— Yo también acabo de conocer a Willie y ya ves donde estoy. La vida es corta, hija.

— Es más corta a tu edad que a la mía. Está bien, no haré el doctorado, pero al menos terminaré la maestría.

Y así fue. Concluiste tus estudios con honores y después partiste a vivir con Ernesto en Madrid, donde los dos encontraron empleo, él como ingeniero electrónico y tú como psicóloga voluntaria en un colegio, y poco después se casaron. En el primer aniversario de matrimonio tú estabas en coma y tu marido te llevó de regalo un cuento de amor que te susurró al oído arrodillado junto a ti, mientras las enfermeras observaban conmovidas y en la cama de al lado lloraba don Manuel.

¡Ah, el amor carnal! La primera vez que padecí un ataque fulminante fue a los once años. El tío Ramón había sido destinado en Bolivia de nuevo, pero esta vez llevó a mi madre y sus tres hijos. No habían podido casarse y el Gobierno no pagaba los gastos de esa familia ilegal, pero ellos hicieron oídos sordos a los chismes malintencionados y se empeñaron en sacar adelante esa difícil relación a pesar de los obstáculos formidables que debían salvar. Lo consiguieron plenamente y hoy, más de cuarenta años después, constituyen una pareja legendaria. La Paz es una ciudad extraordinaria, tan cerca del cielo y con el aire tan delgado que se pueden ver los ángeles al amanecer, el corazón está siempre a punto de reventar y la vista se pierde en la pureza agobiadora de sus paisajes. Cadenas de montañas y cerros morados, rocas y pincelazos de tierra en tonos de azafrán, púrpura y

bermellón, rodean la hondonada donde se extiende esa ciudad de contrastes.

Recuerdo calles estrechas subiendo y bajando como serpentinas, comercios míseros, buses destartalados, indios vestidos de lanas multicolores masticando eternamente una bola de hojas de coca con los dientes verdes. Centenares de iglesias con sus campanarios y sus patios donde se sentaban las indias a vender yucas secas y maíz morado junto a fetos disecados de llamas para emplastos de buena salud, mientras espantaban moscas y amamantaban a sus hijos.

El olor y los colores de La Paz se fijaron en mi memoria como parte del lento y doloroso despertar de la adolescencia. La ambigüedad de la niñez terminó en el momento preciso en que salimos de la casa de mi abuelo. La noche antes de partir me levanté sigilosamente, bajé la escalera con cuidado para que no crujieran los peldaños, recorrí la planta baja a oscuras y llegué hasta la cortina del salón, donde me aguardaba la Memé para decirme que dejara de lamentarme porque ella estaba dispuesta a irse de viaje conmigo, ya nada tenía que hacer en esa casa, que tomara su espejo de plata del escritorio del Tata y me lo llevara.

Allí estaré de ahora en adelante, siempre contigo, agregó. Por primera vez me atreví a abrir la puerta cerrada del cuarto de mi abuelo. La luz de la calle se colaba a través de las rendijas de las persianas y mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad; vi su silueta inmóvil y su perfil austero, estaba de espaldas entre las sábanas, rígido e inmóvil como un cadáver en aquella habitación de muebles fúnebres donde el reloj de torre marcaba las tres de la mañana.

Exactamente así lo vería treinta años más tarde, cuando se me apareció en un sueño para revelarme el final de mi primera novela.

Sigilosamente recorrí el espacio hasta su escritorio, pasando tan cerca de su cama que pude percibir su soledad de viudo, y abrí uno a uno los cajones, aterrada de que despertara y me sorprendiera robando. Encontré el espejo con mango labrado junto a una caja de lata que no me atreví a tocar, lo cogí a dos manos y salí retrocediendo en punta de pies. A salvo en mi cama observe el cristal brillante donde tantas veces me habían dicho que de noche aparecen los demonios, y supongo que reflejó mi cara de diez años, redonda y pálida, pero en mi imaginación vi el rostro dulce de la Memé dándome las buenas noches. Al amanecer pinté por última vez en mi mural una mano escribiendo la palabra adiós. Ese día fue pleno de confusión, órdenes contradictorias, despedidas apresuradas y esfuerzos sobrehumanos para acomodar las maletas sobre el techo de los automóviles que nos conducirían al puerto para embarcarnos hacia el norte. El resto del viaje sería en un tren de trocha angosta que trepaba con lentitud de caracol milenario hacia las alturas bolivianas. Mi abuelo vestido de luto, con su bastón y su boina vasca, de pie junto a la puerta de la casa donde me crié, despidió mi infancia.

