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«¿Qué señal podría considerarse buena?», pensó Michael. Él sabía que Kristin, la real, la viva, la Kristin que quería escalar con él todos los picos y explorar todos los bosques, jamás regresaría. Por tanto, ¿qué era lo que esperaban? ¿Algún indicio de que finalmente comenzara a fallar todo? ¿Algún signo de que ni siquiera las máquinas conseguirían que saliera adelante, aunque se quedara en el limbo para siempre?

– ¿Te importa si me siento en la cama? -inquirió.

– Considérate mi invitado.

Michael se sentó cuidadosamente en el borde del lecho y puso su mano sobre la de Kristin, que transmitía la sensación de contener en su interior los frágiles huesos de un pajarillo.

– ¿Es uno de tus libros de leyes? -preguntó Michael, asintiendo en dirección al pesado libro que la chica aún tenía en el regazo.

– Legislación y reformas del Congreso sobre agravios. -Cerró el libro con un enérgico golpe.- Creo que harán pronto una película.

– ¿Con Tom Cruise de prota?

– Pensaba más bien en Wilford Brimley.

Un auxiliar entró en estampida, sacó la bolsa de plástico de la papelera y la tiró dentro de un cubo con ruedas que había dejado fuera. Cuando se marchó, Karen dijo:

– Me alegro de verte de nuevo. ¿En qué has andado metido?

– Poca cosa. -No podía decir la verdad, como él sabía muy bien. Karen estaba al tanto (¿y quién no?) de que había estado a la deriva desde el accidente-. He querido acercarme -añadió- antes de marcharme de la ciudad el viernes.

– Oh. ¿Y adónde vas?

– A la Antártida. -Aún le costaba ponerlo en palabras.

– Guau. Es un encargo, supongo.

– Para Eco-Travel. Acaban de conseguir la autorización para que me vaya. Estaré durante un mes en una pequeña base cerca del Polo Sur.

Karen depositó el libro en el suelo a un lado de su silla.

– Kristin te hubiera envidiado tanto…

Michael no pudo evitar mirar de nuevo a Kristin, pero, claro, el rostro de la durmiente no evidenció expresión alguna ni mostró indicio alguno de actividad. Fuera el momento que fuese en el que entrara en la habitación, se sentía dividido… No sabía si hablar como si Kristin estuviera presente de alguna manera, como si pudiera escucharle y ser consciente de lo que ocurría a su alrededor, aunque él supiera que eso no era posible, o quizá comportarse como si ella no estuviera aquí. La primera opción le parecía un engaño y la segunda, una crueldad.

– Ya sabes, Krissy tenía unos cuantos libros sobre la Antártida -le dijo Karen-. Todavía están en las estanterías de su cuarto. Cosas como la expedición de Ernest Shackleton. Si los quieres, estoy segura de que a ella le habría gustado que los tuvieras tú.

Así que ahora se estaban repartiendo sus pertenencias, con ella aún allí. O no. Michael se preguntó dónde estaría ella en realidad. ¿Era posible que quedara algún vestigio de consciencia flotando en el vacío cósmico de la que ellos no tuvieran noticia?

– Gracias. Me lo pensaré.

– No lo menciones delante de mi familia. Siguen creyendo que algún día Kristin regresará a casa y todo volverá a ser como antes.

Él asintió. Ellos compartían un entendimiento tácito de la situación, a pesar de que no hablaban jamás del tema. Ambos conocían el diagnóstico médico y lo habían aceptado. Karen incluso había visto el escáner del cerebro de su hermana, donde se veía, en un tono apropiadamente negro, el enorme sector que ya se había atrofiado. Se lo había descrito a Michael como «un pueblo grande con sólo dos o tres lucecitas reluciendo tras las ventanas». E incluso las que quedaban se iban apagando. Tarde o temprano la oscuridad se las tragaría también.

Wilde escuchó la voz retumbante del padre acercándose por el pasillo. Era el vendedor de coches con más éxito de Tacoma y trataba a todo el mundo como un cliente potencial, de modo que venía saludando a las enfermeras del mostrador de recepción. Michael se puso en pie, intercambiando una mirada con Karen; ambos sabían lo que iba a ocurrir y no veían el modo de evitarlo.

