Pero maldición, maldición,seguían eligiendo a esa mujer. Y él no podía entenderlo.
Ahí estaba, un poco encorvada de hombros, con el cabello negro algo encanecido, cuando cualquiera que supiera contar sabía que era más vieja que la Unión, que vivía de la rejuv, que tenía el cabello blanco debajo de los tintes. Los ayudantes se movían en enjambre a su alrededor. Las cámaras la enfocaban como si no hubiera otro centro en el universo. Maldita perra flaca.
¿Quiere un ser humano diseñado como un cerdo de concurso? Solicítelo a Reseune. ¿Quiere soldados, quiere obreros, quiere espaldas fuertes y mentes débiles, o un genio perfecto, garantizado? Solicítelo a Reseune.
Y los senadores y los cancilleres iban a inclinarse y a humillarse y a halagarla. Dios mío, alguien le había traído flores.
Mikhail Corain dio media vuelta, asqueado y se abrió paso entre sus ayudantes.
Hacía veinte años que lideraba el partido minoritario en los Nueve, veinte años de nadar contra corriente, avanzando un trecho de vez en cuando, perdiendo todas las batallas importantes como habían perdido la última. Stanislaw Vogel, del electorado de Comercio, había muerto y con la Alianza, violando el tratado en cuanto podía armar sus naves mercantes, los centristas tendrían que haber podido quedarse con ese puesto. Pero no. El electorado de Comercio eligió a Ludmilla de Franco, la sobrina de Vogel. De tendencia moderada, De Franco sólo estaba siguiendo un curso de acción muy cuidadoso. No era menos expansionista que su tío. Algo había cambiado de manos. Alguien había sido comprado, alguien había inclinado a la Compañía Andrus hacia De Franco, y los centristas habían perdido la oportunidad de instalar un quinto miembro en los Nueve y obtener la mayoría del ejecutivo por primera vez en la historia.
Había sido una desilusión terrible.
Y allí, allí en el Salón, abajo, entre los aduladores y los jóvenes legisladores brillantes, estaba la que había movido los hilos que el dinero no podía manejar.
Favor político, entonces. Esa corrupción imposible de probar, imposible de rastrear.
Y alrededor de eso giraba el destino de la Unión.
Corain fantaseó con horror y no por primera vez, e imaginó que alguien en la escalinata, algún lunático, tenía un revólver o un cuchillo y resolvía el problema de un solo golpe. Se sintió profundamente perturbado por este pensamiento. Pero eso daría otra forma a la Unión. Le daría una oportunidad a la humanidad, antes de que fuera demasiado tarde.
Una vida significaba muy poco a esa escala.
Respiró hondo. Se dirigió hacia las cámaras del Concejo y conversó amablemente con los pocos que vinieron a dar el pésame a los perdedores. Apretó los dientes y pasó a felicitar amablemente a Bogdanovitch, que, con el sillón del Departamento de Estado, presidía el Concejo.
Bogdanovitch mantenía el rostro impávido, los ojos amables bajo las cejas blancas, la imagen del abuelo ideal, lleno de bondad y justicia. Ni un rasgo de triunfo. Si hubiera sido tan bueno cuando se negociaron las colonias de la Alianza, la Unión debería reconocer los códigos a Pell. Bogdanovitch siempre había sido mejor en la política inferior. Y era otro que seguía allí. Su electorado era el de los profesionales, los cónsules, los delegados, inmigración, los administradores de estación, un número insignificante de personas que elegían a un hombre para un puesto que al principio era mucho menos importante que en la actualidad. Dios, ¿cómo habían podido los creadores de la Constitución ponerse a jugar a la creatividad con el sistema político? El «nuevo modelo», como lo habían llamado: «Un gobierno formado por el electorado informado.» Y habían arrojado por la borda diez mil años de experiencia humana, ese grupo maldito de teóricos sociales, incluyendo, ah, sí, incluyendo a Olga Emory y James Carnath, allá en los días en que Cyteen tenía cinco sillones de los Nueve y la mayor parte del Concejo de los Mundos.
—Difícil, Mikhail —dijo Bogdanovitch, apretándole la mano y palmeándola.
