— Mírame, maldito hijo de puta, mírame–y de un manotazo se quitaba las sábanas y abría las piernas mostrándole el sexo, llorando y riéndose con ferocidad de loca-. ¿Quieres saber cómo me gano la vida mientras tú viajas por Europa y les compras joyas a tus amantes y mi madre medita en la posición del loto? ¿Quieres saber lo que me hacen los borrachos, los mendigos, los maricones, los sifilíticos? Pero no tengo que decírtelo porque tú eres experto en putas, tú nos pagas para que te hagamos las cochinadas que ninguna mujer te haría gratis…

Ming O'Brien trató de enfrentar a Margaret con su propia realidad, para que aceptara la evidencia de que no podía salvarse sola, necesitaba tratamiento a largo plazo, pero era como un juego de engaños en espejos deformantes. La muchacha fingía escucharla y se confesaba asqueada de su vida de desafueros, pero apenas pudo dar los primeros pasos se deslizaba al teléfono del pasillo a pedir a sus contactos que le llevaran heroína al hospital.

En otras ocasiones se abatía por completo, horrorizada de sí misma, empezaba contando detalles de su larga degradación y luego se sumergía en un lodazal de remordimientos. Su padre ofreció pagarle un programa de rehabilitación en una clínica privada y por fin la joven aceptó aparentemente resignada. Ming pasó la mañana moviendo hilos para que la admitieran y Gregory partió a comprar los pasajes para llevarla al día siguiente al sur de California. Esa noche Margaret sustrajo la ropa de otra enferma y escapó sin dejar rastro.

— La infección no está curada, sólo han desaparecido los síntomas más alarmantes. Si se interrumpen los antibióticos seguramente morirá–anunció el médico en tono neutro. Estaba acostumbrado a toda clase de emergencias y los drogadictos no le inspiraban ninguna simpatía.

— No la busque, Gregory. En algún momento deberá aceptar que no puede hacer nada más por su hija. Tiene que dejarla ir, ella es dueña de su vida–le aconsejó Ming O'Brien al abatido padre. Entretanto se aproximaba la fecha para el juicio de King Benedict. La compañía de seguros se mantenía firme en negar una indemnización por el accidente objetando que la supuesta amnesia era un embuste. Lo habían sometido a humillantes exámenes médicos y psiquiátricos para probar que no existía ningún daño físico atribuible a la caída, lo interrogaron durante semanas sobre cuanto acontecimiento insignificante ocurrió entre los tiempos de su adolescencia y el año en curso, debió identificar antiguos equipos de béisbol, le preguntaron qué se bailaba en 1941 y qué día estalló la guerra en Europa. También pusieron detectives a espiarlo durante meses con la esperanza de sorprenderlo en el engaño.

De buena fe Benedict trataba de responder los interminables cuestionarios, porque no quería ser considerado un ignorante, pero aparte de algunos hechos que retuvo de sus lecturas diarias en la biblioteca, lo demás estaba oculto en la sosegada niebla de los trechos por vivir.

Nada sabemos del futuro, tal vez ni siquiera existe; ante nuestros ojos sólo tenemos el pasado, le había dicho su madre muchas veces. pero en su caso no podía echar mano del suyo, era una escurridiza sombra donde se perdían cuarenta años de su paso por el mundo. Para Gregory Reeves, que había vivido atormentado por una memoria rotunda, la tragedia de su cliente resultaba fascinante. Él también lo interrogaba, pero no para atraparlo en mentiras, sino para saber cómo se siente un hombre cuando tiene oportunidad de borrar la vida y hacerla de nuevo.

Conocía a King desde hacía cuatro años y en ese período escuchó sus fantasías de muchacho y sus ambiciones de grandeza, mientras lo veía ir paso a paso por el mismo camino hecho antes, como un sonámbulo preso en un sueño recurrente. King no hizo grandes cambios, como si pisara sobre sus propias huellas, fue a la escuela nocturna para estudiar la secundaria, obtuvo las mismas malas notas de su época de muchacho y por último la dejó a medio camino; un par de años más tarde, para la fecha en que su mente debía alcanzar los diecisiete años, se presentó en varias oficinas de reclutamiento de las Fuerzas Armadas a suplicar que lo admitieran, pero en todas fue rechazado.

Había visto muchas películas de guerra y, obnubilado por las fanfarrias militares, acabó comprándose un uniforme de soldado que usaba para consolarse.

