Carmen Morales pasó once semanas cumpliendo las formalidades de adopción de su sobrino y esperando la visa para llevarlo a su país. Pudo hacerlo en menos tiempo, pero eso no lo descubrió nunca. Leo Galupi, quien al principio se desvivió por ayudarla a resolver obstáculos aparentemente insalvables, a última hora se las arregló para complicar los papeles y atrasar los trámites finales, enredándola en una maraña de excusas y dilaciones que ni él mismo podía explicarse. La ciudad resultó mucho más cara de lo imaginado y antes de un mes a Carmen le fallaron los fondos. Gregory Reeves le mandó un giro bancario, que se esfumó en sobornos y gastos de hotel y cuando se disponía a recurrir a su cuenta de ahorros, Galupi se precipitó a su rescate. Había iniciado un nuevo negocio de colmillos de elefante, dijo, y le estaban sobrando billetes en los bolsillos, ella no tenía el menor derecho a rechazar su ayuda, ya que lo hacía por Juan José Morales, su amigo del alma, a quien tanto había querido y de quien no pudo despedirse.

Ella sospechó que en realidad Galupi ni siquiera había oído hablar de su hermano antes que Gregory le pidiera el favor de socorrerla, pero no le convenía averiguarlo. No quiso que pagara la cuenta del hotel, pero aceptó irse a vivir a su casa para reducir los gastos. Se trasladó con su maleta y una bolsa de cuentas y piedras, que había ido comprando en sus ratos libres, incluyendo unos pequeños fósiles de insectos neolíticos con los cuales pensaba fabricar prendedores. No imaginó que ese hombre, a quien había visto manejando un coche de magnate y gastando a manos llenas, se alojara en esa especie de bodega de muelles, un laberinto de cajones y estanterías metálicas donde se acumulaba de un cuanto hay. En una rápida mirada vio un camastro de campaña, pilas de libros, cajas con discos y cintas, un formidable equipo de música y un televisor portátil con un colgador de ropa a modo de antena.

Galupi le mostró la cocina y demás comodidades de su hogar y le presentó a los niños que a esa hora aparecían a comer, advirtiéndole que no les diera dinero y no dejara su cartera al alcance de esas manos voraces.

En medio de aquel desorden de campamento, el baño resultó una sorpresa, un cuarto impecable de madera con una tina, grandes espejos y toallas rojas afelpadas. Esto es lo más valioso que ha pasado por mis manos, no sabes lo difícil que es conseguir buenas toallas, sonrió el anfitrión acariciándolas con orgullo. Por último condujo a Carmen al extremo de su bodega, donde había aislado un amplio rincón con cajas montadas unas sobre otras y a guisa de puerta un impresionante biombo. En el interior Carmen vio una cama ancha cubierta con un mosquitero blanco, delicados muebles de laca negra pintados a mano con motivos de garzas y flores de cerezo, alfombras de seda, telas bordadas cubriendo las paredes y pequeñas lámparas de papel de arroz que difundían una luz difusa. Leo Galupi había creado para ella la habitación de una emperatriz china. Ése sería su refugio durante varias semanas, allí no llegaba el bullicio de la calle ni el estrépito de la guerra.

A veces se preguntaba que contenían esos bultos misteriosos que la rodeaban, imaginaba objetos preciosos, cada uno con su historia, y sentía el aire lleno del espíritu de las cosas. En ese lugar vivió con comodidad y en buena compañía, pero consumida por la angustia de la espera.

— Paciencia, paciencia–le aconsejaba Leo Galupi cuando la veía frenética-. Piensa que si Da¡ fuera tuyo tendrías que haberlo esperado nueve meses. Nueve semanas no es nada.

En las largas horas de ocio en las que no visitaba a Thui y al niño, Carmen vagaba por los mercados comprando materiales para sus joyas y dibujaba nuevos diseños inspirados en aquel extraño viaje. Le parecía absurdo que en medio de un conflicto bélico de tales proporciones ella recorriera bazares como una turista. A pesar de que para entonces gran parte de las tropas americanas se había retirado, el conflicto seguía en su apogeo. Había imaginado que la ciudad era un inmenso campamento militar donde tendría que buscar a su sobrino arrastrándose entre soldados y trincheras, pero en vez paseaba por callejuelas estrechas regateando en medio de una abigarrada multitud aparentemente ajena a la guerra. Si hablaras con la gente tendrías una visión diferente, dijo Galupi, pero como ella sólo podía comunicarse en inglés, estaba aislada del pueblo. Sin proponérselo terminó por ignorar la realidad y se sumergió en los únicos dos asuntos que le interesaban, el pequeño Da¡ y su trabajo. Su mente parecía haberse expandido hacia otras dimensiones, el Asia se le metió adentro, la invadió, la sedujo. Pensó que le faltaba mucho mundo por conocer y si deseaba verdadero éxito en ese oficio y algo de seguridad para el futuro, como se había propuesto desde que aceptó hacerse cargo de Da¡, viajaría cada año a lugares distantes y exóticos en busca de materiales raros y de ideas nuevas. — Te mandaré pelotillas, tengo contactos por todas partes puedo conseguir cualquier cosa–ofreció Galupi, que no entendía la naturaleza del oficio de Carmen, pero era capaz de adivinar sus posibilidades comerciales.