—Bueno, es la voluntad del electorado —suspiró Corain—. No se puede discutir con eso. —Sonrió: estaba totalmente bajo control—. Y de todos modos hemos obtenido el porcentaje más alto hasta el momento.
Algún día, viejo pirata, algún día tendré la mayoría.
Y vivirás para verlo.
—La voluntad de los electores —repitió Bogdanovitch, que todavía sonreía y Corain sonrió hasta que le dolieron las mejillas, luego se volvió hacia Jannet Harogo, otro miembro de ese grupo, que tenía el poderoso sillón de Asuntos Internos, y hacia Catherine Lao, del Departamento de Información, que revisaba todas las cintas. Claro.
Emory llegó navegando, y todos dejaron a Corain con la palabra en la boca para ir a unirse a su cortejo. El intercambió una mirada herida con Industria, Nguyen Tien de Viking, y Finanzas, Mahmud Chávez de la estación Voyager, los dos centristas. El cuarto sillón, el almirante Leonid Gorodin, estaba en medio de la confluencia seria de sus propios ayudantes uniformados. Defensa era, irónicamente, la menos segura, la más dispuesta a cambiar su posición y pasarse al campo de los expansionistas si veía razones a corto plazo. Así era Gorodin, centrista sólo porque quería que los nuevos transportes militares Excelsior se situaran en el espacio cercano donde pudiera usarlos y no, como decía él mismo, «a nuestra espalda mientras la Alianza nos pone otro maldito embargo. Si queremos que nuestro electorado empiece a golpear las puertas para que les llevemos suministros, si queremos otra guerra caliente, ciudadanos, sólo tenemos que mandar esos transportes de carga al lejano Beyond y dejarnos a merced de los comerciantes de la Alianza».
Y claro está, no se decía que el tratado de Pell (según el cual se establecía que la Alianza de los Comerciantes transportaría cargas y no construiría naves de guerra; y que la Unión, que había construido gran parte de los transportes de carga, mantendría la flota pero no fabricaría naves que compitieran con las de los comerciantes) era sólo un truco diplomático, una forma de reestablecer el flujo de suministros. Bogdanovitch había traído eso de vuelta a casa y hasta Emory había votado en contra.
Las estaciones lo aceptaron. Todo el Concejo General tuvo que votar y la ley se aprobó por un pelo. La Unión estaba cansada de la guerra, eso era todo, cansada del comercio interrumpido, de la escasez de suministros.
Ahora Emory quería lanzar otra onda de exploración colonizadora al profundo Beyond.
Todos sabían que habría problemas. Lo que había encontrado Sol al otro lado del espacio lo probaba. Eso había hecho que Sol volviera corriendo a la Alianza y rogara que le permitieran reestablecer el comercio, que le permitieran entrar en los mercados. Sol tenía vecinos y la forma en que había enviado misiones de exploración podía causar problemas en la puerta trasera de la Alianza y hasta en el espacio de la Unión. Gorodin insistía en eso constantemente. Y pedía más presupuesto para Defensa.
La posición de Gorodin era la más débil. Era vulnerable a un voto de confianza. Podían perderlo si no lograba situar las naves que quería la Flota en los lugares estratégicos.
Y las noticias del electorado de Comercio representaban un golpe, un duro golpe. Los centristas habían estado seguros de ganar esta vez. Realmente habían creído que tenían la oportunidad de detener a Emory, y ahora sólo podían forzar al Concejo a no plantear la votación sobre el proyecto Hope hasta que De Franco llegara desde la estación Esperanza y asumiera su puesto, ya que eso implicaba apropiaciones de naves y una decisión importante en la prioridad presupuestaria.
O podían romper el quorumy relegar el asunto a una votación en el Concejo de los Mundos. La intriga de Emory se resentiría con eso. Los representantes eran mucho más independientes, especialmente el gran bloque de Cyteen, que era sobre todo centrista. Si ponían los dientes en una ley de esta complejidad sin que los Nueve la hubiera preparado antes, el proceso les llevaría meses, haciendo cambios que los Nueve vetarían y repitiendo el proceso una vez tras otra.