— Dentro de un par de años se casará con una fulana Similar a su primera mujer y tendrá dos hijos como mis condenados nietos — comentó Bel Benedict amargamente.

— Me cuesta creer que uno tropieza dos veces con la misma piedra — replicó Gregory Reeves, quien había iniciado un silencioso viaje hacia su pasado y se preguntaba a menudo qué habría sucedido si hubiera hecho esto en vez de aquello.

— No se puede vivir dos veces ni dos destinos diferentes. La vida no tiene borrador–dijo ella.

— Si podemos, señora Benedict, yo lo estoy intentando. Se puede cambiar el rumbo y enmendar el borrador.

— Lo vivido no tiene arreglo. Puede mejorarse lo que queda por delante, pero el pasado es irreversible.

— ¿Quiere decir que es imposible deshacer los errores cometidos? ¿No hay esperanza para mi hija Margaret, por ejemplo, que aún no tiene veinte años?

— Esperanza sí, pero los veinte años perdidos jamás los recuperará. — Es una idea aterradora… Significa que cada paso forma parte de nuestra historia, cargamos para siempre con todos nuestros deseos, pensamientos y acciones. En otras palabras, somos nuestro pasado. Mi padre predicaba sobre las consecuencias de cada acto y la responsabilidad que nos cabe en el orden espiritual del universo, decía que todo lo que hacemos nos vuelve, tarde o temprano pagamos por el mal y nos beneficiamos por el bien. — Ese hombre sabía mucho.

— Estaba desquiciado y murió demente. Sus teorías eran una maraña de confusiones, yo nunca las entendí.

— Pero sus valores eran claros, según parece.

— No predicaba con el ejemplo, Bel. Mi hermana dice que era alcohólico y pervertido, que tenía la obsesión de controlar todo y nos arruinó la vida, al menos a ella. Pero era un hombre fuerte. yo me sentía bien a su lado y tengo buenos recuerdos de él. — Según parece le enseñó a caminar derecho.

— Trató de hacerlo, pero se murió demasiado pronto. Mi camino ha sido muy torcido.

Comentando esto con la doctora Ming O'Brien, terminó contándole de su cliente y ella, quien por lo general escuchaba atentamente y rara vez abría la boca para emitir opiniones, esta vez lo interrumpió para preguntarle detalles. ¿Había estado King Benedict sometido a mucha presión? ¿cómo había sido su infancia? ¿era una persona tranquila y equilibrada? ¿o mas bien inestable? y finalmente le reveló que ese tipo de amnesia era raro, pero había algunos casos registrados. Sacó un libro de su estante y se lo pasó.

— Dele una mirada a esto. Es probable que en la adolescencia su cliente sufriera un choque emocional muy fuerte o un golpe similar al que recibió en el accidente.

Cuando la experiencia se repitió, el impacto del pasado fue insoportable y bloqueó su memoria. — Aparentemente no hay nada de eso.

— Debe haber algo muy doloroso o amenazante que no quiere recordar. Pregúntele a la madre.

Gregory Reeves pasó la noche en vela leyendo y a la hora del desayuno tenía una idea clara de lo sugerido por Ming O'Brien. Se acordó de aquella ocasión en que King Benedict se desmayó en su oficina al pedirle que identificara fotografías de revistas y la extraña reacción de Bel. Ella esperaba afuera durante la declaración y al oír el barullo corrió a la biblioteca, lo vio en el suelo y se inclinó para socorrerlo, pero en ese momento descubrió la revista abierta sobre la mesa y en un gesto impulsivo tapó la boca con la mano a King. Después no permitió que continuara el interrogatorio, se lo llevó en un taxi y a partir de ese día insistió en estar presente en todas las entrevistas.

Reeves lo atribuyó a preocupación por la salud de su hijo, pero ahora tenía dudas. Excitado con ese resquicio por donde divisaba algo de luz, fue directamente a la casa de los padres de Timothy Duane para hablar con la mujer. Bel estaba en la cocina limpiando los cubiertos de plata cuando el mayordomo anunció la visita, pero no alcanzó a salir a recibirlo, porque su abogado irrumpió en la cocina. Tenemos que hablar, le dijo, cogiéndola de un brazo sin darle tiempo de quitarse el delantal ni de lavarse las manos.