– Dame cinco libras, Rutherford.
– ¿Para qué…? Ya te he dicho que invito yo.
– Te las devolveré.
La práctica totalidad de las tabernas tenían un foso con arena en la parte posterior, pero el de aquella tasca era especialmente concurrido y Sinclair concluyó que con un poco de suerte podría recuperar en las peleas lo que había perdido a las cartas.
– Eres incorregible -replicó Rutherford mientras le entregaba el dinero con gesto amable.
– Voy contigo -saltó Le Maitre.
Rutherford se quedó perplejo.
– ¿Vais a dejarme cenar solo?
– No por mucho tiempo -contestó Sinclair mientras tomaba del brazo a Le Maitre y tiraba de él hacia el fondo de la taberna-. Volveremos enseguida con nuestros beneficios.
El asqueroso callejón de detrás de la tasca estaba repleto de huesos y tripas, y más allá del mismo se alzaba un viejo establo reconvertido donde se celebraban las peleas de perros. El interior era sofocante y fétido. En los candelabros había lámparas de gas cuya luz iluminaba al gentío arremolinado en torno al foso, un cuadrado de cuatro metros y medio por cada lado y menos de metro y medio de fondo.
En el centro del mismo se hallaba el encargado o jefe del pozo, un tipo sin camisa sobre cuya espalda desnuda podía verse tatuada la Union Jack. En ese momento anunciaba el siguiente combate. La arena del pozo estaba salpicada de sangre, baba y restos de pelambreras arrancadas a mordiscos.
– A un lado está Duque, de pelaje negro y marrón -gritó-, y al otro, Blanquito. Y ahora, si abren paso, podrán tener la ocasión de ver a estos dos magníficos animales antes de hacer sus apuestas.
El público se apartó hasta formar dos pasillos para permitir el paso de dos hombres, cada uno de ellos llevaba un pitbull con bozal sujeto con cadenas. Los perros tiraban ferozmente de las correas mientras avanzaban hacia el borde del pozo, y todo cuanto podían hacer sus dueños era impedirles que se metieran dentro y se enzarzaran el uno contra el otro.
– Duque viene de Rosemary Lane y Blanquito, bueno, es el orgullo Ludgate Hill. Aquí tienen a dos magníficos campeones y un combate muy reñido… ¡Hagan sus apuestas, por favor, hagan sus apuestas!
El jefe del pozo salió del hoyo de una zancada e hizo rodar un tonel hasta el borde.
– ¿Has visto pelear a alguno de los dos? -le preguntó Frenchie al oído para hacerse entender en medio de la batahola de gritos.
– Sí, una vez aposté por Blanquito y gané -replicó Sinclair, y alzó la mano cuando pasó el encargado de hacer las apuestas-. ¡Cinco por Blanquito!
– ¡Que sean diez! -agregó Frenchie.
El corredor de apuestas tomó nota de la jugada, pero no les pidió el dinero por adelantado al ser evidente por el atuendo que se trataba de unos caballeros, sino que se volvió hacia un viejo borrachín que le tironeaba de la manga.
– Última oportunidad, caballeros -anunció el jefe, dando un puñetazo en la tapa del tonel cerrado-. ¡Hagan juego!
Se desató un aluvión de gritos y todos alzaron las manos cuando los amos de los perros les quitaron las cinchas de los bozales y los canes ladraron con furia, chorreando espuma por la boca.
Entonces, sonó una campana y el jefe del pozo gritó:
– ¡No más apuestas!
Todos los asistentes se volvieron hacia el barril. El hombretón retiró la tapa y lo volcó de una patada.
Un tropel de ratas negras, marrones y grises salió dando tumbos y el palpitante surtidor de animalejos cayó al pozo, donde los roedores se incorporaron rápidamente y corrieron en todas las direcciones: unos se mordisquearon entre sí mientras otros rebuscaban entre los tablones de madera del agujero. De hecho, algunas consiguieron salir del foso, pero los desternillados apostadores las devolvían al hueco a puntapiés.
Los perros se sumieron en un estado de frenesí nada más ver a los roedores y saltaron al pozo enseñando los dientes y con las garras preparadas en cuanto sus amos los soltaron. El can blanco fue el primero en cobrarse una pieza, partiendo limpiamente en dos a una rata gorda de un solo mordisco.
