—Sí te quiero. Pero cuando se traspasan estas rejas, hay que renunciar a cuanto se amaba en el mundo... Tú no puedes entenderme, pobrecito, pero no sufras por eso, no te pongas triste. ¿Acaso no eras feliz antes de conocerme?

—¿Feliz? ¿Qué cosa es ser feliz, mi ama? ¿Estar contento?

—Bueno... en cierta forma... ¿No estabas tú contento? ¿No estaba también contento tu patrón?

—Él, no sé... Él se reía, y cuando llegábamos al puerto... se iba de fiesta. Cuando él no bajaba, las mujeres iban a buscarlo al muelle. El patrón siempre les traía regalos, y ellas lo besaban y decían que era más rumboso que un rey, y más guapo que nadie... Porque el patrón...

—¡Calla! —le ataja Mónica, apretando los labios.

—¿Se enojó, mi ama? —se extraña ingenuamente el pequeño Colibrí.

—No. ¿Qué puede importarme lo que has dicho? ¡Vuelve con tu amo! ¡Vuelve al barco de Juan, a participar de sus fiestas! Seguramente, ahora estará allí, divirtiéndose...

—No, mi ama, él no ha vuelto al barco. Anda con el señor Noel... Pero dice Segundo que anoche ganó mucho dinero, y que ahora todas las cosas van a ser diferentes. Que el amo va a volverse un caballero, todo un caballero, con casa propia y barcos que vayan a pescar... Y también me dijo otra cosa: que el amo iba a venir a buscarla, y que usted vendría otra vez con nosotros; no al barco, sino a la casa que va a hacer el amo. ¿Es verdad eso?

—No, no es verdad. No saldré jamás del convento, ni tampoco él desea que salga. Estoy segura de ello. Le basta con esas mujeres que iban a esperarlo a los muelles. Ahora le querrán más, porque podrá hacerles mejores regalos...

—¡Chist! Viene una monja —advierte Colibrí en voz baja y asustada—. Yo me escondo...

—Mónica... Mónica, hija mía... —llama la madre abadesa, llegando juntó a la novicia, y le explica—: Vengo de tu celda. Te han buscado inútilmente por todo el convento. Hay un visitante que te espera en el locutorio...

—¡Juan! —se alboroza Mónica sin poder ocultar su turbación.

—No. Es el señor Renato D'Autremont, hija mía, que te ruega, que te suplica no te niegues a hablar con él...

Mónica ha sentido como si algo se helara en sus venas. Renato D'Autremont... Cada una de sus letras la ha traspasado como una fina flecha de angustia, mientras una amarga desilusión la va invadiendo, porque es él y no el otro. Las palabras de Colibrí hicieron aletear en su alma una esperanza que, a pesar suyo, la encendió de locas ilusiones. Ahora, es como si se cerrara de repente la puerta que viera entreabierta, como si de un golpe se apagara la última estrella de su oscuro cielo...

—Yo también me atrevo a rogarte que no le rechaces —prosigue la abadesa—. Hace mucho rato que te espera. Parece tan angustiado, tan inquieto, que su empeño me hace pensar que tiene algo importante que decirte, acaso algo relacionado con la solicitud de esa anulación de matrimonio que firmaste para enviar al Santo Padre. Al fin y al cabo, creo que con oírlo nada pierdes...

Mónica ha mirado a todas partes... A la aparición de la abadesa, ha desaparecido Colibrí. Sin duda, está escondido muy cerca, o acaso ha aprovechado el momento para huir, llevándose con él aquella bocanada de aire salobre, aquel desesperado anhelo que el solo nombre de Juan enciende en ella. La voz de la abadesa le llega como desde muy lejos, obligándola a volver a la realidad:

—Los D'Autremont son tus iguales, tus parientes... No pueden desearte ningún mal. Vamos, hija... Ven...

3

—ENTRE USTED CONMIGO, Noel. Quiero decir, si lo desea...

—Naturalmente que lo deseo, y que entro contigo. Pero no tengas cuidado, porque sé ser discreto. Cuando los matrimonios mal habidos se encuentran delante de un tercero, se vuelven demasiado quisquillosos, y dignos. La mujer gusta del apoyo y del dominio del hombre...

