, tendremos un hospital en casa y cuando yo falte te cuidará tu marido, tu hermano o mis nietos, ya veremos, no te preocupes, hija.

Llego al hotel por las noches y me sumerjo en un silencio quieto, indispensable para recuperar los despojos de mi energía dispersa en el bullicio del hospital. Mucha gente visita tu sala por las tardes, hay calor, confusión y no faltan quienes se atreven a fumar mientras los enfermos se sofocan. Mi cuarto del hotel se ha convertido en un refugio santo donde puedo ordenar mis pensamientos y escribir. Willie y Celia me llaman a diario desde California, mi madre me escribe a cada rato, estoy bien acompañada. Si pudiera descansar me sentiría más fuerte, pero duermo a saltos y a menudo los sueños tormentosos son más vívidos que la realidad. Despierto mil veces en la noche, asaltada por pesadillas y recuerdos.

El 11 de septiembre de 1973 al amanecer se sublevó la Marina y casi enseguida lo hicieron el Ejército, la Aviación y finalmente el Cuerpo de Carabineros, la policía chilena. Salvador Allende fue advertido de inmediato, se vistió de prisa, se despidió de su mujer y partió a su oficina dispuesto a cumplir lo que siempre había dicho: de La Moneda no me sacarán vivo. Sus hijas, Isabel y Tati, quien entonces estaba embarazada, corrieron junto

a su padre. Pronto se regó la mala noticia y acudieron al Palacio ministros, secretarios, empleados, médicos de confianza, algunos periodistas y amigos, una pequeña multitud que daba vueltas por los salones sin saber qué hacer, improvisando tácticas de batalla, trancando puertas con muebles de acuerdo a las confusas instrucciones de los guardaespaldas del Presidente. Voces apremiantes sugirieron que había llegado la hora de llamar al pueblo a una manifestación multitudinaria en defensa del Gobierno, pero Allende calculó que habría millares de muertos. Entretanto intentaba disuadir a los insurrectos por medio de mensajeros y llamadas telefónicas, porque ninguno de los generales alzados se atrevió a enfrentarlo cara a cara. Los guardias recibieron órdenes de sus superiores de retirarse porque también los carabineros se habían plegado al Golpe, el Presidente los dejó ir pero les exigió que le entregaran sus armas. El Palacio quedó desvalido y las grandes puertas de madera con remaches de hierro forjado fueron cerradas por dentro. Poco después de las nueve de la mañana Allende comprendió que toda su habilidad política no alcanzaría para desviar el rumbo trágico de ese día, en verdad los hombres encerrados en el antiguo edificio colonial estaban solos, nadie iría a su rescate, el pueblo estaba desarmado y sin líderes.