En la noche de bodas, el marido de Prudencia llamó por teléfono a su madre. Prudencia creyó que era una costumbre y llamó a la suya. La madre le echó tal bronca que se puso a llorar. Que ya no eres una niña, le decía. Qué va a pensar tu marido. Y ella no entendía nada, la pobre. Se metió en la cama toda compungida y no supo decirle al marido el motivo de su llanto. Él pensó que tenía miedo a la primera vez. Había oído decir que el pudor de la recién casada se parece mucho al miedo. Le acarició la cabeza y le apartó las lágrimas con los dedos, la acurrucó en su hombro y esperó a que dejara de llorar. Mientras Prudencia esperaba a que le hiciera el amor, y continuaba llorando sin entender nada, él siguió esperando a que dejara de llorar. Así pasaron la noche de sus bodas.

Durante tres días y tres noches Prudencia esperó con lágrimas la pérdida de su virginidad. Y el marido de Prudencia esperó a que dejara de llorar, soportando sus lágrimas con paciencia. Sin atreverse ninguno a decir al otro qué era lo que estaba esperando. Hasta que se echaron la siesta por primera vez. El marido se recostó sobre Prudencia y al sentir el roce de su pecho empezó a besarlo lentamente. Prudencia se dejó hacer mientras le acariciaba el pelo. Se excitaron los dos y comenzaron a besarse los labios. Después cerraron los ojos. Te va a doler un poco, le dijo. Y ella contestó: No importa. Y gritó con el dolor que tanto había esperado. Lloraba, esta vez los dos sabían la razón.