Los atardeceres de La Paz son como incendios astrales y en las noches sin luna se pueden ver todas las estrellas, incluso aquellas que murieron hace millones de años y las que nacerán mañana. A veces me tendía de espalda en el jardín a mirar esos cielos formidables y sentía un vértigo de muerte, caía y caía hacia el fondo.

Al regresar del colegio buscaba soledad y silencio en los senderos de ese gran jardín, donde encontraba escondites para mi cuaderno de anotar la vida y rincones secretos para

leer lejos del bullicio.

Asistíamos a una escuela mixta, hasta entonces mi único contacto con muchachos había sido con mis hermanos, pero ellos no contaban, aún hoy pienso que Pancho y Juan no tienen sexo, son como bacterias. En la primera clase de historia la profesora habló de las guerras de Chile contra Perú y Bolivia en el siglo diecinueve.

Había aprendido en mi país que los chilenos ganaron las batallas por su valor temerario y el patriotismo de sus jefes, pero en esa clase nos revelaron las brutalidades cometidas por mis compatriotas contra la población civil. Los soldados chilenos, drogados con una mezcla de aguardiente y pólvora, entraban a las ciudades ocupadas como hordas enloquecidas. Con bayoneta calada y cuchillos de matarifes ensartaban niños, abrían el vientre a las mujeres y mutilaban los genitales de los hombres. Levanté la mano dispuesta a defender el honor de nuestras Fuerzas Armadas, sin sospechar entonces de lo que son capaces, y me cayó una lluvia de proyectiles. La maestra me echó del salón y salí en medio de una silbatina feroz a cumplir castigo de pie en un rincón del pasillo con la cara contra la pared. Sujetando las lágrimas, para que nadie me viera humillada, rumié mi rabia durante tres cuartos de hora. En esos minutos decisivos mis hormonas, cuya existencia hasta entonces ignoraba, explotaron con la fuerza de una catástrofe volcánica; no exagero, ese mismo día tuve mi primera menstruación. En la esquina opuesta del pasillo, de pie contra el muro, cumplía también castigo un muchacho alto y flaco como una escoba, con el cuello largo, el cabello negro y enormes orejas protuberantes, que por detrás le daban un aire de ánfora griega.

No he vuelto a ver orejas más sensuales que aquellas. Fue amor al instante, me enamoré de sus orejas antes de verle la cara, con tal vehemencia, que en los meses siguientes se me arruinó el apetito y de tanto ayunar y suspirar caí con anemia. Este arrebato romántico estaba desprovisto de ideas sexuales; no relacioné lo sucedido en mi infancia en un bosque de pinos junto al mar con un pescador de manos calientes, con los prístinos sentimientos inspirados por esos apéndices extraordinarios. Padecí un enamoramiento casto, y por lo tanto mucho más devastador, que duró un par de años.

Recuerdo ese período en La Paz como una cadena interminable de fantasías en el umbroso jardín de la casa, de páginas ardientes escritas en mis cuadernos y de sueños cursis en los cuales el orejudo doncel me rescataba de las fauces de un dragón. Para colmo el colegio entero lo supo y por culpa de ese amor y de mi indisimulable condición de chilena me hicieron víctima de las burlas más abrumadoras. Fue un romance destinado al fracaso, el objeto de mi pasión me trató siempre con tanta indiferencia que llegué a pensar que en su presencia me tornaba invisible. Poco antes de partir definitivamente de Bolivia, estalló una pelea en el recreo y sin saber cómo terminé abrazada a mi amado, rodando por el polvo entre golpes, tirones de pelo y patadas. Era mucho más grande que yo y a pesar de que puse en práctica lo aprendido con mi abuelo en las tardes de lucha libre en el Teatro Caupolicán, me dejó machucada y con sangre de narices, sin embargo en un momento de furia ciega una de sus orejas quedó al alcance de mis dientes y pude darle un apasionado mordisco. Durante semanas anduve en las nubes. Es el encuentro más erótico de mi larga vida, mezcla del placer intenso del abrazo y el dolor no menos agudo de la golpiza. Con ese despertar masoquista a la lujuria otra mujer con menos suerte sería hoy víctima complaciente de los azotes de un sádico, pero tal como se me dieron las cosas, no he tenido ocasión de practicar ese tipo de abrazo nunca más.