Sin soltar a Carmen, Gregory volvió a intentar una maniobra de escape, pero Martínez avanzó amenazante y entonces comprendió que había llegado el momento tan temido, ya no era posible evadir aquella amenaza que siempre estuvo acechándolo. Respiró profundo, tratando de controlar su terror, obligándose a pensar, calculando que se encontraba solo, porque ninguno de sus camaradas acudiría en su defensa y que los otros eran cuatro y seguro tenían cuchillos o manoplas. El odio le volvió como una oleada caliente, desde el fondo del vientre hacia la garganta, los recuerdos acudieron en tropel, atur–diéndolo, y por un momento perdió la visión y el entendimiento y se hundió en un lodazal oscuro. La voz de Carmen lo devolvió a la calle. — No me toques, cabrón–y se defendía de las manos de Martínez mientras los otros se reían.

Gregory empujó a Carmen a un lado y se enfrentó con su enemigo, las caras a pocos centímetros, los puños listos, los ojos llenos de rencor, jadeando.

— ¿Qué es lo que quieres, gringo puto … ? ¿Tienes ganas de que te culee de nuevo o prefieres tirar chingazos conmigo? — musitó Martínez con voz lenta y suave, como si le hablara de amor. — ¡Chinga tu madre! Cuatro de tus matones contra uno solo y desarmado es bien fácil–replicó Gregory.

— ¡Ja! órale, pues, carnales. Esto será entre los dos solos–ordenó Martínez a los suyos.

— No quiero una pelea de chavos. Lo que yo quiero es un duelo a muerte–masculló Gregory con los dientes apretados. — ¿Qué chingadera es ésa?

— Lo que oíste, pocho desgraciado–y Gregory levantó la voz para que todos en la calle pudieran escucharlo-. Dentro de tres días, detrás de la fábrica de cauchos, a las siete de la tarde.

Martínez lanzó unas miradas a su alrededor, sin comprender muy bien de qué se trataba y los pandilleros se encogieron de hombros, todavía burlones, mientras el círculo de curiosos se cerraba un poco, porque nadie quería perder palabra de lo que estaba sucediendo. — ¿Cuchillo, garrote, cadena o pistola? — preguntó Martínez incrédulo. — El tren–replicó Gregory. — ¿Y qué hay con el chingado tren? — Vamos a ver quién tiene más huevos.

Y Gregory cogió a Carmen de la mano y se alejó por la calle, dándole la espalda con el fingido desprecio de un torero por la bestia que aún no ha derrotado, caminando de prisa, para que nadie oyera el retumbar de su corazón.

Hacía varios años que yo corría contra el tren, primero con la intención de morirme y después nada más que para tomarle el gusto a la vida. Pasaba rugiendo cuatro veces al día como un dragón en estampida, alborotando el viento y el silencio. Lo esperaba siempre en el mismo lugar, un terreno baldío y plano, donde en algunas temporadas se acumulaban chatarra y basura y en otras, cuando lo limpiaban, iban los niños a jugar a la pelota. Primero me llegaba el pitazo lejano y el rumor de las máquinas, después lo veía aparecer, un formidable culebrón de hierro y ruido. Mi desafió era calcular el momento exacto para cruzar la línea delante de la locomotora, aguardar hasta el último instante, tenerlo casi encima, correr entonces como un desesperado y alcanzar el otro lado de un salto. La vida dependía del menor error, una leve vacilación, un tropiezo en el riel, la destreza de mis piernas y mi sangre fría. Podía distinguir los diferentes trenes por el estrépito de las máquinas, sabía que el primero de la mañana era el más lento y el de las siete quince el más veloz. Me sentía bastante seguro, pero como no lo había toreado en un buen tiempo, fui a ensayar con cada uno que pasó en los días siguientes, acompañado por Carmen y Juan José, para medir los resultados. La primera vez que me vieron hacerlo se les cayó el cronómetro de las manos y Carmen se puso a gritar sin control, por suerte no la oí hasta después que pasó la máquina, porque seguro habría titubeado y ahora no estaría contando el cuento. Descubrimos el mejor lugar para la carrera, allí donde los rieles se veían con claridad; quitamos las piedras y marcamos la distancia con una raya en el suelo, acortándola en cada intento, hasta que no fue posible reducirla más, el tren me rozaba la espalda. En la tarde era más difícil porque a esa hora esta ba casi oscuro y las luces de la locomotora encandilaban. Supongo que Martínez también se ejercitó en otra parte, donde nadie lo vio y su orgullo desmesurado quedó a salvo; delante de sus compinches no podía demostrar la menor preocupación por el duelo, debía aparentar desprecio absoluto por el peligro, a lo mero macho. Yo contaba con ello para sacarle ventaja, porque durante mis años en la jungla del barrio aprendí a aceptar con humildad el miedo, ese incendio en el estómago que a veces me atormentaba durante varios días seguidos.