Cuando el señor Nelson cruzó la puerta y vio a Michael al lado de la cama se detuvo en seco y su esposa chocó contra su espalda. Karen también se levantó, preparada por si debía salir en defensa de Michael.

– Creía haberte dicho que no quería verte más por aquí -masculló el padre de Kristin.

– Michael sólo ha venido a despedirse -terció Karen, moviéndose para interponerse entre ellos.

La señora Nelson pasó al lado de su esposo con una bolsa de comida de Applebee en una mano. Michael nunca estaba completamente seguro de cuál era su postura. El padre de Kristin, como él tenía meridianamente claro, le culpaba del accidente; no le gustaba Michael, pero lo cierto es que jamás había soportado a ningún hombre que le robara el afecto de su hija. Sin embargo, en lo tocante a la señora Nelson, ésta apenas podía proferir tres palabras antes de que su marido comenzara a hablar a la vez, de modo que era muy difícil saber lo que realmente opinaba sobre cualquier materia.

Michael sabía que Karen era su única aliada.

– Ha llegado hace apenas unos minutos -decía la joven en esos momentos-, y a Kristin le habría gustado que viniera.

– Nadie sabe lo que Krissy quiere…

Wilde notó que el padre había llevado de nuevo la conversación al tiempo presente.

– … pero yo sí sé lo que quiero -continuó el señor Nelson-. Y lo que quiere su madre. Queremos que descanse y se recupere, y que no piense en lo ocurrido. Estos pensamientos sólo sirven para que empeore.

– Lamento que te sientas así -se aventuró a decir Wilde-, pero no he venido para molestarte. Acabo de despedirme de Kristin y me voy ya.

Michael se volvió para echarle una última mirada a la chica, quieta y silenciosa como una estatua; entonces rozó el hombro fornido del padre, que no quiso apartarse ni un centímetro de su camino. Durante un momento fugaz creyó percibir una mirada de afecto en la acobardada señora Nelson.

Estaba en la mitad de camino del pasillo cuando escuchó unos pasos rápidos que se le acercaban por la espalda. Era Karen. ¿Por qué tenía que recordarle tanto a su hermana? La muchacha le cogió la manga mientras hablaba:

– Ya sé que Kristin no está aquí, y que tú también lo sabes, pero mis padres aún creen…

– Lo tengo claro.

– Pero si quieres echar una ojeada a esos libros…

– Gracias, lo pensaré -repuso, sabiendo que no lo haría. Y sabiendo también que no era de los libros de lo que ella estaba hablando.

El auxiliar pasó haciendo un ruido sordo con el carro de la basura.

– De todas formas, no lo sé, pero creo que una parte de Krissy todavía anda por aquí -le dijo Karen-. Sé que se alegra de que hayas venido.

Él vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Sé que realmente la amabas y yo también la quería de verdad -comentó, y añadió entre balbuceos-: salvo quizá aquel momento en que me quitó los patines y les rompió la cuchilla. -Se echó a reír y le soltó la manga-. Y todo lo que sé es que ella querría que te dijera que tengas cuidado en el viaje.

Wilde sonrió.

– Lo haré.

– No, de verdad -replicó ella con más urgencia en la voz-. Lo digo en serio. Ten cuidado.

Él le pasó un brazo por los hombros para consolarla.

– Juro solemnemente que mantendré en todo momento los mitones puestos y las orejas calientes.

Ella le apartó con dulzura.

– Si no lo haces, Krissy se enfadará a muerte contigo… y yo también.

– Eso no me gustaría nada -replicó Michael.

– No, no te gustaría nada.

– ¡Karen! -gritó el señor Nelson, sacando la cabeza por la puerta de la habitación-. Tu madre quiere hablar contigo.

La interpelada se mordió el labio.

– ¡Karen, ya!

Michael le acarició el hombro, se volvió y se dirigió hacia el puesto de enfermeras.