— Debo elegirlas yo misma. Cada piedra, cada concha, cada trocito de madera o de metal me sugiere algo diferente.

— Aquí nadie usaría lo que estás dibujando. Nunca he visto a una mujer elegante con pedazos de hueso y plumas en las orejas, — Allá se los pelean. Las mujeres prefieren pasar hambre con tal de comprar un par de aretes como éstos. Mientras más caro los vendo, más gustan.

— Al menos lo que tú haces es legal–se rió Galupi.

A ella los días le parecían muy largos, el calor y la humedad la agotaban. Usaba sus respetables vestidos de matrona sólo para las ges tiones imprescindibles, pero el resto del tiempo se cubría con unas sencillas túnicas de algodón y sandalias de campesina compradas en el mercado. Pasaba muchas horas sola leyendo o dibujando, acompañada por el rumor de los grandes ventiladores de la bodega. En la noche llegaba Galupi con bolsas de provisiones, se duchaba, se vestía con un pantalón corto, colocaba un disco y empezaba a cocinar. Pronto aparecían diversos comensales, casi todos niños, que pululaban llenando el galpón con su charla ligera y sus risas, y cuando terminaban de comer partían sin despedirse. A veces Galupi invitaba amigos americanos, soldados o corresponsales de prensa, que se quedaban hasta muy tarde bebiendo y fumando marihuana. Todos aceptaron la presencia de Carmen sin preguntas, como si siempre hubiera sido parte de la vida de Galupi. Algunas veces la invitaba a cenar fuera y cuando estaba libre la guiaba por la ciudad, quería mostrarle diversos aspectos, desde los abigarrados sectores populares de la verdadera vida, hasta las zonas residenciales de europeos y americanos donde se vivía con aire acondicionado y agua en botellas. — Vamos a comprarte una tienda de reina, tenemos una cena en la embajada, — le anunció un día. La llevó al centro comercial más elegante y allí la dejó con un fajo de billetes en la mano. Se sintió perdida; por años se había cosido la ropa y no sospechaba que un traje podía costar tanto. Cuando su nuevo amigo pasó a buscarla tres horas más tarde, la encontró sentada en las gradas de la tienda con los zapatos en la mano, maldiciendo de frustración. — ¿Qué pasó?

— Todo es horrible y muy caro. Ahora las mujeres son planas. Estos melones no entran en ningún vestido–gruñó señalando sus senos. — Me alegro–se rió Galupi–y la acompañó al barrio hindú donde consiguieron un magnífico sari de seda color sandía bordado en oro en el cual Carmen se envolvió con la mayor soltura, sintiéndose mucho mas en paz consigo misma que dentro de los apretados trajes franceses para mujeres escuálidas.

Al entrar esa noche al salón de la embajada distinguió entre la multitud al hombre en quien pensaba a menudo y a quien nunca creyó volver a ver. Conversando con un vaso de whisky en la mano, vestido de smoking y con el cabello gris, pero el mismo rostro de antes, estaba Tom Clayton. El periodista había interrumpido temporalmente sus artículos políticos para trasladarse al Vietnam a escribir un libro. Pasaba más tiempo en fiestas y en clubes que en el frente, fiel a su teoría de que la guerra se hace realmente en los salones. Tenía acceso a sitios donde ningún corresponsal era bienvenido y conocía a la gente adecuada en el alto mando militar, el cuerpo diplomático, el gobierno y el mundillo social de la ciudad, por lo mismo lo atrajo el sortilegio de esa mujer que no había visto antes. Por el color aceitunado de la piel, el pesado maquillaje de los ojos y el sari deslumbrante, supuso que provenía de la India. Notó que ella también lo observaba y buscó una oportunidad para acercársele; Carmen le estrechó la mano y se presentó con el nombre que siempre usaba, Ta–mar.