El domingo señalado ya se había corrido la voz en la escuela y a las seis y media había una hilera de automóviles, motos y bicicletas estacionados en el sitio baldío y una cincuentena de mis compañeros, sentados en el suelo cerca de las líneas esperaban el comienzo del espectáculo. La fábrica de cauchos estaba cerrada, pero en el aire todavía flotaba el olor nauseabundo de la goma caliente. Había un ambiente de fiesta. algunos habían llevado meriendas, unos cuantos bebían whisky y ginebra disimulados en botellas de refresco, varios cargaban cámaras fotográficas. Carmen evitó la algazara, se mantuvo apartada de los demás, rezando. Me había rogado que no lo hiciera, es preferible pasar por cobarde que perder la vida en un suspiro, después de todo Martínez no me hizo nada, este duelo es una aberración, un pecado, Dios nos va a castigar a todos, me suplicó. Le expliqué que esto nada tenía que ver con el incidente en la calle; no era ella la causante sino sólo el pretexto, se trataba de deudas muy antiguas imposibles de contar, cosas de hombres. Me colgó al cuello un pequeño rectángulo de trapo bordado.

— Es el escapulario de la Virgen de Guadalupe que mi madre traía puesto cuando vino de Zacatecas. Es muy milagroso… A las siete en punto aparecieron cuatro destartalados automóviles, pintarrajeados con el color morado de los los Carniceros, acarreando a la pandilla, que acudió a respaldar a Martínez. Pasaron entre nosotros haciendo el saludo de la mano engarfiada ante la cara y tocándose el sexo, en gesto de provocación. Imaginé que si las cosas no resultaban bien se armaría un tremendo lío y mi grupo de amigos, aunque más numeroso, no era en ningún caso un adversario temible para ellos, habituados a dar guerra y armados. Tuve que mirar dos veces para distinguir a Martínez, porque todos parecían iguales. Los mismos peinados a la gomina, chaquetas, adornos y balanceos provocativos al caminar. No había renunciado a su ropa de chulo, ni siquiera a sus zapatos de tacón alto, en cambio yo vestía con comodidad–en ese tiempo sólo podía comprar ropa de segunda mano en el bazar de la iglesia–y me había puesto zapatillas de gimnasia. Revisé mis ventajas: yo era más rápido y liviano, en realidad en una carrera mano a mano no podía ganarme, pero esto era un desafió a la muerte y en el último instante contaba más el atrevimiento que la destreza. En la escuela primaria él era buen atleta, en cambio yo siempre fui mediocre en los deportes, pero traté de no pensar en ello. — A las siete quince en punto pasa el expreso. Corremos al mismo tiempo separados por tres pasos largos para que no puedas empujarme, cabrón, yo más cerca del tren, te doy ese regalito si quieres — grité para que todos escucharan. — No necesito ventaja, pinche gringo mariposa.

— Elige entonces: corres más cerca del tren o partes más atrás. — Salgo más atrás.

Con un palo marqué dos rayas en el suelo, mientras tres pandilleros y algunos de mis compañeros, encabezados por Juan José Morales, cruzaban el riel para controlar el duelo desde el otro lado. — Tan cerca? ¿Tienes miedo, maricón? — se burló desdeñoso Martínez. Había calculado su reacción, borré las rayas con el pie y las tracé de nuevo más atrás. Juan José Morales y un pandillero midieron los pasos de separación y en ese momento escuchamos el pitazo del tren. Todos los espectadores se adelantaron, la pandilla a la izquierda, en un bloque compacto, mis compañeros a la derecha. Carmen me dio una última mirada animosa, pero la vi descompuesta. Nos colocamos en las marcas, toqué el escapulario disimuladamente y luego cerré por completo la mente a todo lo que me rodeaba, concentrándome en mí mismo y en esa mole de hierro que se precipitaba, contando los segundos, el cuerpo tenso, atento al estrépito que crecía, yo solo frente al tren, como tantas veces antes había estado. Tres, dos, uno ¡ahora! y sin tener conciencia de lo que hacía sentí un bramido salvaje en las entrañas, las piernas salieron disparadas por impulso autónomo, un corrientazo formidable me recorrió por completo, los músculos estallaron en el esfuerzo y el pavor me cegó con un velo de sangre. El clamor del tren y mi propio alarido se me metieron bajo la piel, invadiéndome enteramente, me convertí en un solo terrible rugido. Vislumbré las luces inmensas que se me venían encima, me ardió la piel con el calor de los motores y del aire partido en dos por esa gigantesca flecha, las chispas de las ruedas metálicas contra los rieles me dieron en la cara. Hubo un instante que duró un milenio, una fracción de tiempo congelada para siempre, y quedé suspendido en un abismo inconmensurable, flotando delante de la locomotora, un pájaro petrificado en pleno vuelo, cada partícula del cuerpo extendida en el último salto hacía adelante, la mente detenida en la certeza de la muerte.