No, no; yo denuncio,

yo denuncio la conjura

de estas desiertas oficinas

que no radian las agonías,

que borran los programas de la selva,

y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas

cuando sus gritos llenan el valle

donde el Hudson se emborracba con aceite.

CEMENTERIO JUDÍO

Las alegres fiebres huyeron a las maromas de los barcos y el judío empujó la verja con el

pudor helado del interior de la lechuga.

Los niños de Cristo dormían

y el agua era una paloma

y la madera era una garza

y el plomo era un colibrí

y aun las vivas prisiones de fuego

estaban consoladas por el salto de la langosta.

Los niños de Cristo bogaban y los judíos llenaban los muros

con un solo corazón de paloma

por el que todos querían escapar.

Las niñas de Cristo cantaban y las judías miraban la muerte

con un solo ojo de faisán,

vidriado por la angustia de un millón de paisajes.

Los médicos ponen en el níquel sus tijeras y guantes de goma

cuando los cadáveres sienten en los pies

la terrible claridad de otra luna enterrada.

Pequeños dolores ilesos se acercan a los hospitales

y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día.

Las arquitecturas de escarcha,

las liras y gemidos que se escapan de las hojas diminutas

en otoño, mojando las últimas vertientes,

se apagaban en el negro de los sombreros de copa.

La hierba celeste y sola de la que huye con miedo el rocío

y las blancas entradas de mármol que conducen al aire duro

mostraban su silencio roto por las huellas dormidas de los zapatos.

El judío empujó la verja;

pero el judío no era un puerto

y las barcas de nieve se agolparon

por las escalerillas de su corazón:

las barcas de nieve que acechan

un hombre de agua que las ahogue,

las barcas de los cementerios

que a veces dejan ciegos a los visitantes.

Los niños de Cristo dormían

y el judío ocupó su litera.

Tres mil judíos lloraban en el espanto de las galerías

porque reunían entre todos con esfuerzo media paloma,

porque uno tenía la rueda de un reloj

y otro un botín con orugas parlantes

y otro una lluvia nocturna cargada de cadenas

y otro la uña de un ruiseñor que estaba vivo;

y porque la media paloma gemía

derramando una sangre que no era la suya.

Las alegres fiebres bailaban por las cúpulas humedecidas

y la luna copiaba en su mármol

nombres viejos y cintas ajadas.

Llegó la gente que come por detrás de las yertas columnas

y los asnos de blancos dientes

con los especialistas de las articulaciones.

Verdes girasoles temblaban

por los páramos del crepúsculo

y todo el cementerio era una queja

de bocas de cartón y trapo seco.

Ya los niños de Cristo se dormían

cuando el judío, apretando los ojos, s

e cortó las manos en silencio

al escuchar los primeros gemidos.

Nueva York, 18 de enero de 1930.

VIII

DOS ODAS

GRITO HACIA ROMA

A mi editor Armando Guibert.

(DESDE LA TORRE DEL CRYSLER BUILDING

Manzanas levemente heridas

por finos espadines de plata,

nubes rasgadas por una mano de coral

que lleva en el dorso una almendra de fuego,

peces de arsénico como tiburones,

tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,

rosas que hieren

y agujas instaladas en los caños de la sangre,

mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos

caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula

que untan de aceite las lenguas militares

donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma

y escupa carbón machacado

rodeado de miles de campanillas.

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino

ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,

ni quien abra los linos del reposo,

ni quien llore por las heridas de los elefantes.

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de venir.

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala.

El hombre que desprecia la paloma debía hablar,

debía gritar desnudo entre las columnas,

y ponerse una inyección para adquirir la lepra

y llorar un llanto tan terrible

que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.

Pero el hombre vestido de blanco

ignora el misterio de la espiga,

ignora el gemido de la parturienta,

ignora que Cristo puede dar agua todavía,

ignora que la moneda quema el beso de prodigio

y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

Los maestros enseñan a los niños

una luz maravillosa que viene del monte;

pero lo que llega es una reunión de cloacas

donde gritan las oscuras ninfas del cólera.

Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;

pero debajo de las estatuas no hay amor,

no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.

El amor está en las carnes desgarradas por la sed,

en la choza diminuta que lucha con la inundación;

el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,

en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas

y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Pero a viejo de las manos traslúcidas

dirá: Amor, amor, amor,

aclamado por millones de moribundos;

dirá: amor, amor, amor,

entre el tisú estremecido de ternura;

dirá: paz, paz, paz,

entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;

dirá: amor, amor, amor,

hasta que se le pongan de plata los labios.

Mientras tanto, mientras tanto ¡ay! mientras tanto,

los negros que sacan las escupideras,

los muchachos que tiemblan balo el terror pálido de los directores,

las mujeres ahogadas en aceites minerales,

la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,

ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,

ha de gritar frente a las cúpulas,

ha de gritar loca de fuego,

ha de gritar loca de nieve,

ha de gritar con la cabeza llena de excremento,

ha de gritar como todas las noches juntas,

ha de gritar con voz tan desgarrada

hasta que las ciudades tiemblen como niñas

y rompan las prisiones del aceite y la música,

porque queremos el pan nuestro de cada día,

flor de aliso y perenne ternura desgranada,

porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra

que da sus frutos para todos.

ODA A WALT WHITMAN

Por el East River y el Bronx,

los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,

con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.

Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas

y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Pero ninguno se dormía,

ninguno quería ser el río,

ninguno amaba las hojas grandes,

ninguno la lengua azul de la playa.

Por el East River y el Queensborough