Sinclair cerró un puño en señal de triunfo y Frenchie voceó:
– ¡Bien hecho, Blanquito!
Duque, el perro negro y marrón, igualó el marcador enseguida, zarandeando a un ratón como un guiñapo hasta dejarlo hecho un trapo. Los roedores corretearon hacia los laterales del pozo, subiéndose unos sobre otros en su ansia de escapar del peligro. Blanquito atacó a uno situado en lo alto del montón y lo lanzó al aire; la rata cayó sobre el lomo y el perro la destripó con un zarpazo que provocó una salva de vítores entre sus hinchas.
La escena continuó de esta guisa hasta cumplirse casi los cinco minutos, dejando sangre, huesos y trozos de rata por todas partes. Sinclair siempre se quedaba detrás por ese motivo: no deseaba mancharse el uniforme.
Blanquito había perdido el ánimo homicida en algún momento, optando por comerse a la presa, lo cual era propio de un mal entrenador, sospechó Sinclair. Un perro debía tener hambre antes de empezar el combate a fin de mantener viva su sed de sangre, pero no tanto como para detenerse y zamparse a la pieza.
– ¡Levántate, Blanquito! -gritó Frenchie, al igual que muchos otros.
Sin embargo, el perro permaneció a gatas, comiéndose a los roedores muertos de alrededor. Entretanto, Duque no se detuvo con la carnicería.
Sinclair vio evaporarse su dinero incluso antes de que sonase la campana y el jefe gritase:
– ¡Tiempo, caballeros!
Los dueños de los pitbull saltaron al pozo a fin de alejar a ambos perros de las ratas aún vivas y poner distancia entre los dos canes.
El mandamás del pozo se volvió hacia su compañero el juez, un golfillo cubierto de roña que hizo sonar una campana de latón antes de anunciar:
– Efectuado el recuento, el ganador es… el Duque, caballeros, el Duque de Rosemary Lane se ha impuesto en este combate. El número de víctimas abatidas asciende a… la docena del fraile.
Se levantó un clamor entre los apostantes del Duque y entonces empezó el intercambio de recibos y monedas. El corredor de apuestas se personó antes Sinclair y éste le entregó el billete de cinco libras de muy mala gana. Frenchie hizo lo mismo.
– Qué poca gracia le va a hacer a Rutherford -anunció Le Maitre.
Frenchie estaba en lo cierto, y Sinclair lo sabía, pero ya había apartado esa pérdida de su mente. Siempre era mejor no detenerse mucho tiempo en los reveses del infortunio; de hecho, sus pensamientos volaban ya en otra dirección mucho más placentera, y mientras se unía al gentío que regresaba a la tasca ya estaba fantaseando con la atractiva joven de blanco gorrito recién planchado a la que había visto cerrando las ventanas del hospital.
CAPÍTULO SIETE
30 de noviembre
DURANTE DÍAS, EL CIELO había estado lleno de bandadas de pájaros que aleteaban detrás del Constellation conforme se dirigía hacia el sur, hacia el Círculo Polar Antártico, y Michael había instalado su monópode, un Manfrotto con disparador adaptado para hacer ajustes rápidos y automáticos, en el puente voladizo a fin de tomar el mayor número posible de fotos. Por la noche, en su camarote había estado leyendo sobre ellos, de modo que sabía qué era lo que estaba viendo.
Seguía siendo difícil captarlos en vuelo, pero a esas alturas del viaje al menos ya era capaz de distinguirlos entre sí.
Casi todos los pájaros estaban provistos de orificios nasales en forma de tubo, con picos que contenían glándulas excretoras de sal, de modo que eso no le ayudaba mucho; ni tampoco sus diseños de color, que eran casi siempre blanco y negro. Lo único que facilitaba el trabajo era que las diferentes especies mostraban patrones de vuelo únicos y reveladores métodos de alimentación.
Así, por ejemplo, los petreles se zambullían en picado, eran pequeños y regordetes y volaban sobre el mar moviendo las alas con rapidez, salteando su vuelo con cortos planeos. A menudo recorrían la cresta de una ola, antes de sumergirse para capturar un poco de krill.