Tú viste llegar el deportivo rojo, desde la ventana del dormitorio. Apoyado en el alféizar, te inclinaste para verlos bajar del automóvil. Los guardeses se habían acercado a recibirlos. Matilde estrechó la mano de Pedro y le dio dos besos a Aisha. No hiciste intención de bajar. Esperaste a que le indicaran a tu mujer la habitación que os habían destinado y te sentaste en la cama.

—Es un cortijo precioso —te limitaste a decirle cuando entró.

Ella, por respuesta, te dijo que necesitaba ducharse:

—Me molesta la arena en los pies.

Tú no le preguntaste por qué tenía arena en los pies. Y ahora te lamentas de no haberlo preguntado. Continuaste sentado al borde de la cama, muy al borde.

—Es una casa preciosa, ¿verdad? —dijiste.

—Sí —contestó Matilde abriendo una maleta.

Te dijo que le molestaba la arena. ¿Por qué lo hizo? Piensas. Piensas. Quizá deseaba que le preguntaras, contarte lo que pasó, o lo que ella temía que pasara. A Matilde no le gustaba mentir. Si le hubieras preguntado —no preguntaste—, te habría contado por qué tenía arena en los pies. Ella no toleraba el engaño. No te mintió. Piensas. Piensas. Tengo arena en los pies, era pedirte que le evitaras la traición de amar a Ulises. Tú siempre le habías dicho que no soportabas la traición. Ella no podía soportarla. Matilde te lo habría contado si tú hubieras sido capaz de hacerle la pregunta exacta. ¿Te lo habría contado?

Quizá habría empezado por decir que siguió a Ulises por la playa con los pies descalzos. Y que corrían. Desde que bajó del automóvil no dejó de correr detrás de Ulises. Se paró cuando él lo hizo y se hincó de rodillas en la arena cuando él se arrodilló.

—Ya hemos llegado —dijo jadeante.

—¿Es éste su secreto? —Matilde también jadeaba.

—Mire —Ulises señaló una roca—. Vamos a descansar un momento y se lo enseñaré. Ya casi hemos llegado —se desprendió de la mano de Matilde con una suave caricia—. ¡Abracadabra! —gritó.

—¡Abracadabra! —Matilde se sumó a su grito y los dos se echaron a reír.

A él le hubiera gustado que se abriera la roca, para Matilde. Comenzó a trepar invitándola a que lo hiciera también. Matilde se alegró de haberse vestido con pantalones y le siguió hasta una cueva horadada en la piedra.

La entrada a la gruta se encontraba semioculta por unos matorrales. Ulises no los apartó para entrar, se deslizó por el hueco que los separaba de la roca, y desde dentro le extendió la mano a Matilde.

—Sólo se puede entrar cuando la marea está baja. Le tengo cogido el tiempo a la marea. Vengo aquí desde que era un niño y nunca me ha pillado, aunque una vez estuvo casi a punto —Ulises sonrió al recordar su travesura, pero no quiso aburrir a Matilde con ella y no acabó de contársela—. Este es el secreto de mi abuelo, que se lo enseñó a mi padre, y él a mí. Yo no tengo hijos, no se lo he enseñado a nadie, pero voy a enseñárselo a usted.

—Entonces, soy como su hija —bromeó ella.

—No. No. Mi hija no —sorprendido por su tono, vehemente en exceso, Ulises procuró seguir hablando, disimular—, no soy tan mayor como para ser su padre —una torpeza, presumir de mediana edad, pensó—. Quizá podría ser mi ahijada —no hay arreglo, qué palabra tan fea: ahijada—. Aunque mejor, dejemos las cosas como están.

Y como un niño que muestra a otro su tesoro escondido, sin ocultar su excitación, Ulises buscó una linterna en una hendidura de la roca, la encendió, dirigió el haz de luz hacia un rincón de la cueva que el sol no alcanzaba, y alumbró una caja metálica del tamaño de una maleta.

—Mi secreto —exclamó.

El metal devolvió un reflejo anaranjado. El brillo de la maleta en la oscuridad sorprendió a Matilde:

—¡Vaya!, y ¿qué hay dentro? —dijo corriendo hacia ella.

—Ábrala.

—¿Yo?

—Sí, usted.

Una colección de fotografías borrosas en color sepia, y daguerrotipos de diferentes tamaños, se amontonaba a la izquierda del interior de la caja. En el centro, varios cuadernos, apilados uno sobre otro. A la derecha, en desorden, un montón de libros. Matilde intentaba ver todo a un mismo tiempo, sin atreverse a tocar.

—Pero ¿qué es todo esto?

—Mi secreto —Ulises se agachó junto a ella, emocionado por compartir una emoción—. Mire —iluminó una de las fotografías—, cójala —Matilde la cogió—. Mi abuelo era fotógrafo, se ganaba la vida, como muchos, cubriendo actos sociales, bodas, comuniones, ya sabe. Estas son las fotografías malogradas, las que le hubiera gustado hacer bien y le salieron mal. Él encerró aquí sus frustraciones, no se las enseñó a nadie, excepto a su hijo —Ulises tomó un cuaderno y se lo mostró a Matilde—. Mi padre era abogado, un hombre de letras, los cuadernos los escribió él, novelas, malas novelas que escondió junto a las fotos mediocres de su padre.

Matilde leyó la primera página del cuaderno que Ulises sostenía en la mano, una sola palabra, escrita a plumilla en caligrafía gótica: Hiel.

Hiel.

Hiel, su tercera novela —Ulises la colocó sobre las otras, con cuidado, como si temiera romperla.

—¿Y los libros? —Matilde se lanzó a coger el que tenía más cerca.

—Mi frustración: los libros que nunca he podido leer. Los que me avergüenza no haber leído.

—¿Y por qué le avergüenza?

—Quizá porque no la conocía a usted.

Matilde buscó entre los libros, y encontró lo que buscaba: Ulises, de James Joyce. Sonrió, y volvió a dejarlo en la caja.

Ulises descubrió su sonrisa. Y sus labios, en la penumbra, se abrieron para él.