—No las mujeres como ella, que es dura como el diamante. Puede parecer frágil como el cristal, pero no lo es. Frente a ella, no soy yo el más fuerte... ¡Pero no me quiere, Noel, no me quiere!

—Tal vez no te quiere, pero puede quererte. Te considero hombre capaz de robarle el corazón si no lo has hecho ya. ¿No te llaman pirata? ¿No tienes fama de domar las olas y los vientos? ¿Acaso te das por vencido antes de comenzar la batalla?

—Por mi desgracia, sí. Pero no importa... Entremos... Si se negara a recibirme...

—Cálmate... Déjame a mi hablar con la hermana tornera...

—Mónica... Al fin apareces... Por fin accediste...

—No me lo agradezcas, Renato. Mi intención, mi deseo, era no ver a nadie en mucho tiempo. Vine aquí para buscar la paz...

—Bueno, ustedes necesitan hablar, ponerse de acuerdo, limar todas esas pequeñas asperezas que surgen de las circunstancias, pero que no deben existir entre parientes —aconseja la abadesa interviniendo en forma conciliadora—. Como es su deseo, señor D'Autremont, voy a dejarles a solas. Y como le rogué a ella que accediera a esta entrevista, le ruego a usted que perturbe lo menos posible su alma con los cuidados de fuera del convento. Estos claustros deben ser un dique contra el mundo, y el remanso de paz que necesitan las almas atormentadas como la de Mónica en estos momentos. Y ahora, con permiso de ustedes...

La madre abadesa se ha excusado y con pasos suaves y silenciosos se aleja dejando solos a Mónica y a Renato, que guardan silencio durante un breve instante, hasta que de pronto la voz fría de Mónica, indaga:

—Dime... Querías hablarme...

—Quería, es cierto. Y si vieras a solas, entre las cuatro paredes de mi biblioteca, cómo y cuánto te hablo, Mónica... Son razonamientos a los que no hay nada que replicar, donde toda palabra es inútil, porque es apenas un pálido reflejo del sentimiento. —Renato se ha acercado a ella tembloroso, pero Mónica retrocede y aparta la mirada de su rostro demudado, donde los ojos arden con destellos de fiebre—. Si yo pudiera hablarte libremente de mis sentimientos...

—Hay sentimientos que no tienen derecho a existir, Renato.

—Sé que una equivocación, como la que yo cometí, se paga con la felicidad, y no aspiro a ser feliz. Renuncio a la dicha; pero si he de seguir viviendo, si he de seguir respirando, necesito algo por qué hacerlo.

—Tienes tu esposa, tendrás un hijo, y hay muchos más, Renato... Cientos, miles de seres que dependen de ti. Tu posición y tu riqueza, que te dan derecho de rey, pero también deberes. Hay muchas cosas con las que puedes llenar tu vida y olvidarte de que, en la celda de un convento, hay una mujer a quien quisiste amar demasiado tarde...

—Mónica, veo tus razones, las mido, las peso; pero déjame un rayo de luz, un rayo de esperanza... ¡No te encierres en el convento! ¡No levantes otra muralla más! Es lo único que te pido. Cuando se haya roto el lazo que te une a Juan del Diablo...

Mónica se ha estremecido como si el nombre le doliera, como si sólo al aludir a él se tocase una llaga en carne viva; pero junta las manos y aprieta los labios. Sólo su mirada azul se alza para clavarse en la de Renato, con un gris destello de acero:

—¿Por qué no dejarlo a él fuera de esto?

—Por desgracia, no es posible. Déjame terminar... Cuando hayas roto el lazo aciago que te une a Juan, serás libre y dueña de tus actos. Podrás vivir en el mundo, a la luz del sol... También hay mil cosas con las que puedes llenar tu vida mientras esperas...

—¿El qué he de esperar?

—No sé... Un milagro, que la piedad de Dios nos favorezca, que un día caiga también mis cadenas, cadenas que no merezco soportar... Sé que no dirás una palabra, que no lanzarás una sola acusación contra ella. Tú eres tan noble, como ella, mezquina. Tú sabes que traicionó a mi corazón como mujer, que me engañó, que mató mis ilusiones, que fue contigo egoísta y cruel, que no piensa sino en sí misma. No puedo decir que me traicione como esposa; pero, sin embargo, estoy atado a ella y por ella me niegas hasta la luz de tu mirada...